La Monarquía republicana
JOSÉ ANTONIO GONZÁLEZ CASANOVA*
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Mi admirado compañero de lucha antifranquista Vicenç Navarro se ha referido varias veces en esta página a la Monarquía y al actual Jefe del Estado como emblemas de una falsa transición a la democracia, promovida por el franquismo con la complicidad de un rey designado por Franco. De ahí que el profesor catalán vincule a Juan Carlos I y a su familia a la oligarquía tradicional de la derecha, la cual seguiría controlando el Estado más atrasado de Europa en políticas sociales y en prácticas democráticas. Comparto plenamente los juicios denunciantes de mi colega sobre los desmanes sociales de esa derecha y su actividad antidemocrática, según puede verse en mi reciente libro La derecha contra el Estado.
Por eso aplaudo muy a menudo sus documentados y reveladores escritos en esa línea. Pero he de discrepar en cuanto a la confusión que sufre, a mi juicio, al incluir (e incluso destacar) en su paquete crítico la actual Monarquía española. Tal discrepancia no tiene otra autoridad que mi presencia directa en el proceso constituyente y mis viejos conocimientos de derecho constitucional.
En 1978, el ponente socialista Gregorio Peces-Barba me encargó redactar un anteproyecto sobre la forma de monarquía y las funciones del rey propias de una democracia, por si no prosperaba la alternativa republicana del PSOE. La fórmula era bien clásica. Definida hace más de un siglo por George Jellinek y asumida por la doctrina, la monarquía republicana es el nombre, en apariencia paradójico, que, técnicamente, se aplica a todas las monarquías europeas. En nuestro caso suponía superar la monarquía moderada de los anteriores Borbones, según la cual el rey presidía los gobiernos surgidos de unas Cortes amañadas por los gobernantes de turno, encarnaba al Estado y era el soberano de la nación. Seguía siendo la antigua monarquía, medieval, o absolutista, limitada ahora por nuevas formalidades y una oligarquía económica liberal antidemocrática.
La ley franquista de 1967 imaginó una monarquía similar para cuando fuera rey el príncipe Juan Carlos. Y por eso vino el escándalo de un sector de la UCD y del Fraga de Alianza Popular cuando leyeron el anteproyecto. Un grupo acudió al rey para que se negara a aceptar el papel de monarca desposeído de todo poder que le imponían los republicanos socialistas. Al recordarles el monarca su ya proclamada neutralidad en un tema que le afectaba directamente, el grupo creyó acabar de convencerle añadiéndole que la idea provenía de un jurista del PSC, de un socialista ¡catalán! El rey se molestó un poco y, con una sonrisa irónica, zanjó el asunto: “Pues miren, quizás algun día tendré que estarles muy agradecido a los socialistas catalanes”.
La fórmula monárquica que impuso la izquierda no sólo rompió con las anteriores, sino que instituyó por fin un verdadero Estado moderno. Las monarquías fueron el precedente histórico del Estado pero, dentro de él, suponen su negación por ser antidemocráticas. Nuestro rey ya no es soberano, porque el artículo 23.1 de la Constitución asigna la soberanía a los ciudadanos. Llamarse rey es ostentar un título heredado y heredable, pero nada más. La persona de Juan Carlos I sigue siendo la misma que cuando Franco le designó, mas su figura constitucional es la contraria de la que imaginó el autócrata. No es un monarca como, de hecho, lo fue este. El rey, jefe del Estado, preside una república coronada, no una monarquía soberana. En puridad, es un alto funcionario estatal, pues representa (no encarna) al Estado, o sea, a la res publica, y esta le asigna unas funciones (no poderes) para que sirva a la ciudadanía.
Al no ser elegido por esta, la democracia no le legitima para mandar, sino para obedecer. Gracias al famoso Golpe de Estado del 23-F, el generalato franquista pudo entender que su máximo jefe militar, a diferencia de Franco, estaba sujeto a la Constitución y no al revés. El rey dispuso, en nombre de una democracia amenazada de golpe militar y con su Gobierno secuestrado, que dirigiera su defensa un Gobierno provisional de secretarios y subsecretarios, no una junta militar. No asumió el Poder Ejecutivo porque no lo tenía. Si tenía, en cambio, el deber de defender la Constitución y la democracia, igual que cualquier otro ciudadano.
Por otra parte, confundir al rey con la derecha conservadora es olvidar que el aznarismo ninguneó al jefe del Estado, pues, Jiménez Losantos dixit, “sólo se lleva bien con los socialistas y muy mal con la derecha”. La verdadera paradoja de nuestra Monarquía republicana reside en que son las republicanas izquierdas las que la apoyan, mientras cierta derecha, denunciada con razón por Vicenç Navarro, pretende una república presidencialista de partido hegemónico, que disfrazaría de democracia una monarquía personal autoritaria conducida por un nuevo caudillo. Creo, con todo convencimiento, que una izquierda española coherente no puede hacerle el juego a esa derecha seudorepublicana atacando a la Corona.
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*José Antonio González Casanova es Catedrático de Derecho Constitucional y escritor
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Ilustración de Enric Jardí
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Mi admirado compañero de lucha antifranquista Vicenç Navarro se ha referido varias veces en esta página a la Monarquía y al actual Jefe del Estado como emblemas de una falsa transición a la democracia, promovida por el franquismo con la complicidad de un rey designado por Franco. De ahí que el profesor catalán vincule a Juan Carlos I y a su familia a la oligarquía tradicional de la derecha, la cual seguiría controlando el Estado más atrasado de Europa en políticas sociales y en prácticas democráticas. Comparto plenamente los juicios denunciantes de mi colega sobre los desmanes sociales de esa derecha y su actividad antidemocrática, según puede verse en mi reciente libro La derecha contra el Estado.
Por eso aplaudo muy a menudo sus documentados y reveladores escritos en esa línea. Pero he de discrepar en cuanto a la confusión que sufre, a mi juicio, al incluir (e incluso destacar) en su paquete crítico la actual Monarquía española. Tal discrepancia no tiene otra autoridad que mi presencia directa en el proceso constituyente y mis viejos conocimientos de derecho constitucional.
En 1978, el ponente socialista Gregorio Peces-Barba me encargó redactar un anteproyecto sobre la forma de monarquía y las funciones del rey propias de una democracia, por si no prosperaba la alternativa republicana del PSOE. La fórmula era bien clásica. Definida hace más de un siglo por George Jellinek y asumida por la doctrina, la monarquía republicana es el nombre, en apariencia paradójico, que, técnicamente, se aplica a todas las monarquías europeas. En nuestro caso suponía superar la monarquía moderada de los anteriores Borbones, según la cual el rey presidía los gobiernos surgidos de unas Cortes amañadas por los gobernantes de turno, encarnaba al Estado y era el soberano de la nación. Seguía siendo la antigua monarquía, medieval, o absolutista, limitada ahora por nuevas formalidades y una oligarquía económica liberal antidemocrática.
La ley franquista de 1967 imaginó una monarquía similar para cuando fuera rey el príncipe Juan Carlos. Y por eso vino el escándalo de un sector de la UCD y del Fraga de Alianza Popular cuando leyeron el anteproyecto. Un grupo acudió al rey para que se negara a aceptar el papel de monarca desposeído de todo poder que le imponían los republicanos socialistas. Al recordarles el monarca su ya proclamada neutralidad en un tema que le afectaba directamente, el grupo creyó acabar de convencerle añadiéndole que la idea provenía de un jurista del PSC, de un socialista ¡catalán! El rey se molestó un poco y, con una sonrisa irónica, zanjó el asunto: “Pues miren, quizás algun día tendré que estarles muy agradecido a los socialistas catalanes”.
La fórmula monárquica que impuso la izquierda no sólo rompió con las anteriores, sino que instituyó por fin un verdadero Estado moderno. Las monarquías fueron el precedente histórico del Estado pero, dentro de él, suponen su negación por ser antidemocráticas. Nuestro rey ya no es soberano, porque el artículo 23.1 de la Constitución asigna la soberanía a los ciudadanos. Llamarse rey es ostentar un título heredado y heredable, pero nada más. La persona de Juan Carlos I sigue siendo la misma que cuando Franco le designó, mas su figura constitucional es la contraria de la que imaginó el autócrata. No es un monarca como, de hecho, lo fue este. El rey, jefe del Estado, preside una república coronada, no una monarquía soberana. En puridad, es un alto funcionario estatal, pues representa (no encarna) al Estado, o sea, a la res publica, y esta le asigna unas funciones (no poderes) para que sirva a la ciudadanía.
Al no ser elegido por esta, la democracia no le legitima para mandar, sino para obedecer. Gracias al famoso Golpe de Estado del 23-F, el generalato franquista pudo entender que su máximo jefe militar, a diferencia de Franco, estaba sujeto a la Constitución y no al revés. El rey dispuso, en nombre de una democracia amenazada de golpe militar y con su Gobierno secuestrado, que dirigiera su defensa un Gobierno provisional de secretarios y subsecretarios, no una junta militar. No asumió el Poder Ejecutivo porque no lo tenía. Si tenía, en cambio, el deber de defender la Constitución y la democracia, igual que cualquier otro ciudadano.
Por otra parte, confundir al rey con la derecha conservadora es olvidar que el aznarismo ninguneó al jefe del Estado, pues, Jiménez Losantos dixit, “sólo se lleva bien con los socialistas y muy mal con la derecha”. La verdadera paradoja de nuestra Monarquía republicana reside en que son las republicanas izquierdas las que la apoyan, mientras cierta derecha, denunciada con razón por Vicenç Navarro, pretende una república presidencialista de partido hegemónico, que disfrazaría de democracia una monarquía personal autoritaria conducida por un nuevo caudillo. Creo, con todo convencimiento, que una izquierda española coherente no puede hacerle el juego a esa derecha seudorepublicana atacando a la Corona.
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*José Antonio González Casanova es Catedrático de Derecho Constitucional y escritor
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Ilustración de Enric Jardí
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Público - España/17/04/2009
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