Con el “Big Bang” atómico...ya en el patio de nuestra casa
Este artículo fue escrito algo así como 2 años atrás y cuando recién empezaba a conocerse que el régimen teocrático iraní se había abocado al enriquecimiento de uranio y a desarrollar tecnología nuclear
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por Mario Linovesky
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por Mario Linovesky
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Pero como desde entonces nada a cambiado y por el contrario el país de los ayatollás, pese a ser conminado por la Onu a desistir de su intento dobló la apuesta aumentando la cantidad de centrifugadoras para obtener el material fisionable que les permitirá fabricar bombas nucleares, pienso que vale la pena reeditarlo para evaluar la amenaza a la humanidad toda que este proceder representa.
Con el “Big Bang” atómico...ya en el patio de nuestra casa
Cuando el judío* Albert Einstein hace alrededor de 100 años estableció la fórmula de equivalencia entre masa y energía, con la cual enunciaba que de una mínima porción de materia se podían extraer gigantescas cantidades de potencia activa, cambió el destino de la humanidad. Científicos que posteriormente tomaron la posta, muchos de ellos también judíos como Einstein, desarrollaron esa idea, con la intención de conseguir un combustible de reemplazo a los que se estaban utilizando y cuya extinción en el futuro cercano no costaba nada presumir. Y fue aquella ecuación matemática (E=m.c2) la que llevaría a imaginar un ingenio que habría de conocerse como reactor nuclear (pero cuya puesta en marcha no fue inmediata, sino que ocurriría recién en 1954, una década después de la gran Guerra), el que convertiría pequeñas dosis de ciertos y determinados elementos químicos, en fuerza para realizar trabajos de manera económica y por demás eficaz. Se llamó a dicho proceso reacción nuclear controlada (lograda en sus inicios a pequeña escala y en laboratorio) y consistía, por medio de una intrincada técnica, en fisionar (romper) el núcleo de un isótopo de átomo pesado (en este caso el 235 de uranio) y de tal manera obtener dos elementos diferentes de valor intermedio, consiguiendo con esa acción liberar grandes cantidades de energía en forma de calor, del orden de los muchos miles de grados centígrados. Pero claro, cuando la posibilidad de aplicar tal técnica llegó a conocimiento de políticos y militares, éstos de inmediato le pensaron otro empleo: el de un arma demoledora que les serviría para dominar y matar. Es decir, dada la enormidad de su potencia, de un arma definitiva aunque bastante difícil de concretar en la práctica, por lo que durante muchos años seguiría siendo una mera especulación.
Pasado el tiempo, y estando ya en los años en que Hitler había desatado la Segunda Guerra Mundial, surgió entre los aliados el temor de que los alemanes consiguiesen hacerse de dicha arma, lo que llevó a los EEUU, con la anuencia del propio Einstein y otros pacifistas notorios, a acelerar la investigación para fabricarla en un plazo perentorio. Se le encargó la tarea a varios científicos de fuste, entre los que destacaron: Julius Robert Oppenheimer (director del proyecto), Enrico Fermi (genial físico italiano que debió huir de su patria por estar casado con una judía) y Leo Szilard (judío húngaro no menos capacitado que los dos anteriores en los vericuetos de la fisión nuclear), quienes para julio de 1945, luego de no pocos fracasos y frustraciones, acabaron el armado e hicieron explotar a modo de prueba el primero de tales artefactos, en Alamogordo, Nuevo México, EEUU. Y con ésto se le había ganado la pulseada a los alemanes, aunque hay en medio un episodio muy importante para mencionar al respecto y que involucra al judaísmo, cosa que haremos un poco más adelante.
Detonada la primera bomba, una de las tres que se habían fabricado y estando a punto de ser derrotada Alemania, los norteamericanos, pese al alto costo bélico que les llevaba la reconquista de todo lo ocupado por Japón, el último asociado del Eje que seguía hostilizando con eficacia al mundo, de cualquier modo tenían dominada la situación y era sólo cuestión de tiempo el imponerse en forma decisiva. Aún así, pensaron en que sería de utilidad estratégica mostrar a las demás naciones la tenencia y contundencia del monstruoso engendro y por dicho motivo y anteponiendo como pretexto el de ahorrar vidas de sus combatientes, el 6 de agosto de 1945, bajo la protesta airada de Einstein y Szilard y por resolución unilateral del gobierno de EEUU, el coronel Tibbets, a bordo del bombardero B-29 Enola Gay lanzó el artefacto nuclear sobre la ciudad de Hiroshima, causando la muerte de miles de sus habitantes y destrucción por doquier. Tres días después, siempre con la anuencia de su presidente Truman, nuevamente los EEUU volvieron a hacerlo sobre Nagasaki (con iguales consecuencias) y ésto llevó a la capitulación rápida y definitiva del Imperio Nipón.
A partir de allí comenzó una lenta pero inclaudicable carrera armamentística, donde en el aspecto nuclear la Potencia del Norte trató de mantener la exclusividad apelando a cualquier recurso y sin siquiera guardar las formas. Todos recordamos al respecto el caso del matrimonio Rossemberg (también judíos), acusado, encontrado culpable ¿¿¿??? y electrocutado, por el cargo, hoy se sabe que infundado, de pasar información sobre la construcción de la bomba a los soviéticos. Aún así, la Unión Soviética también consiguió fabricarla por cuenta propia en el futuro cercano y luego lo hicieron otros más, entre los que se contaban las potencias europeas asociadas al bando aliado.
Al presente, ya son demasiadas las naciones que forman parte del club nuclear, alguna diminuta en tamaño como lo es el caso de Israel. De cualquier modo y sin proponérselo, puesto que en principio la fisión nuclear fue pensada por sus creadores para un uso exclusivamente pacífico, los judíos debieron estar siempre, aun contra su voluntad y posibilidades económicas, mezclados ya sea en la idea, así como en la concreción y tenencia de estos terribles artefactos explosivos. Y debió ser también Israel, la patria judía por antonomasia, por su situación geográfica y el peligro que ella entraña para su seguridad nacional (estar rodeada de centenares de millones de enemigos) la que se arriesgó a la guerra y comprometió la vida de sus mejores aviadores, para impedir la proliferación de este armamento letal entre las dictaduras (algunas feroces), que pululan en su vecindario. Por caso, nadie habrá olvidado que fue el país judío, por una simple razón de sobrevivencia, el que destruyó por medio del bombardeo, en junio de 1981, el reactor nuclear iraquí de Osirak, para evitar que el dictador Sadam Hussein pudiese fabricar su bomba. Y aunque esta acción militar haya provocado furibundas críticas, las mismas no fueron más allá de ser meras declaraciones, promovidas más por el antisemitismo atávico e institucional imperante en Europa, que por la operación bélica en sí. Porque fue esa arriesgada resolución judía, la que salvó al mundo de que un demente que poco tiempo atrás no había vacilado en usar gases letales contra su vecino Irán y contra sus propios ciudadanos kurdos, contase con tan devastador artefacto.
Pero mucho antes que eso e ignorado por las grandes mayorías, también fueron judíos los que salvaron a la humanidad; o, mejor dicho, fue el odio fanático a los judíos el salvador de la misma. Ocurrió antes de la Segunda Guerra, pero cuando ya Hitler era canciller del Reich y Alemania estaba armándose desaforadamente. Por aquellos tiempos Albert Einstein se encontraba en EEUU y había manifestado públicamente sus temores ante el peligro (aún no había empezado la Shoá propiamente dicha, pero se sabía de persecuciones y asesinatos) que corrían los judíos bajo el gobierno nazi, declarando que no pensaba volver a su país de origen por el riesgo personal que eso le significaba. El título a toda página de un diario berlinés le dio entonces la razón. Decía: “Buenas Noticias para Alemania, el “judío” Einstein no vuelve”. Por supuesto que en tanto teórico puro, Albert Einstein no era importante para la fabricación de la bomba y por lo tanto aquello no dejaba de ser más que un simple titular periodístico que solamente trasuntaba el odio alemán a los judíos; titular que por supuesto no llegó a inquietar a los estrategas militares nazis, seguros de que sus científicos lograrían fabricar en poco tiempo más, el arma tan anhelada. Los sabios que trabajaban en Alemania y que podían desarrollar con éxito tal artefacto eran los físicos: Otto Hanh, Fritz Strassman y Lise Meitner. Y los tres eran fundamentales, cada cual en su campo, pero siendo la Meitner, además, la verdadera entendida en la fisión de los átomos pesados, cosa que ya había logrado en laboratorio secundada por su sobrino Otto Frisch. Pero Lise Meitner (quien se encontraba fuera de Alemania asistiendo a un congreso científico) para pesar de los alemanes era judía, por lo que, luego de leer el titular del diario y evaluar su funesto alcance, tampoco volvió al país teutón. Y, aunque los que presumen de sabihondos aseguran, tal como solía decir Charles De Gaulle, que “todo cementerio está lleno de imprescindibles”, dando a entender que cualquiera puede ser reemplazado, Lise Meitner, autora intelectual de la fisión de los átomos pesados, era por entonces la pieza indispensable en Alemania para construir la bomba atómica. De modo tal que la ceguera judeofóbica hitleriana, llevada al peor de los extremos, les impidió a los nazis contar con esa arma decisiva, con la cual, a no dudarlo, hubiesen llegado a dominar el planeta; y en el que, obvio es decirlo, no hubiese quedado uno solo de los judíos vivo, entre ellos centenares de los más grandes genios (solamente Premios Nóbel hubo 102 de origen judío desde 1945 a la fecha) que dio la humanidad y que promovían su constante avance.
Pues bien, ya son dos las veces, una por omisión (la ausencia de Meitner en la Alemania nazi) y la otra por acción (el bombardeo israelí sobre el reactor nuclear iraquí), en las que el “pueblo del libro” debe involucrarse para que dictaduras sanguinarias se vean impedidas de contar con armamentos excepcionales. Y es también hoy, en el presente, en que los judíos se ven nuevamente enfrentados a un desafío semejante, quizá este último el más riesgoso de los tres, pero imprescindible de llevar a cabo: destruir la posibilidad de que el régimen teocrático de los ayatollás en el Irán fundamentalista, pueda fabricar su bomba atómica. Cosa que sin duda hará, si es necesario, en caso que Irán no renuncie a sus intenciones.
Pero antes aún de que ésto ocurra, cuando todavía se está en el terreno de la mera suposición de una acción punitiva, ya se empiezan a escuchar las voces de condena. Y son las de aquellos que presumen de progresistas, añorantes frustrados de una Unión Soviética que por propia ineficiencia se disgregó dejando en su desbande un reguero de pequeñas repúblicas que recién empezamos a conocer, completamente devastadas económicamente pero en poder de ojivas nucleares y combustibles fisionables, cuando no capacitadas teórica y técnicamente en la fabricación de las bombas atómicas. Pequeñas naciones arruinadas y dejadas a la deriva, que por su desesperación por subsistir no sentirán cargo de conciencia alguno en vender esas armas o si no la tecnología para fabricarlas, a todo aquel que les pague un buen precio y sin preguntarle siquiera contra quien o quienes las piensan utilizar. Con la posibilidad, nunca descartada siendo los compradores organizaciones creadas únicamente para sembrar el terror, de ser ellos mismos las víctimas de sus ataques.
Volviendo a lo anterior, es decir a la necesidad de Israel (o sea de los judíos) de impedir que Irán se arme con artefactos altamente destructivos, conviene repasar quienes sí tienen esos ingenios. Confirmados o semi son ellos: EEUU, algunos de los países residuales de la antigua Unión Soviética (Rusia, Ucrania y unos cuantos más de sus antiguos satélites), Inglaterra, China, Francia, Sudáfrica, Israel, Pakistán, India y Corea del Norte. Todos, salvo el caso de Corea del Norte que amenaza y está aparentemente decidida a emplearlas en la práctica, las tienen en su arsenal como “elemento disuasivo” y es de esperar que nunca se les ocurra utilizarlas realmente, porque sería el final de todo. Dicen quienes saben que el enfrentamiento de estas potencias nucleares, en caso de darse, de ningún modo podrá salirse de los límites de la guerra convencional, porque, el riesgo que significa una ida y vuelta de misiles con tal poder devastador, naturalmente lleva a que ninguna nación del globo, salvo las fundamentalistas del Islam con sus clérigos a la cabeza (que promocionan la muerte –de otros por supuesto- considerándola un tributo a su Dios), adopte semejante política suicida. Porque la tenencia de arsenal atómico por dos países que se enfrentan, como lo definiera Erik Chaisson, un prestigioso profesor de física de Harvard, implica lo que él llama, en caso que los dos lo usen: la “Destrucción Mutuamente Asegurada”, cuya sigla en inglés es: MAD, y que significa: LOCO. Por lo cual y vistos su comportamiento e ideología, permitir que una teocracia como la iraní tenga acceso a semejante arma, es simplemente una locura. Porque nadie debe olvidar que fue ese régimen el que sentenció a muerte a un escritor (y de paso amenazó al Occidente que le dio refugio), por el solo hecho de publicar un libro que satirizaba al Corán (Salman Rushdie: “Los versículos satánicos”); un régimen que no tiene empacho en sostener financieramente a cuanta organización terrorista exista en el mundo y promover sus andadas; el mismo régimen que no se hizo problemas en cruzar el Atlántico, para efectuar un atentado terrorista donde murieron muchos ciudadanos argentinos, fueran del credo que fueran, explotando la sede de la Amia en Buenos Aires.
Visto todo lo anterior y a los efectos de demostrar que de la historia y de los hechos se aprende, es un deber moral de Occidente y también del Oriente no fanatizado impedir que una tiranía como la chiíta iraní se arme al extremo de volverse enteramente ofensiva contra el mundo todo. Porque la moral bien entendida, que es un legado (entre muchísimos otros en cualquier campo) del judaísmo, nos indica que lo primero y fundamental es preservar la vida y tranquilidad de uno mismo y de su progenie, antes de que la amenaza se transforme en realidad. Vidas y modos de vivir (los democráticos en primer término) que hoy se ven comprometidos por la expansión del Islam integrista, y a las que quienes deberían ser sus custodios permiten desarrollarse, mirando para otro lado. Caso contrario y de no haber la necesaria reacción sucederán muchos más Amia, Torres Gemelas y Atocha, pero esta vez las consecuencias serán extremadamente funestas, contándose los muertos por centenares de millones. Ésto, si es que queda alguien vivo para contarlos.
P.D.: Aquellos que consideren excesivamente pesimista este artículo, harán bien de realizar un ejercicio de memoria, recordando los inicios de Adolf Hitler, época en la que fue visto como un dictadorzuelo payasesco e inofensivo y el optimismo infundado que despertó el regreso de Neville Chamberlain a Inglaterra, creído él y creídos los ingleses de que había convencido al ahora tirano alemán de no atacarlos. Si bien la historia nunca se repite, contrariamente a lo que algunos se empeñan en asegurar, ésta de hoy (el fundamentalismo islámico en franca expansión) y aquella de los años 30, tienen muchos rasgos en común, que conviene no pasar por alto.
* Este aspecto confesional del sabio es importante resaltarlo por cuanto era miembro de una familia hebrea sumamente humilde, lo que contradecía y sigue haciéndolo la “creencia impuesta” de que “todos” los judíos son ricos y parásitos y que sólo especulando, sin realizar ningún tipo de aporte positivo, con su dinero manejan al mundo.
Con el “Big Bang” atómico...ya en el patio de nuestra casa
Cuando el judío* Albert Einstein hace alrededor de 100 años estableció la fórmula de equivalencia entre masa y energía, con la cual enunciaba que de una mínima porción de materia se podían extraer gigantescas cantidades de potencia activa, cambió el destino de la humanidad. Científicos que posteriormente tomaron la posta, muchos de ellos también judíos como Einstein, desarrollaron esa idea, con la intención de conseguir un combustible de reemplazo a los que se estaban utilizando y cuya extinción en el futuro cercano no costaba nada presumir. Y fue aquella ecuación matemática (E=m.c2) la que llevaría a imaginar un ingenio que habría de conocerse como reactor nuclear (pero cuya puesta en marcha no fue inmediata, sino que ocurriría recién en 1954, una década después de la gran Guerra), el que convertiría pequeñas dosis de ciertos y determinados elementos químicos, en fuerza para realizar trabajos de manera económica y por demás eficaz. Se llamó a dicho proceso reacción nuclear controlada (lograda en sus inicios a pequeña escala y en laboratorio) y consistía, por medio de una intrincada técnica, en fisionar (romper) el núcleo de un isótopo de átomo pesado (en este caso el 235 de uranio) y de tal manera obtener dos elementos diferentes de valor intermedio, consiguiendo con esa acción liberar grandes cantidades de energía en forma de calor, del orden de los muchos miles de grados centígrados. Pero claro, cuando la posibilidad de aplicar tal técnica llegó a conocimiento de políticos y militares, éstos de inmediato le pensaron otro empleo: el de un arma demoledora que les serviría para dominar y matar. Es decir, dada la enormidad de su potencia, de un arma definitiva aunque bastante difícil de concretar en la práctica, por lo que durante muchos años seguiría siendo una mera especulación.
Pasado el tiempo, y estando ya en los años en que Hitler había desatado la Segunda Guerra Mundial, surgió entre los aliados el temor de que los alemanes consiguiesen hacerse de dicha arma, lo que llevó a los EEUU, con la anuencia del propio Einstein y otros pacifistas notorios, a acelerar la investigación para fabricarla en un plazo perentorio. Se le encargó la tarea a varios científicos de fuste, entre los que destacaron: Julius Robert Oppenheimer (director del proyecto), Enrico Fermi (genial físico italiano que debió huir de su patria por estar casado con una judía) y Leo Szilard (judío húngaro no menos capacitado que los dos anteriores en los vericuetos de la fisión nuclear), quienes para julio de 1945, luego de no pocos fracasos y frustraciones, acabaron el armado e hicieron explotar a modo de prueba el primero de tales artefactos, en Alamogordo, Nuevo México, EEUU. Y con ésto se le había ganado la pulseada a los alemanes, aunque hay en medio un episodio muy importante para mencionar al respecto y que involucra al judaísmo, cosa que haremos un poco más adelante.
Detonada la primera bomba, una de las tres que se habían fabricado y estando a punto de ser derrotada Alemania, los norteamericanos, pese al alto costo bélico que les llevaba la reconquista de todo lo ocupado por Japón, el último asociado del Eje que seguía hostilizando con eficacia al mundo, de cualquier modo tenían dominada la situación y era sólo cuestión de tiempo el imponerse en forma decisiva. Aún así, pensaron en que sería de utilidad estratégica mostrar a las demás naciones la tenencia y contundencia del monstruoso engendro y por dicho motivo y anteponiendo como pretexto el de ahorrar vidas de sus combatientes, el 6 de agosto de 1945, bajo la protesta airada de Einstein y Szilard y por resolución unilateral del gobierno de EEUU, el coronel Tibbets, a bordo del bombardero B-29 Enola Gay lanzó el artefacto nuclear sobre la ciudad de Hiroshima, causando la muerte de miles de sus habitantes y destrucción por doquier. Tres días después, siempre con la anuencia de su presidente Truman, nuevamente los EEUU volvieron a hacerlo sobre Nagasaki (con iguales consecuencias) y ésto llevó a la capitulación rápida y definitiva del Imperio Nipón.
A partir de allí comenzó una lenta pero inclaudicable carrera armamentística, donde en el aspecto nuclear la Potencia del Norte trató de mantener la exclusividad apelando a cualquier recurso y sin siquiera guardar las formas. Todos recordamos al respecto el caso del matrimonio Rossemberg (también judíos), acusado, encontrado culpable ¿¿¿??? y electrocutado, por el cargo, hoy se sabe que infundado, de pasar información sobre la construcción de la bomba a los soviéticos. Aún así, la Unión Soviética también consiguió fabricarla por cuenta propia en el futuro cercano y luego lo hicieron otros más, entre los que se contaban las potencias europeas asociadas al bando aliado.
Al presente, ya son demasiadas las naciones que forman parte del club nuclear, alguna diminuta en tamaño como lo es el caso de Israel. De cualquier modo y sin proponérselo, puesto que en principio la fisión nuclear fue pensada por sus creadores para un uso exclusivamente pacífico, los judíos debieron estar siempre, aun contra su voluntad y posibilidades económicas, mezclados ya sea en la idea, así como en la concreción y tenencia de estos terribles artefactos explosivos. Y debió ser también Israel, la patria judía por antonomasia, por su situación geográfica y el peligro que ella entraña para su seguridad nacional (estar rodeada de centenares de millones de enemigos) la que se arriesgó a la guerra y comprometió la vida de sus mejores aviadores, para impedir la proliferación de este armamento letal entre las dictaduras (algunas feroces), que pululan en su vecindario. Por caso, nadie habrá olvidado que fue el país judío, por una simple razón de sobrevivencia, el que destruyó por medio del bombardeo, en junio de 1981, el reactor nuclear iraquí de Osirak, para evitar que el dictador Sadam Hussein pudiese fabricar su bomba. Y aunque esta acción militar haya provocado furibundas críticas, las mismas no fueron más allá de ser meras declaraciones, promovidas más por el antisemitismo atávico e institucional imperante en Europa, que por la operación bélica en sí. Porque fue esa arriesgada resolución judía, la que salvó al mundo de que un demente que poco tiempo atrás no había vacilado en usar gases letales contra su vecino Irán y contra sus propios ciudadanos kurdos, contase con tan devastador artefacto.
Pero mucho antes que eso e ignorado por las grandes mayorías, también fueron judíos los que salvaron a la humanidad; o, mejor dicho, fue el odio fanático a los judíos el salvador de la misma. Ocurrió antes de la Segunda Guerra, pero cuando ya Hitler era canciller del Reich y Alemania estaba armándose desaforadamente. Por aquellos tiempos Albert Einstein se encontraba en EEUU y había manifestado públicamente sus temores ante el peligro (aún no había empezado la Shoá propiamente dicha, pero se sabía de persecuciones y asesinatos) que corrían los judíos bajo el gobierno nazi, declarando que no pensaba volver a su país de origen por el riesgo personal que eso le significaba. El título a toda página de un diario berlinés le dio entonces la razón. Decía: “Buenas Noticias para Alemania, el “judío” Einstein no vuelve”. Por supuesto que en tanto teórico puro, Albert Einstein no era importante para la fabricación de la bomba y por lo tanto aquello no dejaba de ser más que un simple titular periodístico que solamente trasuntaba el odio alemán a los judíos; titular que por supuesto no llegó a inquietar a los estrategas militares nazis, seguros de que sus científicos lograrían fabricar en poco tiempo más, el arma tan anhelada. Los sabios que trabajaban en Alemania y que podían desarrollar con éxito tal artefacto eran los físicos: Otto Hanh, Fritz Strassman y Lise Meitner. Y los tres eran fundamentales, cada cual en su campo, pero siendo la Meitner, además, la verdadera entendida en la fisión de los átomos pesados, cosa que ya había logrado en laboratorio secundada por su sobrino Otto Frisch. Pero Lise Meitner (quien se encontraba fuera de Alemania asistiendo a un congreso científico) para pesar de los alemanes era judía, por lo que, luego de leer el titular del diario y evaluar su funesto alcance, tampoco volvió al país teutón. Y, aunque los que presumen de sabihondos aseguran, tal como solía decir Charles De Gaulle, que “todo cementerio está lleno de imprescindibles”, dando a entender que cualquiera puede ser reemplazado, Lise Meitner, autora intelectual de la fisión de los átomos pesados, era por entonces la pieza indispensable en Alemania para construir la bomba atómica. De modo tal que la ceguera judeofóbica hitleriana, llevada al peor de los extremos, les impidió a los nazis contar con esa arma decisiva, con la cual, a no dudarlo, hubiesen llegado a dominar el planeta; y en el que, obvio es decirlo, no hubiese quedado uno solo de los judíos vivo, entre ellos centenares de los más grandes genios (solamente Premios Nóbel hubo 102 de origen judío desde 1945 a la fecha) que dio la humanidad y que promovían su constante avance.
Pues bien, ya son dos las veces, una por omisión (la ausencia de Meitner en la Alemania nazi) y la otra por acción (el bombardeo israelí sobre el reactor nuclear iraquí), en las que el “pueblo del libro” debe involucrarse para que dictaduras sanguinarias se vean impedidas de contar con armamentos excepcionales. Y es también hoy, en el presente, en que los judíos se ven nuevamente enfrentados a un desafío semejante, quizá este último el más riesgoso de los tres, pero imprescindible de llevar a cabo: destruir la posibilidad de que el régimen teocrático de los ayatollás en el Irán fundamentalista, pueda fabricar su bomba atómica. Cosa que sin duda hará, si es necesario, en caso que Irán no renuncie a sus intenciones.
Pero antes aún de que ésto ocurra, cuando todavía se está en el terreno de la mera suposición de una acción punitiva, ya se empiezan a escuchar las voces de condena. Y son las de aquellos que presumen de progresistas, añorantes frustrados de una Unión Soviética que por propia ineficiencia se disgregó dejando en su desbande un reguero de pequeñas repúblicas que recién empezamos a conocer, completamente devastadas económicamente pero en poder de ojivas nucleares y combustibles fisionables, cuando no capacitadas teórica y técnicamente en la fabricación de las bombas atómicas. Pequeñas naciones arruinadas y dejadas a la deriva, que por su desesperación por subsistir no sentirán cargo de conciencia alguno en vender esas armas o si no la tecnología para fabricarlas, a todo aquel que les pague un buen precio y sin preguntarle siquiera contra quien o quienes las piensan utilizar. Con la posibilidad, nunca descartada siendo los compradores organizaciones creadas únicamente para sembrar el terror, de ser ellos mismos las víctimas de sus ataques.
Volviendo a lo anterior, es decir a la necesidad de Israel (o sea de los judíos) de impedir que Irán se arme con artefactos altamente destructivos, conviene repasar quienes sí tienen esos ingenios. Confirmados o semi son ellos: EEUU, algunos de los países residuales de la antigua Unión Soviética (Rusia, Ucrania y unos cuantos más de sus antiguos satélites), Inglaterra, China, Francia, Sudáfrica, Israel, Pakistán, India y Corea del Norte. Todos, salvo el caso de Corea del Norte que amenaza y está aparentemente decidida a emplearlas en la práctica, las tienen en su arsenal como “elemento disuasivo” y es de esperar que nunca se les ocurra utilizarlas realmente, porque sería el final de todo. Dicen quienes saben que el enfrentamiento de estas potencias nucleares, en caso de darse, de ningún modo podrá salirse de los límites de la guerra convencional, porque, el riesgo que significa una ida y vuelta de misiles con tal poder devastador, naturalmente lleva a que ninguna nación del globo, salvo las fundamentalistas del Islam con sus clérigos a la cabeza (que promocionan la muerte –de otros por supuesto- considerándola un tributo a su Dios), adopte semejante política suicida. Porque la tenencia de arsenal atómico por dos países que se enfrentan, como lo definiera Erik Chaisson, un prestigioso profesor de física de Harvard, implica lo que él llama, en caso que los dos lo usen: la “Destrucción Mutuamente Asegurada”, cuya sigla en inglés es: MAD, y que significa: LOCO. Por lo cual y vistos su comportamiento e ideología, permitir que una teocracia como la iraní tenga acceso a semejante arma, es simplemente una locura. Porque nadie debe olvidar que fue ese régimen el que sentenció a muerte a un escritor (y de paso amenazó al Occidente que le dio refugio), por el solo hecho de publicar un libro que satirizaba al Corán (Salman Rushdie: “Los versículos satánicos”); un régimen que no tiene empacho en sostener financieramente a cuanta organización terrorista exista en el mundo y promover sus andadas; el mismo régimen que no se hizo problemas en cruzar el Atlántico, para efectuar un atentado terrorista donde murieron muchos ciudadanos argentinos, fueran del credo que fueran, explotando la sede de la Amia en Buenos Aires.
Visto todo lo anterior y a los efectos de demostrar que de la historia y de los hechos se aprende, es un deber moral de Occidente y también del Oriente no fanatizado impedir que una tiranía como la chiíta iraní se arme al extremo de volverse enteramente ofensiva contra el mundo todo. Porque la moral bien entendida, que es un legado (entre muchísimos otros en cualquier campo) del judaísmo, nos indica que lo primero y fundamental es preservar la vida y tranquilidad de uno mismo y de su progenie, antes de que la amenaza se transforme en realidad. Vidas y modos de vivir (los democráticos en primer término) que hoy se ven comprometidos por la expansión del Islam integrista, y a las que quienes deberían ser sus custodios permiten desarrollarse, mirando para otro lado. Caso contrario y de no haber la necesaria reacción sucederán muchos más Amia, Torres Gemelas y Atocha, pero esta vez las consecuencias serán extremadamente funestas, contándose los muertos por centenares de millones. Ésto, si es que queda alguien vivo para contarlos.
P.D.: Aquellos que consideren excesivamente pesimista este artículo, harán bien de realizar un ejercicio de memoria, recordando los inicios de Adolf Hitler, época en la que fue visto como un dictadorzuelo payasesco e inofensivo y el optimismo infundado que despertó el regreso de Neville Chamberlain a Inglaterra, creído él y creídos los ingleses de que había convencido al ahora tirano alemán de no atacarlos. Si bien la historia nunca se repite, contrariamente a lo que algunos se empeñan en asegurar, ésta de hoy (el fundamentalismo islámico en franca expansión) y aquella de los años 30, tienen muchos rasgos en común, que conviene no pasar por alto.
* Este aspecto confesional del sabio es importante resaltarlo por cuanto era miembro de una familia hebrea sumamente humilde, lo que contradecía y sigue haciéndolo la “creencia impuesta” de que “todos” los judíos son ricos y parásitos y que sólo especulando, sin realizar ningún tipo de aporte positivo, con su dinero manejan al mundo.
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