Las migraciones ayer y hoy
Opinión
HÉCTOR ARTURO
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Primero fueron las tribus nómadas, de las cuales aún existen algunas en África, que marchan de un sitio a otro en busca de agua y de sustento para sus animales e integrantes.
Los glaciales y las sequías originaban el incesante deambular de cientos de miles de personas, que transitaban enormes extensiones territoriales para garantizar su subsistencia.
Así, por ejemplo, se pobló lo que hoy es Nuestra América, con oleadas provenientes de la lejana Asia, a través de la Península de Kanchatka y el después formado Estrecho de Bering.
Desde las norteñas tierras de Alaska, estos nómadas fueron asentándose en toda esta parte del mundo, incluso más al Sur de las Tierras del Fuego.
Después ocurrieron las migraciones forzosas, con el surgimiento de la esclavitud.
Millones de africanos fueron arrancados literalmente de sus praderas, separados de sus familiares y trasladados hacia las colonias que ya poseían las grandes metrópolis, desde el siglo XVI.
A partir de este momento, las migraciones cambiaron drásticamente. Ya no se trataba de trasladarse de un sitio a otro en busca de agua y alimentos, sino de hacerlo de forma obligada, para satisfacer las opulencias de los esclavistas.
También se inició lo que en la actualidad es una constante en el fenómeno migratorio: la selectividad. Los esclavistas solo se apropiaban de jóvenes saludables y fuertes, que garantizaran sus afanes de enriquecerse con la labor de estos esclavos, la fuerza de trabajo más barata que ha existido jamás.
Millones de negros africanos, a los que se suman cientos de miles de asiáticos y otros millones de aborígenes de Nuestra América, enriquecieron a españoles, franceses, holandeses, portugueses e ingleses.
Esto es solo parte de la deuda que tienen con las naciones pobres los países más industrializados, que llegaron a serlo, precisamente, gracias al trabajo de esclavos e indígenas.
Y digo parte de la deuda, porque la otra es el daño ecológico, en ocasiones irreversible, como es el caso de las minas que literalmente fueron vaciadas, y de las cuales, al decir del poeta, se llevaban el oro y nos dejaban el hueco.
En su afán de riquezas, los poderosos contaminaron mares y ríos, lagos y embalses, aires y tierras en las naciones pobres y saqueadas, mientras en sus territorios prevalecía la opulencia, el lujo, el derroche y el despilfarro de recursos robados a estos países, cuyos pobladores, además, eran diezmados por plagas, epidemias y hambre.
Abolida la esclavitud, al menos formalmente, el fenómeno migratorio cobró otra dimensión. Desde los países empobrecidos y atrasados, zarpaban oleadas de hombres, mujeres y niños hacia las metrópolis colonialistas y neocolonialistas, con el sueño de encontrar allí una vida mejor, basada también en la más cruel explotación de su fuerza de trabajo, ahora disfrazada sin el látigo y el cepo, pero tan o más despiadada que la esclavitud.
Muchas naciones europeas deben su desarrollo a estas migraciones. Estados Unidos se formó gracias a constantes oleadas de inmigrantes, que provenientes primeros de Europa y después de Asia y Sudamérica, fueron la base principal de que ese país se convirtiera en lo que es hoy.
Sin embargo, los descendientes de inmigrantes, rechazan ahora a los que tratan de hacer lo mismo que hicieron sus bisabuelos, abuelos y padres.
La propia parentela de Mr. W. es de origen irlandés, y si los cubanos decimos que aquí "el que no tiene de congo, tiene de carabalí", en Estados Unidos puede afirmarse, sin equivocación alguna, que quien no desciende de ancestros irlandeses lo hizo de italianos, de chinos, japoneses, alemanes, españoles, mexicanos y sudamericanos.
Pero hoy estas nacionalidades son apestadas. Se erige un muro, mucho más colosal que el tan cacareado de Berlín, para impedir el acceso de mexicanos y otros hispanos hacia Estados Unidos.
Se les dispara a matar, como en los buenos tiempos de la expansión de las 13 Colonias hacia el Oeste, cuando arrebataron más de la mitad de su territorio a México. Y muchos mueren en el intento de ingresar a ese país a través de áridos desiertos o caudalosos ríos.
Lo mismo ocurre en la zona africana de Melilla, utilizada por los africanos para emigrar hacia España. Varios incidentes han ocurrido allí, debido a las prohibiciones decretadas por las autoridades de Madrid para frenar estas oleadas. Muchos también perecen en el traslado hacia Europa, en medio de las aguas del Mar Mediterráneo.
Ah, pero entonces entra en escena la selectividad migratoria. Las potencias del llamado Primer Mundo se niegan a aceptar ciudadanos de las naciones empobrecidas gracias a ellas, con las excepciones de los que tengan altas calificaciones científicas, académicas o de otra índole.
Mano de obra calificada, muchísimo más barata. Pudiera decirse que gratis, porque estas personas, en su mayoría jóvenes, cursaron sus estudios costeados por ellos mismos, en universidades de sus propios países, de Europa o de Estados Unidos, y una vez graduados no ejercen sus profesiones en sus tierras natales, sino en las grandes ciudades del Norte industrializado.
Generalmente, devengan salarios menores que los correspondientes a sus similares de esos países, pero que supera en mucho a los que podrían ofrecerles en sus terruños.
Esta realidad es fácilmente apreciable en cualquier Campeonato Mundial y en todos los Juegos Olímpicos. Nada de extraño tiene que un deportista francés o español o noruego se llame Abebe, o Mutanga, o Kingofo. Ni que los ajedrecistas de Estados Unidos tengan apellidos que suenan a ruso, ni que uno de estos infelices, asalariados por grandes compañías que nada tienen que ver con el espíritu deportivo, den la vuelta a la pista levantado banderas que no son las suyas y que quizás ven por vez primera ese día en un estadio.
El resto, sin embargo, es el de peor suerte. Miles de estos jóvenes inmigrantes, entusiasmados por las promesas de obtener su ciudadanía y nacionalidad, aceptan su reclutamiento como carne de cañón en las fuerzas armadas, y son los primeros en ser enviados a los frentes de combate.
Así, participan en guerras ajenas, que nada tienen que ver, incluso, con sus países de nacimiento. Están en Afganistán e Iraq. Matan. Y mueren. O regresan locos o inválidos.
En caso de morir, seguramente serán envueltos en la bandera de las barras y las estrellas, que no es la de ellos. Y hasta quizás sus restos sean entregados a sus familiares, en sus países de origen.
Pero si retornan locos o inválidos de la guerra que cambia sangre por petróleo, el futuro que les espera es el de ser poco menos que nada, pues los mismos nacidos en Estados Unidos, que tienen mucho más derechos que ellos, pasan las de Caín para obtener un subsidio como veteranos o mutilados de guerra.
En el caso de Cuba, la selectividad es más cínica aún. La ley asesina de Ajuste Cubano garantiza la entrada a Estados Unidos de todos los cubanos que lo hagan por cualquier vía, con lo cual ese país promueve el secuestro de naves y aeronaves, el asesinato, el tráfico ilegal de personas y ocasiona la muerte de cientos de personas, entre ellas niños, que se aventuran a lanzarse a las aguas del Estrecho de la Florida en rústicas embarcaciones o mediante la participación de contrabandistas, públicamente conocidos en Miami, y que gozan de absoluta impunidad.
Si a las costas de la Florida arriba una embarcación repleta de haitianos, los guardacostas los devuelven de inmediato a su país de origen, sin miramientos ni distingos.
Pero si desde Cuba atraca en esas costas una nave cualquiera, que lleva a bordo a un asesino confeso, que acaba de ultimar a un oficial de la Marina o a un humilde pescador, la recepción del delincuente es con bombos y platillos, porque Estados Unidos da a la emigración cubana un carácter especial y selectivo, para su política de guerra sucia contra nuestro país.
Y si la embarcación en cuestión se llama Santrina y trae a bordo al archiasesino Luis Posada Carrilles, escoltado por otros matones a sueldo de la CIA, la historia ya se sabe: todos reciben el perdón, son entrevistados por la TV y la radio, aparecen en los periódicos y revistas y los criminales andan sueltos por esas de por sí peligrosas calles.
Por el contrario, si cinco jóvenes cubanos arriesgaron sus vidas por enfrentar a estas bandas de terroristas armados hasta los dientes, contra ellos cae todo el peso de la injusticia yanqui, que entre los delitos juzgados en la farsa miamense incluyó el de pasaportes falsos, en lo cual Luis Posada Carriles tiene todo un récord, muy difícil de superar, pero del que allí no se habla ni media palabra, porque sus documentos falsificados se los suministraba la CIA, por órdenes directas de Mr. Bush padre.
Mientras, el Congreso se reúne y se vuelve a reunir. Mr. W. propone medidas y vuelve a proponer. El caso es que uno y otros han convertido a los inmigrantes en objetos de sus campañas electorales, y se olvidan de que son seres humanos, iguales que fueron los bisabuelos, abuelos y padres de estos señorones, que podrán aprobar leyes y más leyes y levantar muros y más muros. Todo será en vano.
Mientras los países ricos no derriben el muro del hambre en los países que ellos convirtieron en pobres, nada podrá detener el fenómeno de las migraciones, que continuarán como al comienzo de la Humanidad, de un lado a otro, en busca de sustento.
-Primero fueron las tribus nómadas, de las cuales aún existen algunas en África, que marchan de un sitio a otro en busca de agua y de sustento para sus animales e integrantes.
Los glaciales y las sequías originaban el incesante deambular de cientos de miles de personas, que transitaban enormes extensiones territoriales para garantizar su subsistencia.
Así, por ejemplo, se pobló lo que hoy es Nuestra América, con oleadas provenientes de la lejana Asia, a través de la Península de Kanchatka y el después formado Estrecho de Bering.
Desde las norteñas tierras de Alaska, estos nómadas fueron asentándose en toda esta parte del mundo, incluso más al Sur de las Tierras del Fuego.
Después ocurrieron las migraciones forzosas, con el surgimiento de la esclavitud.
Millones de africanos fueron arrancados literalmente de sus praderas, separados de sus familiares y trasladados hacia las colonias que ya poseían las grandes metrópolis, desde el siglo XVI.
A partir de este momento, las migraciones cambiaron drásticamente. Ya no se trataba de trasladarse de un sitio a otro en busca de agua y alimentos, sino de hacerlo de forma obligada, para satisfacer las opulencias de los esclavistas.
También se inició lo que en la actualidad es una constante en el fenómeno migratorio: la selectividad. Los esclavistas solo se apropiaban de jóvenes saludables y fuertes, que garantizaran sus afanes de enriquecerse con la labor de estos esclavos, la fuerza de trabajo más barata que ha existido jamás.
Millones de negros africanos, a los que se suman cientos de miles de asiáticos y otros millones de aborígenes de Nuestra América, enriquecieron a españoles, franceses, holandeses, portugueses e ingleses.
Esto es solo parte de la deuda que tienen con las naciones pobres los países más industrializados, que llegaron a serlo, precisamente, gracias al trabajo de esclavos e indígenas.
Y digo parte de la deuda, porque la otra es el daño ecológico, en ocasiones irreversible, como es el caso de las minas que literalmente fueron vaciadas, y de las cuales, al decir del poeta, se llevaban el oro y nos dejaban el hueco.
En su afán de riquezas, los poderosos contaminaron mares y ríos, lagos y embalses, aires y tierras en las naciones pobres y saqueadas, mientras en sus territorios prevalecía la opulencia, el lujo, el derroche y el despilfarro de recursos robados a estos países, cuyos pobladores, además, eran diezmados por plagas, epidemias y hambre.
Abolida la esclavitud, al menos formalmente, el fenómeno migratorio cobró otra dimensión. Desde los países empobrecidos y atrasados, zarpaban oleadas de hombres, mujeres y niños hacia las metrópolis colonialistas y neocolonialistas, con el sueño de encontrar allí una vida mejor, basada también en la más cruel explotación de su fuerza de trabajo, ahora disfrazada sin el látigo y el cepo, pero tan o más despiadada que la esclavitud.
Muchas naciones europeas deben su desarrollo a estas migraciones. Estados Unidos se formó gracias a constantes oleadas de inmigrantes, que provenientes primeros de Europa y después de Asia y Sudamérica, fueron la base principal de que ese país se convirtiera en lo que es hoy.
Sin embargo, los descendientes de inmigrantes, rechazan ahora a los que tratan de hacer lo mismo que hicieron sus bisabuelos, abuelos y padres.
La propia parentela de Mr. W. es de origen irlandés, y si los cubanos decimos que aquí "el que no tiene de congo, tiene de carabalí", en Estados Unidos puede afirmarse, sin equivocación alguna, que quien no desciende de ancestros irlandeses lo hizo de italianos, de chinos, japoneses, alemanes, españoles, mexicanos y sudamericanos.
Pero hoy estas nacionalidades son apestadas. Se erige un muro, mucho más colosal que el tan cacareado de Berlín, para impedir el acceso de mexicanos y otros hispanos hacia Estados Unidos.
Se les dispara a matar, como en los buenos tiempos de la expansión de las 13 Colonias hacia el Oeste, cuando arrebataron más de la mitad de su territorio a México. Y muchos mueren en el intento de ingresar a ese país a través de áridos desiertos o caudalosos ríos.
Lo mismo ocurre en la zona africana de Melilla, utilizada por los africanos para emigrar hacia España. Varios incidentes han ocurrido allí, debido a las prohibiciones decretadas por las autoridades de Madrid para frenar estas oleadas. Muchos también perecen en el traslado hacia Europa, en medio de las aguas del Mar Mediterráneo.
Ah, pero entonces entra en escena la selectividad migratoria. Las potencias del llamado Primer Mundo se niegan a aceptar ciudadanos de las naciones empobrecidas gracias a ellas, con las excepciones de los que tengan altas calificaciones científicas, académicas o de otra índole.
Mano de obra calificada, muchísimo más barata. Pudiera decirse que gratis, porque estas personas, en su mayoría jóvenes, cursaron sus estudios costeados por ellos mismos, en universidades de sus propios países, de Europa o de Estados Unidos, y una vez graduados no ejercen sus profesiones en sus tierras natales, sino en las grandes ciudades del Norte industrializado.
Generalmente, devengan salarios menores que los correspondientes a sus similares de esos países, pero que supera en mucho a los que podrían ofrecerles en sus terruños.
Esta realidad es fácilmente apreciable en cualquier Campeonato Mundial y en todos los Juegos Olímpicos. Nada de extraño tiene que un deportista francés o español o noruego se llame Abebe, o Mutanga, o Kingofo. Ni que los ajedrecistas de Estados Unidos tengan apellidos que suenan a ruso, ni que uno de estos infelices, asalariados por grandes compañías que nada tienen que ver con el espíritu deportivo, den la vuelta a la pista levantado banderas que no son las suyas y que quizás ven por vez primera ese día en un estadio.
El resto, sin embargo, es el de peor suerte. Miles de estos jóvenes inmigrantes, entusiasmados por las promesas de obtener su ciudadanía y nacionalidad, aceptan su reclutamiento como carne de cañón en las fuerzas armadas, y son los primeros en ser enviados a los frentes de combate.
Así, participan en guerras ajenas, que nada tienen que ver, incluso, con sus países de nacimiento. Están en Afganistán e Iraq. Matan. Y mueren. O regresan locos o inválidos.
En caso de morir, seguramente serán envueltos en la bandera de las barras y las estrellas, que no es la de ellos. Y hasta quizás sus restos sean entregados a sus familiares, en sus países de origen.
Pero si retornan locos o inválidos de la guerra que cambia sangre por petróleo, el futuro que les espera es el de ser poco menos que nada, pues los mismos nacidos en Estados Unidos, que tienen mucho más derechos que ellos, pasan las de Caín para obtener un subsidio como veteranos o mutilados de guerra.
En el caso de Cuba, la selectividad es más cínica aún. La ley asesina de Ajuste Cubano garantiza la entrada a Estados Unidos de todos los cubanos que lo hagan por cualquier vía, con lo cual ese país promueve el secuestro de naves y aeronaves, el asesinato, el tráfico ilegal de personas y ocasiona la muerte de cientos de personas, entre ellas niños, que se aventuran a lanzarse a las aguas del Estrecho de la Florida en rústicas embarcaciones o mediante la participación de contrabandistas, públicamente conocidos en Miami, y que gozan de absoluta impunidad.
Si a las costas de la Florida arriba una embarcación repleta de haitianos, los guardacostas los devuelven de inmediato a su país de origen, sin miramientos ni distingos.
Pero si desde Cuba atraca en esas costas una nave cualquiera, que lleva a bordo a un asesino confeso, que acaba de ultimar a un oficial de la Marina o a un humilde pescador, la recepción del delincuente es con bombos y platillos, porque Estados Unidos da a la emigración cubana un carácter especial y selectivo, para su política de guerra sucia contra nuestro país.
Y si la embarcación en cuestión se llama Santrina y trae a bordo al archiasesino Luis Posada Carrilles, escoltado por otros matones a sueldo de la CIA, la historia ya se sabe: todos reciben el perdón, son entrevistados por la TV y la radio, aparecen en los periódicos y revistas y los criminales andan sueltos por esas de por sí peligrosas calles.
Por el contrario, si cinco jóvenes cubanos arriesgaron sus vidas por enfrentar a estas bandas de terroristas armados hasta los dientes, contra ellos cae todo el peso de la injusticia yanqui, que entre los delitos juzgados en la farsa miamense incluyó el de pasaportes falsos, en lo cual Luis Posada Carriles tiene todo un récord, muy difícil de superar, pero del que allí no se habla ni media palabra, porque sus documentos falsificados se los suministraba la CIA, por órdenes directas de Mr. Bush padre.
Mientras, el Congreso se reúne y se vuelve a reunir. Mr. W. propone medidas y vuelve a proponer. El caso es que uno y otros han convertido a los inmigrantes en objetos de sus campañas electorales, y se olvidan de que son seres humanos, iguales que fueron los bisabuelos, abuelos y padres de estos señorones, que podrán aprobar leyes y más leyes y levantar muros y más muros. Todo será en vano.
Mientras los países ricos no derriben el muro del hambre en los países que ellos convirtieron en pobres, nada podrá detener el fenómeno de las migraciones, que continuarán como al comienzo de la Humanidad, de un lado a otro, en busca de sustento.
CUBAhora-Cuba/ESPECIALES/14/07/2007
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