De judíos y de sionistas
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Imaginen ustedes que alguien criticara la orientación política del Ayuntamiento de Gernika y que su alcalde respondiera acusando al crítico de estar defendiendo el célebre bombardeo que exterminó a buena parte de la población de la noble y leal villa vizcaína. «¡Qué tendrá que ver una cosa con otra!», respondería todo el mundo a coro. Pues bien, eso es exactamente lo que hacen las autoridades israelíes con cuantos nos oponemos a su política: acusarnos de justificar el Holocausto.
El Estado de Israel tiene de común con las víctimas del genocidio nazi que sus habitantes son judíos, como lo eran aquellas. Eso es todo. Los judíos llevados a los campos de exterminio del III Reich no defendían ninguna orientación política concreta. Muchos de ellos ni siquiera eran sionistas.
Retengo el dato de que el Estado de Israel es uno de los pocos que se niega a fijar oficialmente sus fronteras. Los gobernantes de Tel Aviv hablan del derecho que les asiste a contar con fronteras seguras, pero la seguridad que reclaman se refiere a la actitud de sus vecinos hacia ellos, no a la de ellos para con sus vecinos. De hecho, desde su surgimiento como Estado, Israel no ha parado de expandirse territorialmente. Resulta inevitable recordar el caso histórico de otro Estado que también se negó a establecer de manera oficial unas fronteras netas, por razones que no tardó en dejar claras con la ocupación de los Sudetes.
Ha habido ocasiones en las que, tras haberme tocado oír peroratas contra «los judíos», en general, he tomado la palabra para decir: «Yo también soy judío». La verdad es que nunca me he ocupado de investigar mi árbol genealógico. Me daría igual tener ascendencia judía. Seguiría dándome horror la actuación del Estado de Israel.
Imaginen ustedes que alguien criticara la orientación política del Ayuntamiento de Gernika y que su alcalde respondiera acusando al crítico de estar defendiendo el célebre bombardeo que exterminó a buena parte de la población de la noble y leal villa vizcaína. «¡Qué tendrá que ver una cosa con otra!», respondería todo el mundo a coro. Pues bien, eso es exactamente lo que hacen las autoridades israelíes con cuantos nos oponemos a su política: acusarnos de justificar el Holocausto.
El Estado de Israel tiene de común con las víctimas del genocidio nazi que sus habitantes son judíos, como lo eran aquellas. Eso es todo. Los judíos llevados a los campos de exterminio del III Reich no defendían ninguna orientación política concreta. Muchos de ellos ni siquiera eran sionistas.
Retengo el dato de que el Estado de Israel es uno de los pocos que se niega a fijar oficialmente sus fronteras. Los gobernantes de Tel Aviv hablan del derecho que les asiste a contar con fronteras seguras, pero la seguridad que reclaman se refiere a la actitud de sus vecinos hacia ellos, no a la de ellos para con sus vecinos. De hecho, desde su surgimiento como Estado, Israel no ha parado de expandirse territorialmente. Resulta inevitable recordar el caso histórico de otro Estado que también se negó a establecer de manera oficial unas fronteras netas, por razones que no tardó en dejar claras con la ocupación de los Sudetes.
Ha habido ocasiones en las que, tras haberme tocado oír peroratas contra «los judíos», en general, he tomado la palabra para decir: «Yo también soy judío». La verdad es que nunca me he ocupado de investigar mi árbol genealógico. Me daría igual tener ascendencia judía. Seguiría dándome horror la actuación del Estado de Israel.
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