Otra vez el salvaje oeste
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Por: Michel Balivo
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El pesimismo se está adueñando del universo cultural del capitalismo, sus ilusiones de dominación imperial del mundo se van disolviendo en el océano de la crisis. El último encuentro de Davos, en otros tiempos reunión estelar de la cumbre de la globalización neoliberal, estuvo dominado por las constataciones de impotencia ante una crisis avasalladora. Empresarios transnacionales y dirigentes de las grandes potencias, lloraron sobre los restos de un mundo que llegaron a creer eterno.
Las frases arriba transcriptas son entresacadas del excelente artículo del amigo Jorge Beinstein, “Acople depresivo global (radicalización de la crisis)”; quien espero no se moleste por mi atrevimiento. Pero me parecen muy apropiadas para ilustrar el momento de crisis global que nos toca vivir.
Decimos que esta crisis es global porque lo mismo podemos observarla en todas que en cualquiera parte. Y en ese sentido desborda sus orígenes localizados, históricos, cuando por acumulación hasta umbrales de tolerancia, se aceleran y desencadenan variables que entran en la indeterminación, que se vuelven imprevisibles e incontrolables para los hábitos económicos y creencias culturales del tropismo que las generó.
En ese sentido, ya dejamos de hablar solamente de factores objetivos para comenzar a tomar en cuenta los subjetivos o sicológicos, como un componente estructural e ineludible de los acontecimientos. Porque si hablamos de umbrales de tolerancia, no nos referimos a entelequias abstractas como las supuestas leyes del mercado, sino a seres vivientes, a organismos afectados que tienen registro ingenuo de ello, que pueden o no hacer conciente, reconocer las causas de aquello que afecta sus organismos y formas de vida.
Y hablando de leyes del mercado quiero preguntar a quien se sirva desasnarme, ¿qué hacen, cómo reaccionan las leyes del mercado cuando por especulación con los alimentos, cientos de millones comienzan a sufrir dolores de barriga, a enfermar y morir? Por cierto, Venezuela es un lugar ideal para comprobar lo que son y como operan esas leyes del mercado.
Porque aquí no se trata solo de un tropismo histórico de mecánica acumulación, que desencadena variables imprevisibles e incontrolables por tanto para el conocimiento disponible. Sino que además tenemos un gobierno sensible, que desea e intenta convertir al ser humano en centro de la organización social y sus objetivos.
Motivo por el cual considera las necesidades y derechos humanos como prioridad, y así se asentó en la nueva constitución redactada por la Asamblea Constituyente y aprobada por referendo o plesbicito popular. Para lograr ese objetivo y tras el desabastecimiento intencional de alimentos y servicios, del boicot petrolero hace unos años, reguló los precios de los alimentos de primera necesidad en la dieta del venezolano.
Además de la sensata decisión de impulsar todo un sistema de medidas para la reforma y desarrollo agrario camino de la soberanía alimenticia. Pero resulta que en el caso particular del arroz, uno entre tantos, las “leyes del mercado” redujeron la capacidad de producción de las empresas privadas a la mitad, desabastecieron para presionar el consumo.
De esa mitad solo un 10% es arroz regulado, el 90% restante es saborizado, parbolizado, etc. Que por supuesto con una inversión irrisoria, se vende a dos y tres veces el precio regulado. Y como no hay otra cosa, a los que pueden no les queda sino consumirlo. Ahora hay que esperar para comprobar como operan las leyes del mercado, protegiendo el máximo de ganancia con la menor inversión sin matar de hambre a aquellos que la producen y consumen.
Seguramente a cierto punto cambiarán la conciencia de los productores privados instantáneamente y los sensibilizarán al hambre de la mayoría. A partir de entonces se convertirán en los Robin Hood modernos. Aunque también es posible que esas omnipotentes leyes produzcan comida sintética de igual valor alimenticio.
Hasta son capaces de revolucionar el organismo humano para que se alimente de aire, dejando atrás esta desagradable tarea de trabajar y sudar para sobrevivir. Aunque claro, con ello también quedarían atrás las urgencias y compulsiones fisiológicas y todos los negocios de compra venta que en ellas se apoyaban, y tendríamos que inventarnos nuevas formas para ocupar el tiempo disponible.
Es un interesante juego mental el imaginarse todo ese enorme espacio, energía y tiempo que liberaríamos y quedaría disponible, y reconocer todo lo que esa representación mental va movilizando en nuestras conciencias y cuerpos. Sería quizás casi tan poderoso y sorprendente como la liberación de la energía del átomo y las reacciones en cadena que provocó.
Afortunadamente en Venezuela no tenemos necesidad de esperar por todos esos milagros de las leyes reguladoras del libre mercado, porque solo en una semana las instituciones correspondientes intervinieron una sucursal del banco de inversiones Stanford y dos de las mayores procesadoras de arroz.
Se publicaron en gaceta los porcentajes de una lista de productos de primera necesidad que es obligatorio producir a precios regulados, en el caso del arroz 80%, y el 20% restante puede ser destinado a los productos que deseen presentar. De no cumplir con esos requisitos ya están preparados los decretos para expropiarlas.
Las presentes circunstancias no dejan mucho lugar a discusiones sobre ideologías abstractas que disfrazan intereses concretos. Porque la disyuntiva es clara, si en este punto de concentración de capitales y explotación de los trabajadores, se sigue afirmando la libertad de los propietarios de la producción de alimentos de hacer lo que quieran, cobrar lo que deseen y exportarlo a donde más les convenga, entonces el Estado ya no tiene ninguna utilidad y el gran negocio pasará a ser el de los administradores de cementerios y enterradores.
Cuando esta amenaza se cierne ya sobre grandes números de la población y su sombra se extiende a nivel planetario, es indudable que estamos ante el desmoronamiento de la organización socioeconómica imperante. Supongo que nadie será tan ingenuo como para pensar que todo seguirá igual como si nada pasara.
Ingenuo es creer que un tropismo histórico de acumulación de hábitos y creencias, cambiará sensible, conciente y voluntariamente su dirección cuando las circunstancias de vida así lo requieran. Si eso fuese posible, no serían necesarias las leyes e instituciones del Estado para supervisar las actividades económicas y sociales de las personas y empresas.
Si eso tuviese algún asiento en las actividades humanas, no hubiésemos llegado a las presentes circunstancias de desmoronamiento de todo un modelo mental y operativo, ni harían falta crecientes instituciones que vigilen y supervisen a los que vigilan y supervisan a otros. Tampoco seguiríamos contaminando la tierra cuando hace tiempo que sabemos que es imprescindible el respeto por el medio ambiente para que la vida continúe. Y por supuesto no habría cárceles, represión, torturas ni guerras disfrazadas o explícitas.
Por eso en el caso de Venezuela y las arroceras, se hace necesaria la intervención de las empresas que no respetan la producción de alimentos regulados vitales a la dieta del pueblo venezolano. Se hace necesario superponer la necesidad de la mayoría a los intereses personales que atentan contra y ponen en peligro la existencia.
Y de ser necesario, de no respetarse aún así lo estipulado constitucional y legalmente, el próximo paso será la expropiación convirtiéndola en empresa de producción social. Porque sin el respeto mínimo de los acuerdos convenidos no puede haber ni sostenerse organización social alguna. Menos aún cuando se llega a los extremos groseros de atentar contra las necesidades vitales de la mayoría.
A esa insensibilidad, ignorancia, ausencia de conciencia del entorno existencial, orgánico, no se me ocurre más que llamarle un tropismo o inercia ingenua de acumulación de hábitos y creencias. Podríamos también llamarle simplemente estupidez, pero de ese modo obviaríamos el estado de conciencia general que propicia estas circunstancias límites y la toma de conciencia necesaria para el cambio.
Que es el único modo de que en adelante brote de cada conciencia la decisión de responder con fidelidad, con sinceridad y sencillez a lo que su intimidad le dicta a cada paso y como dirección general o forma de vida. De otro modo tendremos que crear una policía social que le imponga por los medios necesarios las decisiones de la mayoría, a aquellas minorías incapaces de reconocer las exigencias de la vida.
Y por tanto un número creciente de nosotros, tendrá que dedicarse a las actividades de vigilancia y represión que tanto hemos odiado cuando nos ha tocado a nosotros ser sus víctimas. Quitándole además toda esa energía a la creatividad y constructividad necesaria a mejores niveles y/o calidades de vida.
Cuando así hayamos convertido a la vida en desconfianza, vigilancia y represión, ¿dónde quedarán nuestra expectativas y anhelos profundos de felicidad y libertad? Y sin ganar en alegría y libertad, ¿qué sentido puede tener hacer una revolución o cualquier otra actividad personal o social? ¿Reduciremos la vida a comer y evacuar agachaditos, mientras nos vigilamos unos a otros temerosa y preventivamente?
Devolver el poder al pueblo ha de significar necesariamente, quitárselo a las maquinarias burocráticas y corruptas de las instituciones, públicas y/o privadas. Ha de significar liberarnos y aliviarnos de ese peso creciente que significa desconfiar y vigilarnos unos de y a otros, sin importar si unos nos llamamos pueblos y otros autoridades públicas o privadas.
Y para que ese alivio del peso históricamente acumulado sea posible, hemos de reconocer que mientras solo operen en nosotros tropismos acumulativos de intereses, es decir hábitos y creencias sin la menor conciencia ni interés en las consecuencias que esas direcciones de acción acarrean a nuestro entorno lejano, mediato e inmediato, no llegaremos a ninguna otra circunstancia diferente a estas en la que hoy estamos.
Porque fue designando o aceptando la intervención de terceros para dirimir nuestros conflictos de intereses, que se comenzó a esbozar una figura de sabios jueces, tribunales, leyes e instituciones, que terminó convirtiéndose en la anquilosada y pesada estructura del estado burocrático, sin por ello cambiar en nada el tropismo creciente de intereses que la impulsa.
Si a alguien le resulta interesante como estadística, les cuento que he leído que en 2006 el país con menor número de presos por población general es Burkina Faso, con 23 por cada 100.000 habitantes. El que más, con abrumadora diferencia, Estados Unidos, con 738. En términos absolutos, el país con menos población reclusa es Islandia, con 119 personas en sus cárceles y el que más, Estados Unidos otra vez, con más de dos millones.
Parece entonces que cuanto mejor funcionan nuestras democracias liberales y representativas, más se llenan de presos las cárceles. Cárceles que por supuesto se entregan a organizaciones y empresas privadas que las convierten en lo que mejor saben hacer: florecientes negocios.
No queda claro si todos esos presos son personas incapaces de reconocer las bondades de tal sistema perfecto, o si se sienten insatisfechos con la función que les ha tocado cumplir en tal reparto. En todo caso las empresas privadas parece que están llegando a acuerdos con policías y jueces, para que aumente la cantidad de reclusos y con ello el negocio por supuesto.
Con o sin pistola y/o pistoleros, parece que volvemos entonces al salvaje y lejano oeste, aunque los paisajes y vestimentas no correspondan con la época. Pero a cambio tenemos los paraísos fiscales donde los especuladores operan protegidos por la ley y la población pasa a quedar totalmente desprotegida de los engañadores con sus flautas y serpientes.
Si no tuviésemos cuerpitos con necesidades que exigen energía íntima o esfuerzo para satisfacerlas, y ocasionan de no hacerlo algo tan molesto como el dolor, la enfermedad y la nauseabunda y desagradable descomposición de la muerte, es probable que este tan entretenido juego de los lucrativos negocios, que por tendencia mecánica se concentran crecientemente en cada vez menos manos, pudiese continuar divirtiéndonos con su pan y circo ad eternum.
Pero lamentablemente las leyes de vida se obstinan en recordarnos con incipientes dolores de alma y barriga, que somos organismos existentes en un gran y estructural organismo delicadamente regulado, en el que inevitablemente la afección de alguna de su partes o funciones, termina por acumulación y aceleración afectando al todo. ¿Globalización no?
Y para colmo estas estúpidas e insensibles leyes no hacen diferencias entre los buenos y los malos, a los ricos y a los pobres les duelen por igual sus barriguitas, se les mueren sus afectos, les suceden accidentes inesperados por mucho que traten de protegerse de ellos. No, estas leyes no parecen entender que no sabíamos lo que hacíamos y que la culpa siempre la tienen los demás.
Por eso terminamos estrellándonos contra una realidad estructural, que trasciende nuestras concepciones abstractas y sueños compensatorios, para caer duramente a tierra experimentando el dolor de despertar, en la medida de lo alto que volara nuestra afiebrada imaginación, insensible e ignorante del alcance de sus acciones en su medio ambiente.
Por eso no nos queda sino darnos cuenta de que hemos estado caminando sobre sueños de los que la vida nos despierta dolorosamente. Pero ese dolor es también amor de madre, porque nos da la posibilidad de reconocer y corregir nuestros errores de camino, nuestra ignorancia o limitada conciencia.
Libres y felices seremos cuando asumamos las consecuencias que nuestras acciones ocasionan a nuestro entorno natural y humano. Cuando reconozcamos y nos responsabilicemos de que lo que vivimos, no es sino la sumatoria o acumulación histórica de nuestras conductas, de nuestra dirección de vida.
Si no crecemos, si no maduramos, si no ampliamos sobre las espaldas de la responsabilidad de nuestras conductas nuestra conciencia, si inflingimos inútil e innecesario dolor y sufrimiento a nuestro entorno, en pos de igual de inútiles e innecesarios sueños de posesión e impunidad, no podemos aspirar sino a que las consecuencias de nuestros hechos golpeen nuestros cuerpos y conciencias. ¿No sucede así cuando ponemos las manos en el fuego o en un toma corriente?
La felicidad de la libertad, del amor, está al alcance de las manos, pero para ello tenemos que aprender de las leyes de la vida y respetarlas, de otro modo nos quemaremos e inútil será responsabilizar a otros, sean personas, gobiernos o dioses. Que no son más que pesadas maquinarias burocráticas acumuladas en aras de nuestra inconciencia e irresponsabilidad histórica.
Las leyes de vida no necesariamente implican dolor, porque cuando aprendemos a ser fieles a nuestra sensibilidad, podemos escuchar esa queda voz aconsejándonos sentida y hasta verbal, mentalmente, lo que es mejor para todos, es decir, justo y pacificador. Entonces ya no hacen falta autoridades que nos muestren palos y zanahorias.
Simple y únicamente eligiendo la dirección y la responsabilidad de hacer lo que reconocemos correcto, asumiendo sus consecuencias, se van haciendo innecesarias todas esas instituciones y cargas de nuestra insensibilidad e irresponsabilidad históricas.
El desmoronamiento de las superestructuras históricas por ser innecesarias, no se experimentará en consecuencia como generador de temor y caos, sino como liberador, como la afluencia natural de la paz, la justicia, la alegría de vivir, que no estarán represadas ya por nuestra ausencia de responsabilidad y las autoridades que designamos para sustituirla.
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El pesimismo se está adueñando del universo cultural del capitalismo, sus ilusiones de dominación imperial del mundo se van disolviendo en el océano de la crisis. El último encuentro de Davos, en otros tiempos reunión estelar de la cumbre de la globalización neoliberal, estuvo dominado por las constataciones de impotencia ante una crisis avasalladora. Empresarios transnacionales y dirigentes de las grandes potencias, lloraron sobre los restos de un mundo que llegaron a creer eterno.
Las frases arriba transcriptas son entresacadas del excelente artículo del amigo Jorge Beinstein, “Acople depresivo global (radicalización de la crisis)”; quien espero no se moleste por mi atrevimiento. Pero me parecen muy apropiadas para ilustrar el momento de crisis global que nos toca vivir.
Decimos que esta crisis es global porque lo mismo podemos observarla en todas que en cualquiera parte. Y en ese sentido desborda sus orígenes localizados, históricos, cuando por acumulación hasta umbrales de tolerancia, se aceleran y desencadenan variables que entran en la indeterminación, que se vuelven imprevisibles e incontrolables para los hábitos económicos y creencias culturales del tropismo que las generó.
En ese sentido, ya dejamos de hablar solamente de factores objetivos para comenzar a tomar en cuenta los subjetivos o sicológicos, como un componente estructural e ineludible de los acontecimientos. Porque si hablamos de umbrales de tolerancia, no nos referimos a entelequias abstractas como las supuestas leyes del mercado, sino a seres vivientes, a organismos afectados que tienen registro ingenuo de ello, que pueden o no hacer conciente, reconocer las causas de aquello que afecta sus organismos y formas de vida.
Y hablando de leyes del mercado quiero preguntar a quien se sirva desasnarme, ¿qué hacen, cómo reaccionan las leyes del mercado cuando por especulación con los alimentos, cientos de millones comienzan a sufrir dolores de barriga, a enfermar y morir? Por cierto, Venezuela es un lugar ideal para comprobar lo que son y como operan esas leyes del mercado.
Porque aquí no se trata solo de un tropismo histórico de mecánica acumulación, que desencadena variables imprevisibles e incontrolables por tanto para el conocimiento disponible. Sino que además tenemos un gobierno sensible, que desea e intenta convertir al ser humano en centro de la organización social y sus objetivos.
Motivo por el cual considera las necesidades y derechos humanos como prioridad, y así se asentó en la nueva constitución redactada por la Asamblea Constituyente y aprobada por referendo o plesbicito popular. Para lograr ese objetivo y tras el desabastecimiento intencional de alimentos y servicios, del boicot petrolero hace unos años, reguló los precios de los alimentos de primera necesidad en la dieta del venezolano.
Además de la sensata decisión de impulsar todo un sistema de medidas para la reforma y desarrollo agrario camino de la soberanía alimenticia. Pero resulta que en el caso particular del arroz, uno entre tantos, las “leyes del mercado” redujeron la capacidad de producción de las empresas privadas a la mitad, desabastecieron para presionar el consumo.
De esa mitad solo un 10% es arroz regulado, el 90% restante es saborizado, parbolizado, etc. Que por supuesto con una inversión irrisoria, se vende a dos y tres veces el precio regulado. Y como no hay otra cosa, a los que pueden no les queda sino consumirlo. Ahora hay que esperar para comprobar como operan las leyes del mercado, protegiendo el máximo de ganancia con la menor inversión sin matar de hambre a aquellos que la producen y consumen.
Seguramente a cierto punto cambiarán la conciencia de los productores privados instantáneamente y los sensibilizarán al hambre de la mayoría. A partir de entonces se convertirán en los Robin Hood modernos. Aunque también es posible que esas omnipotentes leyes produzcan comida sintética de igual valor alimenticio.
Hasta son capaces de revolucionar el organismo humano para que se alimente de aire, dejando atrás esta desagradable tarea de trabajar y sudar para sobrevivir. Aunque claro, con ello también quedarían atrás las urgencias y compulsiones fisiológicas y todos los negocios de compra venta que en ellas se apoyaban, y tendríamos que inventarnos nuevas formas para ocupar el tiempo disponible.
Es un interesante juego mental el imaginarse todo ese enorme espacio, energía y tiempo que liberaríamos y quedaría disponible, y reconocer todo lo que esa representación mental va movilizando en nuestras conciencias y cuerpos. Sería quizás casi tan poderoso y sorprendente como la liberación de la energía del átomo y las reacciones en cadena que provocó.
Afortunadamente en Venezuela no tenemos necesidad de esperar por todos esos milagros de las leyes reguladoras del libre mercado, porque solo en una semana las instituciones correspondientes intervinieron una sucursal del banco de inversiones Stanford y dos de las mayores procesadoras de arroz.
Se publicaron en gaceta los porcentajes de una lista de productos de primera necesidad que es obligatorio producir a precios regulados, en el caso del arroz 80%, y el 20% restante puede ser destinado a los productos que deseen presentar. De no cumplir con esos requisitos ya están preparados los decretos para expropiarlas.
Las presentes circunstancias no dejan mucho lugar a discusiones sobre ideologías abstractas que disfrazan intereses concretos. Porque la disyuntiva es clara, si en este punto de concentración de capitales y explotación de los trabajadores, se sigue afirmando la libertad de los propietarios de la producción de alimentos de hacer lo que quieran, cobrar lo que deseen y exportarlo a donde más les convenga, entonces el Estado ya no tiene ninguna utilidad y el gran negocio pasará a ser el de los administradores de cementerios y enterradores.
Cuando esta amenaza se cierne ya sobre grandes números de la población y su sombra se extiende a nivel planetario, es indudable que estamos ante el desmoronamiento de la organización socioeconómica imperante. Supongo que nadie será tan ingenuo como para pensar que todo seguirá igual como si nada pasara.
Ingenuo es creer que un tropismo histórico de acumulación de hábitos y creencias, cambiará sensible, conciente y voluntariamente su dirección cuando las circunstancias de vida así lo requieran. Si eso fuese posible, no serían necesarias las leyes e instituciones del Estado para supervisar las actividades económicas y sociales de las personas y empresas.
Si eso tuviese algún asiento en las actividades humanas, no hubiésemos llegado a las presentes circunstancias de desmoronamiento de todo un modelo mental y operativo, ni harían falta crecientes instituciones que vigilen y supervisen a los que vigilan y supervisan a otros. Tampoco seguiríamos contaminando la tierra cuando hace tiempo que sabemos que es imprescindible el respeto por el medio ambiente para que la vida continúe. Y por supuesto no habría cárceles, represión, torturas ni guerras disfrazadas o explícitas.
Por eso en el caso de Venezuela y las arroceras, se hace necesaria la intervención de las empresas que no respetan la producción de alimentos regulados vitales a la dieta del pueblo venezolano. Se hace necesario superponer la necesidad de la mayoría a los intereses personales que atentan contra y ponen en peligro la existencia.
Y de ser necesario, de no respetarse aún así lo estipulado constitucional y legalmente, el próximo paso será la expropiación convirtiéndola en empresa de producción social. Porque sin el respeto mínimo de los acuerdos convenidos no puede haber ni sostenerse organización social alguna. Menos aún cuando se llega a los extremos groseros de atentar contra las necesidades vitales de la mayoría.
A esa insensibilidad, ignorancia, ausencia de conciencia del entorno existencial, orgánico, no se me ocurre más que llamarle un tropismo o inercia ingenua de acumulación de hábitos y creencias. Podríamos también llamarle simplemente estupidez, pero de ese modo obviaríamos el estado de conciencia general que propicia estas circunstancias límites y la toma de conciencia necesaria para el cambio.
Que es el único modo de que en adelante brote de cada conciencia la decisión de responder con fidelidad, con sinceridad y sencillez a lo que su intimidad le dicta a cada paso y como dirección general o forma de vida. De otro modo tendremos que crear una policía social que le imponga por los medios necesarios las decisiones de la mayoría, a aquellas minorías incapaces de reconocer las exigencias de la vida.
Y por tanto un número creciente de nosotros, tendrá que dedicarse a las actividades de vigilancia y represión que tanto hemos odiado cuando nos ha tocado a nosotros ser sus víctimas. Quitándole además toda esa energía a la creatividad y constructividad necesaria a mejores niveles y/o calidades de vida.
Cuando así hayamos convertido a la vida en desconfianza, vigilancia y represión, ¿dónde quedarán nuestra expectativas y anhelos profundos de felicidad y libertad? Y sin ganar en alegría y libertad, ¿qué sentido puede tener hacer una revolución o cualquier otra actividad personal o social? ¿Reduciremos la vida a comer y evacuar agachaditos, mientras nos vigilamos unos a otros temerosa y preventivamente?
Devolver el poder al pueblo ha de significar necesariamente, quitárselo a las maquinarias burocráticas y corruptas de las instituciones, públicas y/o privadas. Ha de significar liberarnos y aliviarnos de ese peso creciente que significa desconfiar y vigilarnos unos de y a otros, sin importar si unos nos llamamos pueblos y otros autoridades públicas o privadas.
Y para que ese alivio del peso históricamente acumulado sea posible, hemos de reconocer que mientras solo operen en nosotros tropismos acumulativos de intereses, es decir hábitos y creencias sin la menor conciencia ni interés en las consecuencias que esas direcciones de acción acarrean a nuestro entorno lejano, mediato e inmediato, no llegaremos a ninguna otra circunstancia diferente a estas en la que hoy estamos.
Porque fue designando o aceptando la intervención de terceros para dirimir nuestros conflictos de intereses, que se comenzó a esbozar una figura de sabios jueces, tribunales, leyes e instituciones, que terminó convirtiéndose en la anquilosada y pesada estructura del estado burocrático, sin por ello cambiar en nada el tropismo creciente de intereses que la impulsa.
Si a alguien le resulta interesante como estadística, les cuento que he leído que en 2006 el país con menor número de presos por población general es Burkina Faso, con 23 por cada 100.000 habitantes. El que más, con abrumadora diferencia, Estados Unidos, con 738. En términos absolutos, el país con menos población reclusa es Islandia, con 119 personas en sus cárceles y el que más, Estados Unidos otra vez, con más de dos millones.
Parece entonces que cuanto mejor funcionan nuestras democracias liberales y representativas, más se llenan de presos las cárceles. Cárceles que por supuesto se entregan a organizaciones y empresas privadas que las convierten en lo que mejor saben hacer: florecientes negocios.
No queda claro si todos esos presos son personas incapaces de reconocer las bondades de tal sistema perfecto, o si se sienten insatisfechos con la función que les ha tocado cumplir en tal reparto. En todo caso las empresas privadas parece que están llegando a acuerdos con policías y jueces, para que aumente la cantidad de reclusos y con ello el negocio por supuesto.
Con o sin pistola y/o pistoleros, parece que volvemos entonces al salvaje y lejano oeste, aunque los paisajes y vestimentas no correspondan con la época. Pero a cambio tenemos los paraísos fiscales donde los especuladores operan protegidos por la ley y la población pasa a quedar totalmente desprotegida de los engañadores con sus flautas y serpientes.
Si no tuviésemos cuerpitos con necesidades que exigen energía íntima o esfuerzo para satisfacerlas, y ocasionan de no hacerlo algo tan molesto como el dolor, la enfermedad y la nauseabunda y desagradable descomposición de la muerte, es probable que este tan entretenido juego de los lucrativos negocios, que por tendencia mecánica se concentran crecientemente en cada vez menos manos, pudiese continuar divirtiéndonos con su pan y circo ad eternum.
Pero lamentablemente las leyes de vida se obstinan en recordarnos con incipientes dolores de alma y barriga, que somos organismos existentes en un gran y estructural organismo delicadamente regulado, en el que inevitablemente la afección de alguna de su partes o funciones, termina por acumulación y aceleración afectando al todo. ¿Globalización no?
Y para colmo estas estúpidas e insensibles leyes no hacen diferencias entre los buenos y los malos, a los ricos y a los pobres les duelen por igual sus barriguitas, se les mueren sus afectos, les suceden accidentes inesperados por mucho que traten de protegerse de ellos. No, estas leyes no parecen entender que no sabíamos lo que hacíamos y que la culpa siempre la tienen los demás.
Por eso terminamos estrellándonos contra una realidad estructural, que trasciende nuestras concepciones abstractas y sueños compensatorios, para caer duramente a tierra experimentando el dolor de despertar, en la medida de lo alto que volara nuestra afiebrada imaginación, insensible e ignorante del alcance de sus acciones en su medio ambiente.
Por eso no nos queda sino darnos cuenta de que hemos estado caminando sobre sueños de los que la vida nos despierta dolorosamente. Pero ese dolor es también amor de madre, porque nos da la posibilidad de reconocer y corregir nuestros errores de camino, nuestra ignorancia o limitada conciencia.
Libres y felices seremos cuando asumamos las consecuencias que nuestras acciones ocasionan a nuestro entorno natural y humano. Cuando reconozcamos y nos responsabilicemos de que lo que vivimos, no es sino la sumatoria o acumulación histórica de nuestras conductas, de nuestra dirección de vida.
Si no crecemos, si no maduramos, si no ampliamos sobre las espaldas de la responsabilidad de nuestras conductas nuestra conciencia, si inflingimos inútil e innecesario dolor y sufrimiento a nuestro entorno, en pos de igual de inútiles e innecesarios sueños de posesión e impunidad, no podemos aspirar sino a que las consecuencias de nuestros hechos golpeen nuestros cuerpos y conciencias. ¿No sucede así cuando ponemos las manos en el fuego o en un toma corriente?
La felicidad de la libertad, del amor, está al alcance de las manos, pero para ello tenemos que aprender de las leyes de la vida y respetarlas, de otro modo nos quemaremos e inútil será responsabilizar a otros, sean personas, gobiernos o dioses. Que no son más que pesadas maquinarias burocráticas acumuladas en aras de nuestra inconciencia e irresponsabilidad histórica.
Las leyes de vida no necesariamente implican dolor, porque cuando aprendemos a ser fieles a nuestra sensibilidad, podemos escuchar esa queda voz aconsejándonos sentida y hasta verbal, mentalmente, lo que es mejor para todos, es decir, justo y pacificador. Entonces ya no hacen falta autoridades que nos muestren palos y zanahorias.
Simple y únicamente eligiendo la dirección y la responsabilidad de hacer lo que reconocemos correcto, asumiendo sus consecuencias, se van haciendo innecesarias todas esas instituciones y cargas de nuestra insensibilidad e irresponsabilidad históricas.
El desmoronamiento de las superestructuras históricas por ser innecesarias, no se experimentará en consecuencia como generador de temor y caos, sino como liberador, como la afluencia natural de la paz, la justicia, la alegría de vivir, que no estarán represadas ya por nuestra ausencia de responsabilidad y las autoridades que designamos para sustituirla.
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LPyC/16/03/2009