El Che imprescindible
05/10/2007
Opinión
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El alejamiento de Guevara del poder y su insólito retorno a la lucha en otras latitudes para predicar en los hechos sus tesis sobre la revolución internacional marcaron un hito en la historia
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La figura de Ernesto Guevara de la Serna, el Che, mítica si la hay, se ha convertido desde hace por lo menos 40 años y como quizás ninguna otra en América Latina, en símbolo de una época y de las luchas de liberación que en este continente se han dado. La imagen del Che lo mismo ha dado para legitimar un régimen antiimperialista pero con rasgos autoritarios, como el cubano, que para abanderar las luchas de los pobres que no lo han olvidado, o para vender relojes, playeras, cervezas y mil mercaderías más. El Che ha sido también una víctima -él, que siempre se identificó con los victimados y débiles- del capitalismo (salvaje) al que combatió. Ernesto Guevara, también conocido como Ramón, también conocido como Tatu, también conocido como Fu-Ser, también conocido como El Chancho, también conocido como El Che, trascendió su propia vida y a su tiempo insertándose en una perspectiva de época, la de las luchas emancipadoras de cuestionamiento al capitalismo en el continente, abierta con la Revolución Cubana y que no se ha cerrado. De ahí su persistencia y su permanencia en el imaginario popular y en la conciencia social de amplias capas de las sociedades latinoamericanas y del mundo. Varios factores explican la fascinación que el mito guevarista ejerce sobre las masas explotadas y oprimidas del subcontinente, sobre los jóvenes que no vivieron su tiempo y sobre las generaciones que conocieron de manera más directa la gesta liberadora que, con un puñado de copartícipes protagonizó, primero en Cuba, luego en el Congo y finalmente en Bolivia, donde se encontró con su trágico destino. Uno es el triunfo mismo de la Revolución Cubana en 1959, que abrió una nueva era en las luchas antioligárquicas latinoamericanas y actualizó la vía armada como senda, no sólo legítima sino por antonomasia, para enfrentar la inveterada opresión de las masas trabajadoras y canalizar la inconformidad de las clases medias a las que el liberalismo resultaba ya insuficiente. El triunfo de la Revolución, y su ulterior declaratoria por el socialismo señalaron derroteros a la lucha social y política y radicalizaron a un amplio sector de las izquierdas latinoamericanas. Además de constituirse en un desafío dentro del espacio geográfico más inmediato del imperialismo, la Revolución Cubana demostró tener iniciativa, impulsando en casi todo el continente el surgimiento de nuevos focos guerrilleros, de los que el Che se convirtió en teórico señero. En su Guerra de guerrillas, escribió los tres principios cardinales que él consideró la aportación de la experiencia cubana: «1. Las fuerzas populares pueden ganar una guerra contra el Ejército; 2. No siempre hay que esperar a que se den todas las condiciones para la revolución; el foco puede crearlas; y 3. En la América subdesarrollada el terreno de la lucha armada debe ser fundamentalmente el campo». Sobre esos principios el gobierno revolucionario apoyó el surgimiento de movimientos armados que se insertaron en el medio rural de las naciones latinoamericanas y, ahora lo sabemos, de África. La proyección de Guevara se dio también en el campo diplomático, con sus resonantes intervenciones en la Conferencia de Punta del Este (1961) y en la Asamblea General de las Naciones Unidas (1964), que convirtió en sólidas y emotivas denuncias del imperialismo estadounidense en América y en el mundo. Su participación en el gobierno cubano, como presidente del Banco Central y ministro de Industrias le permitió participar también en el debate económico acerca de la planificación centralizada en la construcción del socialismo. La importancia que concedió al factor subjetivo -la acción organizada del grupo guerrillero, inserto en las masas campesinas y populares, como generador de la conciencia revolucionaria- fue no sólo uno de los métodos para cuestionar desde la acción revolucionaria el marxismo economicista y adocenado que emanaba de la Meca soviética sino para plantear una nueva forma de humanismo gestado en la acción, en la que el hombre mismo se convertiría en el sujeto de la transformación social. El alejamiento de Guevara del poder y su insólito retorno a la lucha en otras latitudes para predicar en los hechos sus tesis sobre la revolución internacional marcaron un hito en la historia. Caso único de un revolucionario que aspira a repetir la experiencia de su triunfo en otros países y en ello empeña su propia vida. La campaña boliviana y su trágico fin fueron, sin embargo, el hecho que consolidó el mito guevarista y lo proyectó internacionalmente: el guerrero trashumante que hace de cualquier reino de la injusticia su patria y que resiente cualquier infamia como una afrenta en la que se encuentra personalmente involucrado. Desde su infancia observador atento de la lucha de la República española por su supervivencia, y luego testigo personal de las revoluciones boliviana y guatemalteca, su internacionalismo se había forjado tempranamente, y se manifestaría, primero, en sus dos viajes juveniles por la América profunda, y más tarde en su compromiso, sellado en la Ciudad de México, con la expedición de Fidel Castro y los demás exiliados cubanos del Moncada, para escribir el segundo capítulo de la lucha emancipadora de la mayor de las Antillas. Ahora, la fallida empresa boliviana sellaba con el sacrificio su destino de campeador y su inquebrantable pasión justiciera. Durante los 40 años transcurridos desde aquella gesta, América Latina ha recorrido vertiginosamente diversas etapas en busca de su autonomía y de derrota frente a los grandes poderes reales del mundo. Durante los 70, el ascenso de frentes populares en Chile y Uruguay, el poder popular revolucionario en Bolivia, los gobiernos militares nacionalistas en Perú, Panamá, Ecuador y la propia Bolivia, el triunfo de la revolución en Nicaragua y el avance de la guerra revolucionaria en Centroamérica dieron pábulo a la idea de una transformación política y social en diversos grados orientada hacia el campo popular. Los golpes militares en Brasil, Uruguay, Argentina, Bolivia y sobre todo en Chile, con sus secuelas de represión delirante y oscurantismo, aniquilaron el sueño de la liberación e implantaron una larga noche de terror que reforzó las de por sí agobiantes cadenas de las masas trabajadoras e inició la reestructuración económica y social conforme a las necesidades de la reproducción internacional del capital. En los 80, los trabajosos procesos de apertura y democratización, pero también la reversión de la revolución en Nicaragua y su derrota en El Salvador y Guatemala abrieron fatigosamente paso a una decepcionante democratización que, bajo la mirada siempre vigilante del imperialismo norteamericano, vino a cumplir la tarea de implantar la majestad del capital y del mercado por sobre las necesidades de los seres humanos. Los nuevos gobiernos, legitimados en las urnas, cumplieron puntualmente con imponer las medidas de reajuste que el capitalismo mundial demandaba: abatimiento de los salarios, reajuste de trabajadores, desincorporación y privatización de las empresas públicas, la liquidación brutal de lo poco que la región había construido de estado de bienestar. La izquierda, colocada a la defensiva, se replegó o tendió a adaptarse a las nuevas circunstancias. El pensamiento revolucionario del Che fue abandonado o se conservó como mero simbolismo de una época ya fenecida, pero sin conexión con la práctica política real. El desplome del Muro de Berlín y del socialismo soviético pareció anunciar el fin de la utopía. El balance del guevarismo a 40 años de distancia, no es sin embargo simple. La Revolución Cubana sigue en pie, resistiendo al embate imperialista, mas no sin exhibir signos de agotamiento y de la burocratización que Guevara temía e intentaba combatir. La revolución continental y el foquismo fracasaron como estrategia desde el momento mismo de la caída de su principal impulsor en Bolivia aquel octubre de 1967, aunque diversos grupos de la izquierda revolucionaria no supieron percibirlo a tiempo. Su saldo más negativo: la absurda, irracional idea de que desde un campamento en lo más intrincado de la selva es posible gestar la derrota del imperialismo y, sobre todo, el sacrificio de cientos, tal vez miles, de jóvenes que aportaron su energía, sus talentos y sus vidas en aras del ideal guevarista y cuyos cuerpos con frecuencia quedaron en las selvas y las montañas de Nuestra América. El martirologio no abonó al triunfo inmediato de la emancipación, pero al alimentar el imaginario colectivo de acaso más de una generación, dejó como uno de sus aportes fundamentales la congruencia entre el pensamiento y la acción y un espíritu de altruismo -aun al costo de la vida- que seguirá inspirando la búsqueda de senderos ciertos para la revolución. El nuevo escenario latinoamericano permite repensar el guevarismo desde otra perspectiva; no la de su táctica guerrera sino la del socialismo ético. Los nuevos procesos de liberación en Bolivia, Venezuela y Ecuador, y las luchas populares, proletarias, indígenas, etcétera, en otros países vuelven a poner sobre la mesa la acción autónoma de las masas, el verdadero mapa en el que se despliega el pensamiento guevarista. El socialismo humanista de Guevara es inseparable de la idea de un hombre nuevo, cuya conciencia no surge del interés económico sino de la acción social y que es, a su decir, «la solución de las contradicciones que produjeron su enajenación». Es en la acción de las masas -lo que, en realidad, el foco guerrillero buscaba desatar- donde el egoísmo inoculado en los seres humanos por la sociedad de clases puede ser superado. Poner al ser humano por delante y en el centro de la problemática social es lo que ha de llevar a destruir el actual orden de cosas y a sentar las bases para la nueva humanidad. El socialismo del siglo XXI, tras el fracaso de la planificación burocrática del siglo XX, que fincó en el poder central del Estado y no en las energías sociales la fórmula de superación del capitalismo, busca reformular la ecuación y poner en pie a los hombres y mujeres concretos como sujetos conscientes de su propia historia. Ninguna reformulación del socialismo en nuestro tiempo puede prescindir, por ello, de la dimensión ética y humanista que, con su palabra y sobre todo con su acción, ejemplo de congruencia, aportó el Che a los tiempos venideros. Es eso lo que lo hace imprescindible. A 40 años de su asesinato, a un tiempo Quijote y Cid Campeador, Guevara sigue en el campo de batalla librando combates en los que, si no ha ganado, tampoco ha sucumbido.
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La figura de Ernesto Guevara de la Serna, el Che, mítica si la hay, se ha convertido desde hace por lo menos 40 años y como quizás ninguna otra en América Latina, en símbolo de una época y de las luchas de liberación que en este continente se han dado. La imagen del Che lo mismo ha dado para legitimar un régimen antiimperialista pero con rasgos autoritarios, como el cubano, que para abanderar las luchas de los pobres que no lo han olvidado, o para vender relojes, playeras, cervezas y mil mercaderías más. El Che ha sido también una víctima -él, que siempre se identificó con los victimados y débiles- del capitalismo (salvaje) al que combatió. Ernesto Guevara, también conocido como Ramón, también conocido como Tatu, también conocido como Fu-Ser, también conocido como El Chancho, también conocido como El Che, trascendió su propia vida y a su tiempo insertándose en una perspectiva de época, la de las luchas emancipadoras de cuestionamiento al capitalismo en el continente, abierta con la Revolución Cubana y que no se ha cerrado. De ahí su persistencia y su permanencia en el imaginario popular y en la conciencia social de amplias capas de las sociedades latinoamericanas y del mundo. Varios factores explican la fascinación que el mito guevarista ejerce sobre las masas explotadas y oprimidas del subcontinente, sobre los jóvenes que no vivieron su tiempo y sobre las generaciones que conocieron de manera más directa la gesta liberadora que, con un puñado de copartícipes protagonizó, primero en Cuba, luego en el Congo y finalmente en Bolivia, donde se encontró con su trágico destino. Uno es el triunfo mismo de la Revolución Cubana en 1959, que abrió una nueva era en las luchas antioligárquicas latinoamericanas y actualizó la vía armada como senda, no sólo legítima sino por antonomasia, para enfrentar la inveterada opresión de las masas trabajadoras y canalizar la inconformidad de las clases medias a las que el liberalismo resultaba ya insuficiente. El triunfo de la Revolución, y su ulterior declaratoria por el socialismo señalaron derroteros a la lucha social y política y radicalizaron a un amplio sector de las izquierdas latinoamericanas. Además de constituirse en un desafío dentro del espacio geográfico más inmediato del imperialismo, la Revolución Cubana demostró tener iniciativa, impulsando en casi todo el continente el surgimiento de nuevos focos guerrilleros, de los que el Che se convirtió en teórico señero. En su Guerra de guerrillas, escribió los tres principios cardinales que él consideró la aportación de la experiencia cubana: «1. Las fuerzas populares pueden ganar una guerra contra el Ejército; 2. No siempre hay que esperar a que se den todas las condiciones para la revolución; el foco puede crearlas; y 3. En la América subdesarrollada el terreno de la lucha armada debe ser fundamentalmente el campo». Sobre esos principios el gobierno revolucionario apoyó el surgimiento de movimientos armados que se insertaron en el medio rural de las naciones latinoamericanas y, ahora lo sabemos, de África. La proyección de Guevara se dio también en el campo diplomático, con sus resonantes intervenciones en la Conferencia de Punta del Este (1961) y en la Asamblea General de las Naciones Unidas (1964), que convirtió en sólidas y emotivas denuncias del imperialismo estadounidense en América y en el mundo. Su participación en el gobierno cubano, como presidente del Banco Central y ministro de Industrias le permitió participar también en el debate económico acerca de la planificación centralizada en la construcción del socialismo. La importancia que concedió al factor subjetivo -la acción organizada del grupo guerrillero, inserto en las masas campesinas y populares, como generador de la conciencia revolucionaria- fue no sólo uno de los métodos para cuestionar desde la acción revolucionaria el marxismo economicista y adocenado que emanaba de la Meca soviética sino para plantear una nueva forma de humanismo gestado en la acción, en la que el hombre mismo se convertiría en el sujeto de la transformación social. El alejamiento de Guevara del poder y su insólito retorno a la lucha en otras latitudes para predicar en los hechos sus tesis sobre la revolución internacional marcaron un hito en la historia. Caso único de un revolucionario que aspira a repetir la experiencia de su triunfo en otros países y en ello empeña su propia vida. La campaña boliviana y su trágico fin fueron, sin embargo, el hecho que consolidó el mito guevarista y lo proyectó internacionalmente: el guerrero trashumante que hace de cualquier reino de la injusticia su patria y que resiente cualquier infamia como una afrenta en la que se encuentra personalmente involucrado. Desde su infancia observador atento de la lucha de la República española por su supervivencia, y luego testigo personal de las revoluciones boliviana y guatemalteca, su internacionalismo se había forjado tempranamente, y se manifestaría, primero, en sus dos viajes juveniles por la América profunda, y más tarde en su compromiso, sellado en la Ciudad de México, con la expedición de Fidel Castro y los demás exiliados cubanos del Moncada, para escribir el segundo capítulo de la lucha emancipadora de la mayor de las Antillas. Ahora, la fallida empresa boliviana sellaba con el sacrificio su destino de campeador y su inquebrantable pasión justiciera. Durante los 40 años transcurridos desde aquella gesta, América Latina ha recorrido vertiginosamente diversas etapas en busca de su autonomía y de derrota frente a los grandes poderes reales del mundo. Durante los 70, el ascenso de frentes populares en Chile y Uruguay, el poder popular revolucionario en Bolivia, los gobiernos militares nacionalistas en Perú, Panamá, Ecuador y la propia Bolivia, el triunfo de la revolución en Nicaragua y el avance de la guerra revolucionaria en Centroamérica dieron pábulo a la idea de una transformación política y social en diversos grados orientada hacia el campo popular. Los golpes militares en Brasil, Uruguay, Argentina, Bolivia y sobre todo en Chile, con sus secuelas de represión delirante y oscurantismo, aniquilaron el sueño de la liberación e implantaron una larga noche de terror que reforzó las de por sí agobiantes cadenas de las masas trabajadoras e inició la reestructuración económica y social conforme a las necesidades de la reproducción internacional del capital. En los 80, los trabajosos procesos de apertura y democratización, pero también la reversión de la revolución en Nicaragua y su derrota en El Salvador y Guatemala abrieron fatigosamente paso a una decepcionante democratización que, bajo la mirada siempre vigilante del imperialismo norteamericano, vino a cumplir la tarea de implantar la majestad del capital y del mercado por sobre las necesidades de los seres humanos. Los nuevos gobiernos, legitimados en las urnas, cumplieron puntualmente con imponer las medidas de reajuste que el capitalismo mundial demandaba: abatimiento de los salarios, reajuste de trabajadores, desincorporación y privatización de las empresas públicas, la liquidación brutal de lo poco que la región había construido de estado de bienestar. La izquierda, colocada a la defensiva, se replegó o tendió a adaptarse a las nuevas circunstancias. El pensamiento revolucionario del Che fue abandonado o se conservó como mero simbolismo de una época ya fenecida, pero sin conexión con la práctica política real. El desplome del Muro de Berlín y del socialismo soviético pareció anunciar el fin de la utopía. El balance del guevarismo a 40 años de distancia, no es sin embargo simple. La Revolución Cubana sigue en pie, resistiendo al embate imperialista, mas no sin exhibir signos de agotamiento y de la burocratización que Guevara temía e intentaba combatir. La revolución continental y el foquismo fracasaron como estrategia desde el momento mismo de la caída de su principal impulsor en Bolivia aquel octubre de 1967, aunque diversos grupos de la izquierda revolucionaria no supieron percibirlo a tiempo. Su saldo más negativo: la absurda, irracional idea de que desde un campamento en lo más intrincado de la selva es posible gestar la derrota del imperialismo y, sobre todo, el sacrificio de cientos, tal vez miles, de jóvenes que aportaron su energía, sus talentos y sus vidas en aras del ideal guevarista y cuyos cuerpos con frecuencia quedaron en las selvas y las montañas de Nuestra América. El martirologio no abonó al triunfo inmediato de la emancipación, pero al alimentar el imaginario colectivo de acaso más de una generación, dejó como uno de sus aportes fundamentales la congruencia entre el pensamiento y la acción y un espíritu de altruismo -aun al costo de la vida- que seguirá inspirando la búsqueda de senderos ciertos para la revolución. El nuevo escenario latinoamericano permite repensar el guevarismo desde otra perspectiva; no la de su táctica guerrera sino la del socialismo ético. Los nuevos procesos de liberación en Bolivia, Venezuela y Ecuador, y las luchas populares, proletarias, indígenas, etcétera, en otros países vuelven a poner sobre la mesa la acción autónoma de las masas, el verdadero mapa en el que se despliega el pensamiento guevarista. El socialismo humanista de Guevara es inseparable de la idea de un hombre nuevo, cuya conciencia no surge del interés económico sino de la acción social y que es, a su decir, «la solución de las contradicciones que produjeron su enajenación». Es en la acción de las masas -lo que, en realidad, el foco guerrillero buscaba desatar- donde el egoísmo inoculado en los seres humanos por la sociedad de clases puede ser superado. Poner al ser humano por delante y en el centro de la problemática social es lo que ha de llevar a destruir el actual orden de cosas y a sentar las bases para la nueva humanidad. El socialismo del siglo XXI, tras el fracaso de la planificación burocrática del siglo XX, que fincó en el poder central del Estado y no en las energías sociales la fórmula de superación del capitalismo, busca reformular la ecuación y poner en pie a los hombres y mujeres concretos como sujetos conscientes de su propia historia. Ninguna reformulación del socialismo en nuestro tiempo puede prescindir, por ello, de la dimensión ética y humanista que, con su palabra y sobre todo con su acción, ejemplo de congruencia, aportó el Che a los tiempos venideros. Es eso lo que lo hace imprescindible. A 40 años de su asesinato, a un tiempo Quijote y Cid Campeador, Guevara sigue en el campo de batalla librando combates en los que, si no ha ganado, tampoco ha sucumbido.
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Como en el poema de Neruda: Juan el campesino.
El Che...
"...vive. Regresó de la tierra. Ha nacido.
Ha nacido de nuevo como una planta eterna.
Toda la noche impura trató de sumergirlo
y hoy afirma en la aurora sus labios indomables.
Lo ataron, y es ahora decidido soldado.
Lo hirieron, y mantiene su salud de manzana.
Le cortaron las manos, y hoy golpea con ellas.
Lo enterraron, y viene cantando con nosotros."
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