Necesitamos la paz
20/08/2007
Opinión
Hesiquio Trevizo
Hesiquio Trevizo
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A todos los niveles de la existencia experimentamos la dolorosa ausencia de la paz; al nivel personal o familiar, en nuestra ciudad o en el país lo mismo que a nivel planetario, se siente la necesidad de la paz. Necesitamos la paz. Pero la experiencia empírica pareciera convencernos de que la paz no es posible. ¿Cuántas personas conoce usted, que vivan en paz consigo mismas, con su familia, con Dios, con sus semejantes? Sin embargo se trata de uno de los anhelos más caros del corazón humano.¿Es posible la paz? Una simple ojeada a la prensa diaria, el repaso de los espacios noticiosos, el talante del discurso político, nos hablan de una sociedad que no vive en paz. Por el contrario, la violencia en todas sus formas, el discurso incendiario de los parlamentos, el afán del desacuerdo y la lucha por la retención de poder nos alejan cada vez más de la paz. En nuestro caso, el desacuerdo político aprovecha cualquier evento importante para mostrar su afán de confrontación; tal parece que la política es el reino de la división por antonomasia. Todo esto mientras México ha caído al sótano en su desarrollo, según la opinión de Montemayor; a los últimos lugares entre los países de la zona. México está atravesando una zona de turbulencias, igual que nuestro mundo, mientras que los que tienen en sus manos el destino del país crispan el discurso y la situación a favor de intereses particulares y, a lo que parece, sin pensar en el país.Cierto, México es el país con una de las peores distribuciones de la renta, y por ello contamos con monopolios y oligarcas mayores que los del mundo árabe. En México existen –decía Juan Pablo II a los empresarios mexicanos–, niveles de vida más altos que en los países más ricos, y abismos de miseria más profundos que en los países más pobres. Pero querer promover la justicia –dice una cita bíblica–, por medio de la violencia, es tan imposible como para un eunuco desflorar una virgen. Todo esto determina una sociedad angustiada y convulsa que desarrolla, a su vez, formas patológicas de relación. La pobreza extrema es la peor forma de violencia e impide un ambiente de paz; la justicia es el camino obligado hacia la paz.Pacem in Terris (11.04.1963), “Encíclica sobre la paz entre todos los pueblos”, del Papa Juan XXIII, es un documento histórico y monumental cuya lectura es ampliamente recomendada; yo la recomiendo a los estudiantes de nuestras facultades de sociología o ciencias políticas y a quienquiera que le interese la cuestión social. Su desconocimiento nos condenaría a caminar a tientas. La encíclica constituyó un mensaje, en lenguaje moderno, de la doctrina evangélica, desarrollada a través de veinte siglos de historia, sobre la paz y la convivencia entre los hombres, tanto en el interior de sus propias naciones como en sus relaciones internacionales.El eje sobre el que gira esta Encíclica es algo tan sencillo como trascendental, “la dignidad intransferible de ser humano”. A proteger y tutelar esta dignidad se ordenan todas las instituciones. En el número 11 dice: “puestos a desarrollar, en primer término, el tema de los derechos del hombre, observamos que éste tiene un derecho a la existencia, a la integridad corporal, a los medios necesarios para un decoroso nivel de vida, cuales son, principalmente, el alimento, el vestido, la vivienda, el descanso, la asistencia médica y, finalmente, los servicios indispensables que a cada uno debe prestar el Estado. De lo cual se sigue que el hombre posee también el derecho a la seguridad personal en caso de enfermedad, invalidez, viudedad, vejez, desempleo, y, por último, cualquier otra eventualidad que le prive, sin culpa suya, de los medios necesarios para su sustento”.Y continúa desarrollando los derechos específicos, tales como el derecho a la buena fama, a la verdad y la cultura, al culto divino, derechos familiares y económicos, derechos a la propiedad privada, de reunión y asociación, de residencia y emigración, derecho a intervenir en la vida pública y la seguridad jurídica. Todo un programa social y político.Pero estaría incompleto el cuadro si no mencionamos que a tales derechos corresponden otros tantos deberes. “Los derechos naturales que hasta aquí hemos recordado están unidos en el hombre que los posee con otros tantos deberes, y unos y otros, tienen en la ley natural, que los confiere o los impone, su origen, mantenimiento y vigor indestructible”.Por ello, para poner algún ejemplo, al derecho del hombre a la existencia corresponde el deber de conservarla; al derecho a un decoroso nivel de vida, el deber de vivir con decoro; al derecho de buscar libremente la verdad, el deber de buscarla cada día con mayor profundidad y amplitud. Cuando se carece de tal perspectiva, no puede existir un programa de nación que garantice la ordenada convivencia de los ciudadanos y la anarquía hace su aparición, a veces, bajo forma de lucha social.La paz, un don de Dios. La primera cabeza de puente que pone la encíclica, es la siguiente: “La paz en la tierra, suprema aspiración de toda la humanidad a través de la historia, es indudable que no puede establecerse ni consolidarse si no se respeta fielmente el orden establecido por Dios”. (n. 1). La otra cabeza de puente, al final, viene determinada por el tiempo litúrgico –la encíclica salió en la Pascua de 1963–: la necesidad de orar por la paz. “Exige, por tanto, la propia realidad que en estos días santos nos dirijamos con preces suplicantes a Aquel que con su pasión y muerte no sólo borró los pecados, fuente principal de todas las divisiones, miserias y desigualdades, sino que, además, con el derramamiento de su sangre, reconcilió a género humano, con su Padre celestial, aportándole los dones de la paz: “pues él es nuestra paz, que hizo de los pueblos uno solo …Y viniendo nos anunció la paz a los de lejos y a los de cerca”, (cf. Ef. 2,14.17). Por lo tanto, “pidamos con insistencia al Divino Redentor esta paz que el mismo nos trajo” (ibid. 171).Así, pues, la paz es simple y llanamente el don del resucitado. En esa paz está comprendida la gran reconciliación que abarca al mundo entero, y que Jesús ha operado con su muerte para la vida del mundo. La paz del resucitado es una realización del crucificado; es decir, que sólo ha sido posible por sus padecimientos y su muerte. Es la paz que brota del sacrificio de Jesús, de su compromiso en el más fatídico de los todos los conflictos.Este conflicto mortífero en grado sumo recibe en la Biblia la designación de “pecado”; con él se indica la cerrazón aislante y segregadora del hombre tanto frente a su fundamento existencial como frente a sus semejantes. Por ello, la victoria pascual de Jesús sobre el mundo apunta, desde su ser más íntimo, a una suprema superación del conflicto de los conflictos. Si el Resucitado habla de paz, es que la reconciliación está con ello lograda (activamente), afirma J. Blank en su comentario al evangelio de Juan.Una visión cristiana sobre la paz. ¿Hasta donde una visión de esta naturaleza puede ayudarnos a comprender mejor la naturaleza y la necesidad de la paz? Sin lugar a dudas, el mensaje de la paz constituye el centro del mensaje cristiano. La misión de Jesús no es otra que la de “poner en paz todas las cosas, las del cielo y las de la tierra”.Despreciar en nombre del laicismo, o ignorar simplemente esta verdad, nos hace perder el mejor, si no es que el único, soporte en nuestra lucha por la paz. Quien lo dude puede preguntar al respecto a Gandhi. La situación hodierna de amenaza total, exige el planteamiento claro y radical del mensaje cristiano; se trata, también de una oportunidad. No debemos confundir propuesta radical con propuesta fanática o fundamentalista.Con cuanta razón ha escrito Bernard Häring que la situación absurda de la mutua intimidación disuasoria –ya aparecen los signos de una nueva guerra fría–, mediante la amenaza recíproca de una aniquilación total, el incremento del material bélico y el hecho de que la decisión al respecto esté en manos de un par de personas desequilibradas, enfermas de poder y con visiones totalmente distorsionadas, representa también el desafío máximo para el mensaje y pensamiento cristiano.“Ello es más cierto aún por lo que se refiere a las llamadas apocalípticas de una humanidad que juega al borde del precipicio de su ruina el juego cruel del armamentismo, los negocios armamentistas y las amenazas más inauditas y escandalosas de una aniquilación total”. (La no Violencia). La paz no es obra nuestra; y esto está claro para quien quiera ver la historia, hecha de guerras y conflictos. “Para qué sirve la ONU”, se pregunta Joseph S. Nye, y desarrolla la idea según la cual, se trata de un organismo con pocos recursos y que, no obstante sus intenciones, sirve de poco.La palabra paz goza, al presente, prestigio universal. Sin descuidar el aspecto personal, se trata con ello, ante todo, de poner un dique a las guerras y sus desoladoras consecuencias y evitarlas en lo posible. Una ojeada al acontecer político de nuestros días nos enseña ciertamente lo difícil que es el empeño y los escasos progresos que se han hecho en este campo pese a las amargas experiencias de las grandes guerras mundiales.Pero la importancia de la idea de paz, y menos aún de una paz universal para el mundo y la humanidad, tal vez no haya de enjuiciarse sólo por sus consecuencias palpables. El hecho de que exista esa idea de paz universal y de que se sienta como una llamada política-moral para orientar de acuerdo con ella la actuación política, es ya en sí, de bastante importancia y muestra al mismo tiempo hacia donde apuntan las esperanzas de millones de seres humanos.La paz del cielo y la paz en la tierra. Pero esta paz universal, que hoy aparece como el único objetivo lógico y razonable de la política mundial, ¿no se opone a la paz definitiva y celestial que nos ofrece Jesús? ¿No es precisamente esa paz “como el mundo la da”, en la que según parece no hay confianza alguna? ¿Qué tienen en común estas dos concepciones de la paz celestial y divina, y la de una paz política universal?Hay una tradición cristiana que aquí establece de hecho una distinción tajante y a favor de la cual se alinean grandes nombres, como los de S. Agustín y M. Lutero. Según esa tradición la paz prometida por Jesús es en primer término una realidad espiritual e interior, que ciertamente se la prometido al hombre, pero que sólo encuentra su pleno desarrollo en el más allá o al final de los tiempos.Quienes se atienen a estas y parecidas interpretaciones son también en buena medida del parecer de que en modo alguno se puede compaginar esta paz religiosa del corazón, entendida sobre todo en un sentido individualista, con las proposiciones y los esfuerzos políticos por la paz. La religión, según ellos, tiene que ver con la salvación del alma, y cualquier consecuencia política o social que se saque de aquella se les antoja una falsificación.Por otra parte, y a causa precisamente de esa concepción, al cristianismo se le ha lanzado el reproche de que en su historia bimilenaria haya hecho muy poco por impedir las guerras y otros conflictos sociales. Los países del occidente cristiano no han podido evitar los grandes conflictos y han emprendido sus conquistas colonialistas, con las que han impuesto la opresión y la esclavitud en lugar de la paz.Gandhi nunca se hizo bautizar porque los ingleses eran “cristianos”; “Cristo me seduce, decía, pero los cristianos me dan asco”; para los árabes, hoy, los Estados Unidos son los nuevos cruzados, con la consiguiente deformación del cristianismo. Esto ha determinado en lo mejor del cristianismo una reflexión más auténtica y cuidadosa sobre el tema. Así se refleja en la “Pacem in terris” citada más arriba.Lo que ha de quedar claro a todos los cristianos, que lo sean, es que la fe en la reconciliación operada por Cristo puede y debe ser efectiva hasta el punto de que los cristianos que creen en esa reconciliación, se esfuercen con todas sus energías por el establecimiento de la paz en el mundo. La paz de Cristo, que debe reinar en los corazones, impulsa a instaurar la paz en todos los ámbitos humanos y en el terreno sociopolítico, y se esfuerza por lograrlo.A ello contribuye también el conocimiento de que las guerras las hacen los hombres y no son catástrofes naturales inevitables, afirma J. Blank. Los cristianos, que conocen la paz de Dios, deberían estar particularmente dispuestos a ello. Sin duda que de ahí deriva una de las tareas más importantes para un pensamiento y una acción políticos de responsabilidad cristiana. Las dificultades concretas, que se dan en este campo no deben desconocerse o postergarse. Más, dado que hoy la humanidad debe aprender la paz de un modo nuevo y fundamental, si es que no quiere llegar a su aniquilación, el propósito cristiano de paz para el mundo es en sí mismo sensato, y lo es también el contar con un planteamiento de tareas a largo plazo.De este modo el compromiso sociopolítico de los cristianos se convierte en un testimonio de la presencia de Cristo en la comunidad. La defensa de la paz, de la humanidad, de la justicia y de la libertad sociales y políticas, así como la lucha contra el hambre, la miseria y la opresión de toda índole, adquiere aquí un peculiar valor de testimonio.Jesús llamó bienaventurados a los que trabajan por la paz, y dijo que su premio será ser llamados hijos de Dios; existen en el mundo muchos trabajadores que luchan por la paz aunque no aparezcan en los medios. Un número cada vez mayor de cristianos y no cristianos ha llegado al convencimiento de que vale la pena probar la fuerza de la no violencia en su vida personal, escribe Häring. Mas por satisfactorio que esto sea, no debe inducir a la tentación de abandonar la responsabilidad política para refugiarse en la esfera meramente privada.
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