Migración: responsabilidades compartidas
La Secretaría de Relaciones Exteriores informó ayer, tras una reunión entre su titular, Patricia Espinosa, y la secretaria de Seguridad Interior de Estados Unidos, Janet Napolitano, que los gobiernos de ambas naciones acordaron la creación de un grupo de alto nivel” cuya tarea será construir, “bajo el actual marco jurídico de ambos países”, mecanismos que faciliten el flujo legal de personas a través de la frontera compartida, que protejan los derechos de los migrantes indocumentados y mejoren los procedimientos de repatriación de connacionales, a fin de hacerlos más “expeditos y humanos”.
La presencia de Napolitano en nuestro país –así como la de Eric Holder, procurador general del país del norte– se inscribe en una cadena de visitas a México de autoridades estadunidenses de alto nivel que se inició con el arribo de la secretaria de Estado, Hillary Clinton, la semana pasada, y culminará el próximo 16 de abril con la llegada del presidente Barack Obama. Dichas visitas plantean una oportunidad para iniciar un redimensionamiento general de la agenda bilateral –dominada durante los pasados siete años por el empeño de Bush en imponer el discurso de la “guerra contra el terrorismo”–, a efecto de orientarla a la atención de los desafíos y las problemáticas comunes, dentro de los cuales el tema migratorio debe tener un lugar central.
El arribo de Barack Obama a la Casa Blanca en enero pasado, al mismo tiempo que ha significado un cambio de matiz en diversos ámbitos de la política estadunidense, ha abierto la discusión sobre posibles modificaciones en la política migratoria de Washington. Significativamente, la propia Hillary Clinton afirmó durante su estancia en México que la reforma migratoria es una de las prioridades del mandatario estadunidense, declaración que marca una variación en el discurso vigente, al menos desde el 11 de septiembre de 2001, que identificó el flujo de migrantes indocumentados como una amenaza para la seguridad del vecino país, en desatención del invaluable aporte que ese sector social realiza a la cultura y la economía de Estados Unidos.
Ante tal perspectiva, cabría esperar, por parte del gobierno mexicano, una postura sensata que conduzca al reconocimiento de sus responsabilidades en lo que hace al fenómeno migratorio. En las dos décadas pasadas, las sucesivas administraciones federales –incluida la actual– han aplicado en el país un decálogo de directrices económicas orientadas a la protección de los grandes capitales, cuyos costos sociales han sido por demás devastadores: desmantelamiento de mecanismos estatales de bienestar y de las conquistas laborales, pérdida sostenida del poder adquisitivo de los salarios, abandono de los entornos rurales, incremento de la pobreza y la desigualdad, deterioro en la calidad de vida del común de la población y, en consecuencia, incremento en el número de personas que deciden abandonar el país en búsqueda de condiciones de subsistencia favorables.
La presencia de Napolitano en nuestro país –así como la de Eric Holder, procurador general del país del norte– se inscribe en una cadena de visitas a México de autoridades estadunidenses de alto nivel que se inició con el arribo de la secretaria de Estado, Hillary Clinton, la semana pasada, y culminará el próximo 16 de abril con la llegada del presidente Barack Obama. Dichas visitas plantean una oportunidad para iniciar un redimensionamiento general de la agenda bilateral –dominada durante los pasados siete años por el empeño de Bush en imponer el discurso de la “guerra contra el terrorismo”–, a efecto de orientarla a la atención de los desafíos y las problemáticas comunes, dentro de los cuales el tema migratorio debe tener un lugar central.
El arribo de Barack Obama a la Casa Blanca en enero pasado, al mismo tiempo que ha significado un cambio de matiz en diversos ámbitos de la política estadunidense, ha abierto la discusión sobre posibles modificaciones en la política migratoria de Washington. Significativamente, la propia Hillary Clinton afirmó durante su estancia en México que la reforma migratoria es una de las prioridades del mandatario estadunidense, declaración que marca una variación en el discurso vigente, al menos desde el 11 de septiembre de 2001, que identificó el flujo de migrantes indocumentados como una amenaza para la seguridad del vecino país, en desatención del invaluable aporte que ese sector social realiza a la cultura y la economía de Estados Unidos.
Ante tal perspectiva, cabría esperar, por parte del gobierno mexicano, una postura sensata que conduzca al reconocimiento de sus responsabilidades en lo que hace al fenómeno migratorio. En las dos décadas pasadas, las sucesivas administraciones federales –incluida la actual– han aplicado en el país un decálogo de directrices económicas orientadas a la protección de los grandes capitales, cuyos costos sociales han sido por demás devastadores: desmantelamiento de mecanismos estatales de bienestar y de las conquistas laborales, pérdida sostenida del poder adquisitivo de los salarios, abandono de los entornos rurales, incremento de la pobreza y la desigualdad, deterioro en la calidad de vida del común de la población y, en consecuencia, incremento en el número de personas que deciden abandonar el país en búsqueda de condiciones de subsistencia favorables.
El agravamiento de la situación económica de Estados Unidos –que comenzó, cabe recordarlo, con los descalabros del sector inmobiliario de ese país, una de las principales fuentes de empleo de mano de obra mexicana– ha acabado por plantear una disyuntiva indeseable para miles de connacionales que viven en la nación vecina: permanecer ahí y confrontar un panorama malo, o regresar a México y enfrentarse posiblemente a uno peor. De hecho, si hasta hoy no se ha registrado un retorno masivo es porque, a pesar de la crisis de la economía estadunidense, las condiciones de vida, las perspectivas de empleo, los niveles salariales y la calidad de los servicios de salud en nuestro país no representan una alternativa a la situación que se vive al norte del río Bravo.
En suma, la presente coyuntura demanda que ambos países centren sus esfuerzos en atender el fenómeno migratorio con inteligencia, voluntad política y sensibilidad humana. El gobierno de Barack Obama debe entender que, ante la crisis actual, procede avanzar a un acuerdo migratorio que incorpore la mano de obra mexicana al mercado laboral estadunidense, a efecto de que la economía de ese país no sufra un colapso en su competitividad y logre una pronta recuperación.
Las autoridades de nuestro país, por su parte, deben entender que en la medida en que no se separen de la nefasta preceptiva del neoliberalismo y procuren condiciones de vida dignas para la población que habita en el territorio nacional, la expulsión de connacionales seguirá en aumento y no habrá negociación ni acuerdo migratorio que alcance.
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La Jornada - México/04/04/2009