El pueblo cubano, su nación, su estado (I)
Dr. Armando Cristóbal Pérez, Vicepresidente Sociedad Cubana de Investigaciones Filosóficas (SCIF)Sub Director de la Revista Internacional Marx Ahora
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Preliminares
Numerosas pueden ser las ciencias desde las cuales se aborde el tema que aquí se propone. En esta oportunidad la relación entre los conceptos pueblo, nación y estado referidos a Cuba, se establece desde una ciencia política que —aprovechando lo útil y valioso de su expresión euroccidental— se propone repensarse de manera nueva a partir de las necesidades e intereses del sur, un sur no sólo geográfico puesto que también los países capitalistas desarrollados tienen su propia periferia discriminada y sometida.
Tal relación debía resultar —en la realidad de todos los casos- orgánica y endógena. Lamentablemente, no ha sido así en la mayor parte de los países, sobre todo en los últimos tres siglos, y su expresión contradictoria en la actualidad, es reforzada por el accionar conjunto del imperialismo moderno y la globalización neoliberal. Pero una acción foránea como esa sobre cada comunidad, no ha dejado de estar presente desde antes que diera inicio el capitalismo. En la Cuba contemporánea no existe una articulación conflictiva entre pueblo, nación y estado, ni por razones propias, ni ajenas. Pero sí ha ocurrido en otras etapas de su devenir, precisamente como parte de la historia mundial de la que ha formado parte.
Y el estudio de su caso desde la óptica que se propone, puede contribuir a una mejor comprensión de lo que sucede en la actualidad en otros lugares.
No es casual ni arbitrario el uso de este nuevo enfoque. Como ha sido expuesto recientemente, “en el caso de la ciencia política, por concernir al comportamiento de lo seres humanos, su estatuto y cada una de sus dimensiones trasciende la cognición para adentrarse en lo axiológico y, fundamentalmente, en el futuro y en el sentido del ser humano en relación con la dirección política determinante o condicionada. En un período en el cual, la polarización actual hace marginada a la inmensa mayoría de la población mundial y constriñe su contrario a elites cada vez más minoritarias, las alternativas a dicha situación son un problema prioritario para la ciencia política contemporánea”. [Fung, 2005.]
Más, para alcanzar ese propósito, también la disciplina científica requiere un replanteamiento en el pasado de orígenes y causas, y necesariamente mediante el aprovechamiento de los resultados obtenidos desde otras ciencias sociales. Por eso —desde la filosofía política del marxismo que anima esa nueva ciencia política— se acudirá aquí a otros saberes, siempre que resulte necesario. Por ejemplo, a la historia en tanto registro factual, y también como reflexión contrafáctica. [Towson, 2004], indispensables para el análisis de lo acaecido en el plano político. Especial interés tienen en este sentido, las del ámbito etnosocial (sociología, antropología), donde ya existe —de manera consensuada— una concepción general para la comprensión de “las formas de organización de la sociedad humana, de lo local a lo universal”. (Jordán, 1963)
Por otra parte, es indispensable. Porque el objeto que se estudia (el acontecer de un pueblo y la construcción de su Nación y de su Estado), se despliega en tiempo y espacio a través de la interacción de diversos procesos autónomos, simultáneos e interdependientes, regidos por sus propias lógicas particulares, en medio de la transformación sucesiva pero no sincrónica de regímenes económico-sociales, y de la relativa autonomía circunstancial de la actividad política mundial y local.
De tal problemática metodológica, sólo se tendrá en cuenta en este artículo –de manera sistémica- el entrelazamiento de los procesos etnosociales y sociopolíticos. De la sustentación económica del conjunto, por conocida, sólo se hará referencia puntual en lo que resulte conveniente. De lo histórico, se seguirá el sentido y se utilizará el registro de acontecimientos, para fijar los cambios en los procesos y su interrelación.
Y dado que algunos términos tienen un carácter polisémico, se establecerá la distinción correspondiente según resulte oportuno, como es el caso ahora del vocablo pueblo. Para esta etapa inicial del texto, se entenderá como tal toda “comunidad humana históricamente formada y asentada en un territorio”, que es el más general de los conceptos que la denotan y que es identificable con las entidades étnicas (o simplemente etnias) y sus atributos habituales. Para abordar el estudio de los pueblos en el sentido que interesa, también resulta provechoso recordar el criterio de que los rasgos específicos de desarrollo de las formaciones histórico-culturales se ponen de manifiesto de dos maneras diferentes.
Una de éstas, en la que el proceso transcurre mediante cambios aislados en su evolución étnica, por lo que no se originan rupturas del sistema. La otra, precisamente, cuando las rupturas de ese desarrollo gradual originan estadios nuevos. Por razones de exposición -y sobre todo porque en Cuba es de esta segunda manera como se observa mejor el entrelazamiento (no necesariamente sincrónico) del proceso etnosocial con el sociopolítico-, el análisis se estructurará según los momentos de ruptura.
Las comunidades históricamente formadas, se caracterizan por poseer una autodenominación, es decir, un nombre propio colectivo que se dan sus gentes o endoetnónimo, -que también es conocido como gentilicio- y que en el caso de la Isla llegará a ser el de cubanos. La existencia de esta autoidentificación colectiva presupone la de una autoconciencia que (al menos en las etapas históricas más antiguas), se manifiesta a través de la comparación con pueblos foráneos mediante la antítesis “nosotros-ellos” y se remonta a un origen común, mítico o verdadero. Lo esencial será de manera creciente el sentido de pertenencia, el deseo de ser integrante de una comunidad dada. Estas son algunos de los principales rasgos externos y subjetivos de los pueblos, en tanto entidad étnica. (Bromley, 1986)
Esta mínima aproximación teórica, requiere además algunas precisiones. No existe identificación alguna entre comunidad étnica y comunidad racial, ni aquella es tampoco biológica -dado que la endogamia se debe a factores de carácter sociocultural-; en cambio, los rasgos característicos de la cultura sí poseen un significado de particular importancia para la demarcación étnica, entendida aquella en su sentido más amplio, o lo que es igual, la totalidad de los métodos específicamente humanos, de una actividad orientada hacia un objetivo y sus resultados. Pero, ellos aseguran la diferenciación entre comunidades étnicas, sólo si son tomados en su conjunto. Un componente particular, por sí mismo, no es signo etno-diferencial.
Es necesario tener en cuenta en sentido general el vínculo de los fenómenos propiamente étnicos con los socoeconómicos, porque, según reconoce la mayor parte de los especialistas, las entidades o comunidades étnicas no existen fuera de sus instituciones sociales y, por lo tanto, del correspondiente condicionamiento económico.
De manera que –una vez delimitada esta mínima problemática- se define con mayor precisión, operacionalmente para este texto, como pueblo o comunidad étnica (idénticos en este nivel del análisis), un grupo estable de gente constituido históricamente en un territorio determinado, que posee particularidades de cultura comunes, más o menos estables (incluida la lengua) y de mentalidad, así como una conciencia de su unidad y distinción de todas las demás formaciones (autoconciencia) fijadas en su auto-denominación o etnónimo.
Con seguridad, en este momento algún lector podrá objetar la necesidad de reiterar tales definiciones, y recordará que –desde el siglo XIX- la teoría socio-política ha utilizado formulaciones más o menos semejantes a la hora de abordar esta relación, sobre todo en lo referido a los llamados “problemas nacionales”. Pero hay diferencias sustanciales entre aquellas expresiones (incluso las formuladas desde la teoría marxista) y las concepciones contemporáneas.
Una de ellas, la constatación de que la situación particular de una comunidad dada forma parte de uno o más “procesos etnosociales”. No es posible hacer ahora una caracterización exhaustiva de tales procesos. Pero sí es indispensable subrayar que ellos tienen un carácter universal. Es decir, que forman parte del desarrollo de la especie humana en todo tiempo y lugar del planeta, expandiéndose e interrelacionándose. Lo que significa que, aun cuando cada comunidad posee –como todo fenómeno social- origen, desarrollo y término propios de duración impredecible, puede atravesar diversos estadios en su historia y asumir ordenamientos de carácter político diferentes, simultánea y sucesivamente. Además, en la medida en que la humanidad ha crecido demográficamente por todo el territorio planetario, esos procesos han venido a constituir, una trama que estructura también la vida global de la población mundial.
Otra diferencia en este sentido entre la teorización en el siglo XIX y la actual, es el reduccionismo de aquella por insuficiencia cognitiva, al intentar limitar -desde el saber político- sólo a tres los estadios etnosociales en que puede encontrarse un pueblo o comunidad en el proceso de su formación histórica ( la tribu, para las entidades no estatales; y la nacionalidad y la Nación, ambas para las de carácter estatal) como etapas necesariamente sucesivas en orden jerárquico. En realidad ése es sólo un caso entre otros muchos posibles. Tal limitación ha tenido graves consecuencias, incluso durante la toma de decisiones estratégicas o tácticas de política práctica. Existen niveles de organización etnosociales inferiores al de una tribu y superiores al de una nación, así como estadios intermedios entre ellos, y no sólo de manera vertical, sino también horizontal (como en la asociación, la absorción, la integración, etc)
Sobre la base de estas pocas generalizaciones y atendiendo al objeto de estudio, se tomarán, para una primera etapa del proceso cubano, como hitos para la exposición, los principales momentos de ruptura del proceso etnosocial cubano. En cambio, ya durante una segunda, la determinación expositiva será sociopolítica. Ello se explica por el diverso predominio relativo de uno u otro proceso en el conjunto, según el momento de su entrelazamiento histórico.
Numerosas pueden ser las ciencias desde las cuales se aborde el tema que aquí se propone. En esta oportunidad la relación entre los conceptos pueblo, nación y estado referidos a Cuba, se establece desde una ciencia política que —aprovechando lo útil y valioso de su expresión euroccidental— se propone repensarse de manera nueva a partir de las necesidades e intereses del sur, un sur no sólo geográfico puesto que también los países capitalistas desarrollados tienen su propia periferia discriminada y sometida.
Tal relación debía resultar —en la realidad de todos los casos- orgánica y endógena. Lamentablemente, no ha sido así en la mayor parte de los países, sobre todo en los últimos tres siglos, y su expresión contradictoria en la actualidad, es reforzada por el accionar conjunto del imperialismo moderno y la globalización neoliberal. Pero una acción foránea como esa sobre cada comunidad, no ha dejado de estar presente desde antes que diera inicio el capitalismo. En la Cuba contemporánea no existe una articulación conflictiva entre pueblo, nación y estado, ni por razones propias, ni ajenas. Pero sí ha ocurrido en otras etapas de su devenir, precisamente como parte de la historia mundial de la que ha formado parte.
Y el estudio de su caso desde la óptica que se propone, puede contribuir a una mejor comprensión de lo que sucede en la actualidad en otros lugares.
No es casual ni arbitrario el uso de este nuevo enfoque. Como ha sido expuesto recientemente, “en el caso de la ciencia política, por concernir al comportamiento de lo seres humanos, su estatuto y cada una de sus dimensiones trasciende la cognición para adentrarse en lo axiológico y, fundamentalmente, en el futuro y en el sentido del ser humano en relación con la dirección política determinante o condicionada. En un período en el cual, la polarización actual hace marginada a la inmensa mayoría de la población mundial y constriñe su contrario a elites cada vez más minoritarias, las alternativas a dicha situación son un problema prioritario para la ciencia política contemporánea”. [Fung, 2005.]
Más, para alcanzar ese propósito, también la disciplina científica requiere un replanteamiento en el pasado de orígenes y causas, y necesariamente mediante el aprovechamiento de los resultados obtenidos desde otras ciencias sociales. Por eso —desde la filosofía política del marxismo que anima esa nueva ciencia política— se acudirá aquí a otros saberes, siempre que resulte necesario. Por ejemplo, a la historia en tanto registro factual, y también como reflexión contrafáctica. [Towson, 2004], indispensables para el análisis de lo acaecido en el plano político. Especial interés tienen en este sentido, las del ámbito etnosocial (sociología, antropología), donde ya existe —de manera consensuada— una concepción general para la comprensión de “las formas de organización de la sociedad humana, de lo local a lo universal”. (Jordán, 1963)
Por otra parte, es indispensable. Porque el objeto que se estudia (el acontecer de un pueblo y la construcción de su Nación y de su Estado), se despliega en tiempo y espacio a través de la interacción de diversos procesos autónomos, simultáneos e interdependientes, regidos por sus propias lógicas particulares, en medio de la transformación sucesiva pero no sincrónica de regímenes económico-sociales, y de la relativa autonomía circunstancial de la actividad política mundial y local.
De tal problemática metodológica, sólo se tendrá en cuenta en este artículo –de manera sistémica- el entrelazamiento de los procesos etnosociales y sociopolíticos. De la sustentación económica del conjunto, por conocida, sólo se hará referencia puntual en lo que resulte conveniente. De lo histórico, se seguirá el sentido y se utilizará el registro de acontecimientos, para fijar los cambios en los procesos y su interrelación.
Y dado que algunos términos tienen un carácter polisémico, se establecerá la distinción correspondiente según resulte oportuno, como es el caso ahora del vocablo pueblo. Para esta etapa inicial del texto, se entenderá como tal toda “comunidad humana históricamente formada y asentada en un territorio”, que es el más general de los conceptos que la denotan y que es identificable con las entidades étnicas (o simplemente etnias) y sus atributos habituales. Para abordar el estudio de los pueblos en el sentido que interesa, también resulta provechoso recordar el criterio de que los rasgos específicos de desarrollo de las formaciones histórico-culturales se ponen de manifiesto de dos maneras diferentes.
Una de éstas, en la que el proceso transcurre mediante cambios aislados en su evolución étnica, por lo que no se originan rupturas del sistema. La otra, precisamente, cuando las rupturas de ese desarrollo gradual originan estadios nuevos. Por razones de exposición -y sobre todo porque en Cuba es de esta segunda manera como se observa mejor el entrelazamiento (no necesariamente sincrónico) del proceso etnosocial con el sociopolítico-, el análisis se estructurará según los momentos de ruptura.
Las comunidades históricamente formadas, se caracterizan por poseer una autodenominación, es decir, un nombre propio colectivo que se dan sus gentes o endoetnónimo, -que también es conocido como gentilicio- y que en el caso de la Isla llegará a ser el de cubanos. La existencia de esta autoidentificación colectiva presupone la de una autoconciencia que (al menos en las etapas históricas más antiguas), se manifiesta a través de la comparación con pueblos foráneos mediante la antítesis “nosotros-ellos” y se remonta a un origen común, mítico o verdadero. Lo esencial será de manera creciente el sentido de pertenencia, el deseo de ser integrante de una comunidad dada. Estas son algunos de los principales rasgos externos y subjetivos de los pueblos, en tanto entidad étnica. (Bromley, 1986)
Esta mínima aproximación teórica, requiere además algunas precisiones. No existe identificación alguna entre comunidad étnica y comunidad racial, ni aquella es tampoco biológica -dado que la endogamia se debe a factores de carácter sociocultural-; en cambio, los rasgos característicos de la cultura sí poseen un significado de particular importancia para la demarcación étnica, entendida aquella en su sentido más amplio, o lo que es igual, la totalidad de los métodos específicamente humanos, de una actividad orientada hacia un objetivo y sus resultados. Pero, ellos aseguran la diferenciación entre comunidades étnicas, sólo si son tomados en su conjunto. Un componente particular, por sí mismo, no es signo etno-diferencial.
Es necesario tener en cuenta en sentido general el vínculo de los fenómenos propiamente étnicos con los socoeconómicos, porque, según reconoce la mayor parte de los especialistas, las entidades o comunidades étnicas no existen fuera de sus instituciones sociales y, por lo tanto, del correspondiente condicionamiento económico.
De manera que –una vez delimitada esta mínima problemática- se define con mayor precisión, operacionalmente para este texto, como pueblo o comunidad étnica (idénticos en este nivel del análisis), un grupo estable de gente constituido históricamente en un territorio determinado, que posee particularidades de cultura comunes, más o menos estables (incluida la lengua) y de mentalidad, así como una conciencia de su unidad y distinción de todas las demás formaciones (autoconciencia) fijadas en su auto-denominación o etnónimo.
Con seguridad, en este momento algún lector podrá objetar la necesidad de reiterar tales definiciones, y recordará que –desde el siglo XIX- la teoría socio-política ha utilizado formulaciones más o menos semejantes a la hora de abordar esta relación, sobre todo en lo referido a los llamados “problemas nacionales”. Pero hay diferencias sustanciales entre aquellas expresiones (incluso las formuladas desde la teoría marxista) y las concepciones contemporáneas.
Una de ellas, la constatación de que la situación particular de una comunidad dada forma parte de uno o más “procesos etnosociales”. No es posible hacer ahora una caracterización exhaustiva de tales procesos. Pero sí es indispensable subrayar que ellos tienen un carácter universal. Es decir, que forman parte del desarrollo de la especie humana en todo tiempo y lugar del planeta, expandiéndose e interrelacionándose. Lo que significa que, aun cuando cada comunidad posee –como todo fenómeno social- origen, desarrollo y término propios de duración impredecible, puede atravesar diversos estadios en su historia y asumir ordenamientos de carácter político diferentes, simultánea y sucesivamente. Además, en la medida en que la humanidad ha crecido demográficamente por todo el territorio planetario, esos procesos han venido a constituir, una trama que estructura también la vida global de la población mundial.
Otra diferencia en este sentido entre la teorización en el siglo XIX y la actual, es el reduccionismo de aquella por insuficiencia cognitiva, al intentar limitar -desde el saber político- sólo a tres los estadios etnosociales en que puede encontrarse un pueblo o comunidad en el proceso de su formación histórica ( la tribu, para las entidades no estatales; y la nacionalidad y la Nación, ambas para las de carácter estatal) como etapas necesariamente sucesivas en orden jerárquico. En realidad ése es sólo un caso entre otros muchos posibles. Tal limitación ha tenido graves consecuencias, incluso durante la toma de decisiones estratégicas o tácticas de política práctica. Existen niveles de organización etnosociales inferiores al de una tribu y superiores al de una nación, así como estadios intermedios entre ellos, y no sólo de manera vertical, sino también horizontal (como en la asociación, la absorción, la integración, etc)
Sobre la base de estas pocas generalizaciones y atendiendo al objeto de estudio, se tomarán, para una primera etapa del proceso cubano, como hitos para la exposición, los principales momentos de ruptura del proceso etnosocial cubano. En cambio, ya durante una segunda, la determinación expositiva será sociopolítica. Ello se explica por el diverso predominio relativo de uno u otro proceso en el conjunto, según el momento de su entrelazamiento histórico.
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Primera ruptura etnosocial/Imposición foránea del primer ordenamiento político.
Ante todo, es necesario fijar cuál era el estadio o nivel del proceso etnosocial en que se encontraban las comunidades humanas formadas históricamente -o pueblos originarios-, asentados en territorio del archipiélago cubano a la llegada de los conquistadores europeos a fines del siglo XV. Para tales aspectos seguiremos a los autores que nos recuerdan que “la presencia del hombre en Cuba es mucho más antigua de lo que se estimaba hasta hace algunas décadas –alertan los investigadores-; Diez mil años antes de que Cristóbal Colón arribase a sus costas (...), ya habían llegado a ellas, los primeros pobladores; de estas primeras culturas sólo quedaban huellas diseminadas, que la ciencia arqueológica tardaría más de cuatro centurias en descubrir” (Instituto de Historia, 1994).
En cuanto a las comunidades que habitaban en este territorio a la llegada de los españoles, los cronistas de Indias -primeros en registrar el acontecer de la isla y sus pobladores-, sólo pudieron distinguir algunos tipos de agrupaciones aborígenes, que han sido historiados sostenidamente en su complejidad. No obstante, es conveniente recordar que en ese momento, las comunidades aborígenes del tronco arahuaco que habían llegado a las Islas caribeñas desde el sur de la tierra continental, se encontraban todas en el tránsito de la última fase de la barbarie a la civilización, según la teoría antropológica.
Por otra parte, tal y como se reconoce en la actualidad, los diferentes grupos humanos que arribaron de manera sucesiva en épocas diferentes a la isla grande -llamada Cuba por sus más antiguos pobladores-, “con igual o distinto nivel de desarrollo socioeconómico, incluso provenientes tal vez de variados rincones del Nuevo Mundo, no pueden ser considerados como partícipes de un mismo etnos”.
De entre los grupos aborígenes de las Antillas -todos en régimen de comunidad primitiva-, sólo los agricultores poseían una misma lengua, una cultura, y unas creencias. En el caso de Cuba, tales comunidades no parecen haber alcanzado todavía en ese momento el nivel unitario que otorga una federación tribal. Esto no excluye la existencia de algunos vínculos intercomunales y el que -en algunos casos-, hubiera ya condiciones objetivas para el inicio de la descomposición de esa sociedad.
En resumen, que no puede fundamentarse la existencia de una comunidad etnosocial única viviendo en la isla con anterioridad a la llegada de los europeos, que pudiera ser denominada pueblo. Y, menos aún, que las existentes se encontraran organizadas en conjunto mediante un ordenamiento político superior al tribal.
No obstante, a los fines de este texto, por tratarse de la población originariamente asentada en el territorio de la isla y encontrarse sus distintas comunidades en tránsito hacia formas superiores de organización social, se considerará aquella como el origen de diversos procesos etnosociales que podrían haber llegado a constituir en su desarrollo un pueblo cubano. Porque, de no haberse producido la interrupción de aquellos por fuerzas foráneas, nada podía impedir necesariamente la formación histórica de una comunidad única de organización superior, incluso con Estado propio.
Una segunda razón es que, a pesar de la desaparición masiva de los aborígenes y por ende de sus comunidades, su huella etnocultural continúa vigente. Por una parte, a pesar de la afectación biológica letal del encuentro y las acciones genocidas y etnocidas a las que se vieron sometidas las diversas comunidades existentes en la Isla a la llegada de los conquistadores, hubo tiempo suficiente para que se produjeran niveles de transculturación y mestizaje entre unos y otros. Incluso, estudios antropológicos recientes ponen en evidencia que persiste la presencia biológica aborigen en la población cubana residente en algunas zonas limitadas, que fueron tradicionalmente marginadas del desarrollo moderno en fecha anterior a la segunda mitad del siglo XX.
Y aunque sus principales rasgos étnicos hayan desaparecido como caracterizadores de una comunidad específica, perviven de diversas maneras en los de la población cubana contemporánea a través de portadores materiales e inmateriales. A pesar de su ausencia física desde hace más de medio milenio, tales ancestros han contribuido a dotar al pueblo cubano actual -a través de la memoria histórica- de un origen común no sólo mítico. Y han entregado, al imaginario popular y su cultura política contemporánea , la lucha contra el invasor como instrumento de resistencia, identificada en la figura del Indio Hatuey.
Como el poblamiento aborigen de la isla se produjo en oleadas, durante un largo período y por pueblos emparentados -aparentemente sin grandes conflictos-, no debe considerársele como una ruptura de los procesos etnosociales endógenos ya existentes, sino, en todo caso, como un reforzamiento evolutivo. Por otra parte las incursiones de los indios “caribes”, rechazadas por los pobladores sin que aquellos establecieran asentamiento en el territorio isleño, tampoco significan una modificación significativa en el status quo.
Por lo tanto el sujeto histórico que provocó una primera ruptura en los procesos etnosociales endógenos de las comunidades de la isla para sumarse de inmediato a ellos. Sus representantes físicos provenían del extremo occidental del continente europeo y llegaron a la isla como invasores y ocupantes. Eran mayormente varones blancos, de nacionalidad castellana, pero también provenientes de sus poblamientos históricos más recientes (extremeños, andaluces, canarios), mezclados con los de otras nacionalidades peninsulares más antiguas, con árabes y judíos conversos, e incluso acompañados de africanos en condición de esclavos patrimoniales, todos en un proceso inconcluso de integración en su lugar de origen, y acompañados por más de un europeo no ibérico. Las diferencias, entre ellos y con respecto a los pobladores autóctonos de la isla, eran pues de todo tipo.
Son los integrantes de estas huestes, los que van a dar inicio a nuevos procesos etnosociales en la Isla al relacionarse con los habitantes autóctonos. Como es sabido, esta relación fue diversa, contradictoria, violenta y, a la larga, mortal para los pueblos isleños. Con posterioridad, otros poblamientos (americanos, europeos, asiáticos y –sobre todo- la enorme masa de mujeres y hombres procedentes de África), se integraron a esa relación múltiple. Pero lo que interesa ahora destacar por su significación en este caso, es que los recién llegados -y todos los que vendrían más tarde-, no constituían tampoco representantes colectivos de una sola y misma nacionalidad.
Al propio tiempo, la llegada a América de los conquistadores procedentes de la península Ibérica fue, la culminación de una etapa de procesos políticos que sólo se desarrollaban entonces en territorio euroasiático. Y con su arribo, darían inicio a otro, que –extendido a África y América- paulatinamente asumiría un carácter mundial.
Con respecto a lo primero –las particularidades etnosociales de la conquista y la colonización-, implica que, en tanto componentes de pueblos en proceso de integración, los recién llegados no poseían aún una única y consolidada identidad; por ende, el conjunto de sus portadores materiales e inmateriales no se encontraba suficientemente estructurado en sistema como para imponerse por sí mismo a la población autóctona y subsumirla mediante la aculturación (en sentido estricto) o para homogeneizarla de manera rápida en una sola comunidad cultural (en sentido amplio). Al propio tiempo, esta debilidad propiciaba la absorción por los recién llegados de elementos culturales de los pueblos “extraños” y del territorio “desconocido” al que arribaban. “Todo español por sólo llegar a Cuba –advierte Ortiz-, ya era distinto de lo que había sido...” (Ortiz, 1991)
En cuanto a lo segundo –el proceso sociopolítico transplantado desde el territorio occidental de Europa-, es obvio que los conquistadores y colonizadores no eran parte de un movimiento espontáneo de migración de comunidades, sólo en busca de nuevas tierras para asentamiento o vías mejores para el comercio, sino representantes y ejecutores de un proyecto político expansivo de dominación y explotación auspiciado casi exclusivamente por la Corona de Castilla. Con ellos llegó a la tierra americana, no sólo el sometimiento de unos pueblos por otros, a la manera en que tradicionalmente se realizaba la fundación de colonias en la antigüedad; sino, también, la imposición de un ordenamiento económico, social y político que dimanaba de la tendencia imperialista del Estado unitario español -uno de los tres construidos en territorio occidental de Europa entre los siglos XIV y XV-, gracias al poder (transicionalmente hegemónico) de su monarquía dinástica y estamental. Con posterioridad, tal ordenamiento, ya perfeccionado habría de servir como matriz para el desarrollo del régimen económico social de la burguesía.
A pesar de su importancia, a nuestros efectos es posible hacer abstracción –por suficientemente conocido- de todo lo ocurrido en el escenario europeo antes del inició de los llamados “descubrimientos geográficos” del siglo XV. De todo, salvo de este proceso político de la construcción de un nuevo tipo de Estado, sobre la base de una remodelación –con métodos genocidas, etnocidas y de limpieza étnica, si se utilizaran términos actuales- de nacionalidades y Naciones que se había iniciado en el propio territorio europeo occidental desde antes de los siglos XII y XIII.
Por supuesto que, desde el punto de vista de la concepción filosófica, el Estado al que se hace referencia aquí es el que caracteriza el marxismo en su condición clasista como categoría general para todas las comunidades humanas históricamente formadas, descrito por Engels en su libro sobre su origen (conjuntamente con el de la familia y el de la propiedad privada). Desde esa misma concepción, pero a los efectos de este artículo, lo que se intenta caracterizar ahora –según la teoría y la nueva ciencia política contemporáneas- es la construcción de ese tipo de Estado histórico concreto.
Y es en la sociedad feudal del medioevo euroccidental (a partir del desmembramiento del Imperio “Carolingio), donde se gesta el entrelazamiento entre los procesos etnosociales y sociopolíticos del que surge el nuevo tipo de Estado. Con su proverbial perspicacia -especialmente en asuntos de esta naturaleza-, Engels llama la atención -en el libro ya mencionado-, sobre la extraña circunstancia de que en el territorio occidental europeo no hubiesen aparecido nuevas nacionalidades y Naciones en sustitución de las que existían con anterioridad a la irrupción de las tribus germanas en dominios del Imperio de Occidente tras el derrumbe del Estado romano. (Engels, 1955) Lamentablemente, su análisis -comenzado con el estudio de las tribus que dieran origen a la compleja constelación supraestatal de las Ciudades-Estados griegas de la antigüedad- concluye en la etapa en que se inicia el feudalismo en Europa.
Gran parte de los estudios políticos sobre el período subsiguiente -al menos hasta los siglos XIV y XV-, se orienta principalmente en dos direcciones: por una parte hacia la historia de su pensamiento teórico; por otra, al registro cronológico de la sucesión de regímenes, formas de gobierno, batallas y dinastías. Sólo de manera puntual pueden encontrarse -sobre todo en investigaciones monográficas- referencias al proceso etnosocial en desarrollo simultáneo con el económico y el político.
Tampoco es usual valorar en toda su dimensión ese hegemonismo –“ independencia relativa del poder político”, se dice- que, como en otras etapas transicionales en los modos de producción de la historia de Europa, adquieren los monarcas y los estamentos en los Estados territoriales en construcción en la Baja Edad Media. Dos experiencias simultáneas –en el conjunto de todas las transformaciones que acaecieron- lo propician: el desarrollo del las artes del gobierno en las ciudades independientes y el de la administración territorial feudal. Con los instrumentos del nuevo Estado –es necesario subrayarlo-, también se definirán y consolidarán los diversos procesos etnosociales en desarrollo dentro de sus fronteras. Es decir, a partir de este momento los procesos que originan la Nación étnica, irán siendo modificados en Europa en función de una construcción política de la Nación. De tal manera los monarcas lograrán, en su provecho y en el de la emergente burguesía que los financia, llevar a cabo sus designios de dominio.
Por eso, los “descubrimientos geográficos” de los europeos en otros continentes –como los de la Monarquía que acababa de unir las Coronas de Castilla y Aragón en tierras americanas, pero también los de Portugal en África, y después los del resto de los Estados euroasiáticos por todo el planeta-, cierran al mismo tiempo ese largo período medieval en el “viejo mundo” con la irrupción de nuevas nacionalidades y naciones políticas en su propio territorio. Ese es el momento en que se inicia la teoría política (de inspiración demoliberal) sobre la Nación, que excluye expresamente cualquier referencia al componente etnosocial. Pero tales descubrimientos abren, políticamente, otro: el de la expansión imperial en sucesivas oleadas –incluso a su periferia continental-, imponiendo un ordenamiento político (autoritario y jerarquizado vertical y centralmente), que caracteriza el llamado Estado Moderno, en su versión burguesa (es decir, el de tipo capitalista)
Ha llegado el momento de hacer una breve digresión, para establecer de manera sucinta una caracterización de este Estado que ha sido llamado Moderno (en oposición al de los regímenes anteriores), así como de algunas etapas de su construcción.
El Estado en la baja Edad Media europea es muy simple, con una organización eminentemente coactiva (guerras, contribuciones, orden jurídico), y un poder político muy repartido e incluso atomizado territorialmente (el Sacro Imperio Romano Germano llegó a integrar alrededor de 300 Estados). Sus cometidos económicos se dirigen a propósitos concretos y sólo dentro de ciertos límites. Numerosos distritos territoriales y derechos de soberanía escapan a la nominal autoridad de tal Estado.
Mediante un proceso político, que se repitió en todo el territorio occidental europeo, pero con particularidades y excepciones en múltiples casos –tanto al interior de los Estados, como en sus interrelaciones y en la lucha con el poder supraestatal de la Iglesia Católica-, los regidores de las comunidades más fuertes fueron eliminando de manera creciente los poderes intermedios y estableciendo un mando directo desde un punto central hasta los niveles más elementales de su estructura en su ordenamiento vertical, y hasta los límites del Estado vecino, en el horizontal. Donde quiera que fue posible, se produjo la total centralización autoritaria. E independientemente del aspecto meramente espiritual de la lucha religiosa, el movimiento conocido como “Reforma” propició el fraccionamiento de la Iglesia única de Roma que rectoreaba el Imperio, para crear las llamadas Iglesias “nacionales” que se estructuraron entonces según el modelo del propio Estado al que quedaron adscriptas.
El primer modelo que adopta ese Estado Moderno, es el de la Monarquía Estamental (desde el siglo XV hasta el XVI aproximadamente). En ella se produce una fuerte concentración del poder estatal en manos del monarca y en las de las asambleas integradas por miembros de los estamentos que le acompañan, para asumir mejor nuevos y mayores misiones. Es un Estado “dual”, en el que la asamblea de los estamentos –con sus privilegios acordados jurídicamente- representan la unidad y la integridad, frente a la costumbre de dispersión política que origina la herencia dinástica de la corona. No obstante, ésta actúa cada vez con mayor vigor respecto a aquella. La lucha por el poder político y el militar –del que no hay que olvidar que crece en esa época también mediante grandes transformaciones tecnológicas y organizativas-, entre el monarca y los estamentos acompaña todo el tiempo el desarrollo de este modelo.
Y son esos, precisamente –retornemos a nuestro tema-, los dos siglos de la colonización inicial –débil e intermitente- de Cuba por los españoles, que asumirá a la larga, la forma clásica de asentamiento poblacional, aunque en el resto del continente las cosas no siempre sean así. Los colonizadores son los “españoles blancos”, los aborígenes tienen sus propios “pueblos”, los esclavos africanos viven en régimen patriarcal aunque ya aparezca algún “rebelde”. La población en su conjunto se encuentra sometida a un ordenamiento administrativo y político foráneo, diferenciado según la categoría social de los pobladores. La colonia es dirigida por leyes especiales desde la metrópoli y forma parte de un Virreinato (institución política creada para todo el Estado como parte de la Monarquía Estamental, desde la época de los Reyes Católicos y que pretende cohesionar lo que es en realidad una Unión de Reinos). Por su parte, el mestizaje no es sólo biológico.
Ante todo, es necesario fijar cuál era el estadio o nivel del proceso etnosocial en que se encontraban las comunidades humanas formadas históricamente -o pueblos originarios-, asentados en territorio del archipiélago cubano a la llegada de los conquistadores europeos a fines del siglo XV. Para tales aspectos seguiremos a los autores que nos recuerdan que “la presencia del hombre en Cuba es mucho más antigua de lo que se estimaba hasta hace algunas décadas –alertan los investigadores-; Diez mil años antes de que Cristóbal Colón arribase a sus costas (...), ya habían llegado a ellas, los primeros pobladores; de estas primeras culturas sólo quedaban huellas diseminadas, que la ciencia arqueológica tardaría más de cuatro centurias en descubrir” (Instituto de Historia, 1994).
En cuanto a las comunidades que habitaban en este territorio a la llegada de los españoles, los cronistas de Indias -primeros en registrar el acontecer de la isla y sus pobladores-, sólo pudieron distinguir algunos tipos de agrupaciones aborígenes, que han sido historiados sostenidamente en su complejidad. No obstante, es conveniente recordar que en ese momento, las comunidades aborígenes del tronco arahuaco que habían llegado a las Islas caribeñas desde el sur de la tierra continental, se encontraban todas en el tránsito de la última fase de la barbarie a la civilización, según la teoría antropológica.
Por otra parte, tal y como se reconoce en la actualidad, los diferentes grupos humanos que arribaron de manera sucesiva en épocas diferentes a la isla grande -llamada Cuba por sus más antiguos pobladores-, “con igual o distinto nivel de desarrollo socioeconómico, incluso provenientes tal vez de variados rincones del Nuevo Mundo, no pueden ser considerados como partícipes de un mismo etnos”.
De entre los grupos aborígenes de las Antillas -todos en régimen de comunidad primitiva-, sólo los agricultores poseían una misma lengua, una cultura, y unas creencias. En el caso de Cuba, tales comunidades no parecen haber alcanzado todavía en ese momento el nivel unitario que otorga una federación tribal. Esto no excluye la existencia de algunos vínculos intercomunales y el que -en algunos casos-, hubiera ya condiciones objetivas para el inicio de la descomposición de esa sociedad.
En resumen, que no puede fundamentarse la existencia de una comunidad etnosocial única viviendo en la isla con anterioridad a la llegada de los europeos, que pudiera ser denominada pueblo. Y, menos aún, que las existentes se encontraran organizadas en conjunto mediante un ordenamiento político superior al tribal.
No obstante, a los fines de este texto, por tratarse de la población originariamente asentada en el territorio de la isla y encontrarse sus distintas comunidades en tránsito hacia formas superiores de organización social, se considerará aquella como el origen de diversos procesos etnosociales que podrían haber llegado a constituir en su desarrollo un pueblo cubano. Porque, de no haberse producido la interrupción de aquellos por fuerzas foráneas, nada podía impedir necesariamente la formación histórica de una comunidad única de organización superior, incluso con Estado propio.
Una segunda razón es que, a pesar de la desaparición masiva de los aborígenes y por ende de sus comunidades, su huella etnocultural continúa vigente. Por una parte, a pesar de la afectación biológica letal del encuentro y las acciones genocidas y etnocidas a las que se vieron sometidas las diversas comunidades existentes en la Isla a la llegada de los conquistadores, hubo tiempo suficiente para que se produjeran niveles de transculturación y mestizaje entre unos y otros. Incluso, estudios antropológicos recientes ponen en evidencia que persiste la presencia biológica aborigen en la población cubana residente en algunas zonas limitadas, que fueron tradicionalmente marginadas del desarrollo moderno en fecha anterior a la segunda mitad del siglo XX.
Y aunque sus principales rasgos étnicos hayan desaparecido como caracterizadores de una comunidad específica, perviven de diversas maneras en los de la población cubana contemporánea a través de portadores materiales e inmateriales. A pesar de su ausencia física desde hace más de medio milenio, tales ancestros han contribuido a dotar al pueblo cubano actual -a través de la memoria histórica- de un origen común no sólo mítico. Y han entregado, al imaginario popular y su cultura política contemporánea , la lucha contra el invasor como instrumento de resistencia, identificada en la figura del Indio Hatuey.
Como el poblamiento aborigen de la isla se produjo en oleadas, durante un largo período y por pueblos emparentados -aparentemente sin grandes conflictos-, no debe considerársele como una ruptura de los procesos etnosociales endógenos ya existentes, sino, en todo caso, como un reforzamiento evolutivo. Por otra parte las incursiones de los indios “caribes”, rechazadas por los pobladores sin que aquellos establecieran asentamiento en el territorio isleño, tampoco significan una modificación significativa en el status quo.
Por lo tanto el sujeto histórico que provocó una primera ruptura en los procesos etnosociales endógenos de las comunidades de la isla para sumarse de inmediato a ellos. Sus representantes físicos provenían del extremo occidental del continente europeo y llegaron a la isla como invasores y ocupantes. Eran mayormente varones blancos, de nacionalidad castellana, pero también provenientes de sus poblamientos históricos más recientes (extremeños, andaluces, canarios), mezclados con los de otras nacionalidades peninsulares más antiguas, con árabes y judíos conversos, e incluso acompañados de africanos en condición de esclavos patrimoniales, todos en un proceso inconcluso de integración en su lugar de origen, y acompañados por más de un europeo no ibérico. Las diferencias, entre ellos y con respecto a los pobladores autóctonos de la isla, eran pues de todo tipo.
Son los integrantes de estas huestes, los que van a dar inicio a nuevos procesos etnosociales en la Isla al relacionarse con los habitantes autóctonos. Como es sabido, esta relación fue diversa, contradictoria, violenta y, a la larga, mortal para los pueblos isleños. Con posterioridad, otros poblamientos (americanos, europeos, asiáticos y –sobre todo- la enorme masa de mujeres y hombres procedentes de África), se integraron a esa relación múltiple. Pero lo que interesa ahora destacar por su significación en este caso, es que los recién llegados -y todos los que vendrían más tarde-, no constituían tampoco representantes colectivos de una sola y misma nacionalidad.
Al propio tiempo, la llegada a América de los conquistadores procedentes de la península Ibérica fue, la culminación de una etapa de procesos políticos que sólo se desarrollaban entonces en territorio euroasiático. Y con su arribo, darían inicio a otro, que –extendido a África y América- paulatinamente asumiría un carácter mundial.
Con respecto a lo primero –las particularidades etnosociales de la conquista y la colonización-, implica que, en tanto componentes de pueblos en proceso de integración, los recién llegados no poseían aún una única y consolidada identidad; por ende, el conjunto de sus portadores materiales e inmateriales no se encontraba suficientemente estructurado en sistema como para imponerse por sí mismo a la población autóctona y subsumirla mediante la aculturación (en sentido estricto) o para homogeneizarla de manera rápida en una sola comunidad cultural (en sentido amplio). Al propio tiempo, esta debilidad propiciaba la absorción por los recién llegados de elementos culturales de los pueblos “extraños” y del territorio “desconocido” al que arribaban. “Todo español por sólo llegar a Cuba –advierte Ortiz-, ya era distinto de lo que había sido...” (Ortiz, 1991)
En cuanto a lo segundo –el proceso sociopolítico transplantado desde el territorio occidental de Europa-, es obvio que los conquistadores y colonizadores no eran parte de un movimiento espontáneo de migración de comunidades, sólo en busca de nuevas tierras para asentamiento o vías mejores para el comercio, sino representantes y ejecutores de un proyecto político expansivo de dominación y explotación auspiciado casi exclusivamente por la Corona de Castilla. Con ellos llegó a la tierra americana, no sólo el sometimiento de unos pueblos por otros, a la manera en que tradicionalmente se realizaba la fundación de colonias en la antigüedad; sino, también, la imposición de un ordenamiento económico, social y político que dimanaba de la tendencia imperialista del Estado unitario español -uno de los tres construidos en territorio occidental de Europa entre los siglos XIV y XV-, gracias al poder (transicionalmente hegemónico) de su monarquía dinástica y estamental. Con posterioridad, tal ordenamiento, ya perfeccionado habría de servir como matriz para el desarrollo del régimen económico social de la burguesía.
A pesar de su importancia, a nuestros efectos es posible hacer abstracción –por suficientemente conocido- de todo lo ocurrido en el escenario europeo antes del inició de los llamados “descubrimientos geográficos” del siglo XV. De todo, salvo de este proceso político de la construcción de un nuevo tipo de Estado, sobre la base de una remodelación –con métodos genocidas, etnocidas y de limpieza étnica, si se utilizaran términos actuales- de nacionalidades y Naciones que se había iniciado en el propio territorio europeo occidental desde antes de los siglos XII y XIII.
Por supuesto que, desde el punto de vista de la concepción filosófica, el Estado al que se hace referencia aquí es el que caracteriza el marxismo en su condición clasista como categoría general para todas las comunidades humanas históricamente formadas, descrito por Engels en su libro sobre su origen (conjuntamente con el de la familia y el de la propiedad privada). Desde esa misma concepción, pero a los efectos de este artículo, lo que se intenta caracterizar ahora –según la teoría y la nueva ciencia política contemporáneas- es la construcción de ese tipo de Estado histórico concreto.
Y es en la sociedad feudal del medioevo euroccidental (a partir del desmembramiento del Imperio “Carolingio), donde se gesta el entrelazamiento entre los procesos etnosociales y sociopolíticos del que surge el nuevo tipo de Estado. Con su proverbial perspicacia -especialmente en asuntos de esta naturaleza-, Engels llama la atención -en el libro ya mencionado-, sobre la extraña circunstancia de que en el territorio occidental europeo no hubiesen aparecido nuevas nacionalidades y Naciones en sustitución de las que existían con anterioridad a la irrupción de las tribus germanas en dominios del Imperio de Occidente tras el derrumbe del Estado romano. (Engels, 1955) Lamentablemente, su análisis -comenzado con el estudio de las tribus que dieran origen a la compleja constelación supraestatal de las Ciudades-Estados griegas de la antigüedad- concluye en la etapa en que se inicia el feudalismo en Europa.
Gran parte de los estudios políticos sobre el período subsiguiente -al menos hasta los siglos XIV y XV-, se orienta principalmente en dos direcciones: por una parte hacia la historia de su pensamiento teórico; por otra, al registro cronológico de la sucesión de regímenes, formas de gobierno, batallas y dinastías. Sólo de manera puntual pueden encontrarse -sobre todo en investigaciones monográficas- referencias al proceso etnosocial en desarrollo simultáneo con el económico y el político.
Tampoco es usual valorar en toda su dimensión ese hegemonismo –“ independencia relativa del poder político”, se dice- que, como en otras etapas transicionales en los modos de producción de la historia de Europa, adquieren los monarcas y los estamentos en los Estados territoriales en construcción en la Baja Edad Media. Dos experiencias simultáneas –en el conjunto de todas las transformaciones que acaecieron- lo propician: el desarrollo del las artes del gobierno en las ciudades independientes y el de la administración territorial feudal. Con los instrumentos del nuevo Estado –es necesario subrayarlo-, también se definirán y consolidarán los diversos procesos etnosociales en desarrollo dentro de sus fronteras. Es decir, a partir de este momento los procesos que originan la Nación étnica, irán siendo modificados en Europa en función de una construcción política de la Nación. De tal manera los monarcas lograrán, en su provecho y en el de la emergente burguesía que los financia, llevar a cabo sus designios de dominio.
Por eso, los “descubrimientos geográficos” de los europeos en otros continentes –como los de la Monarquía que acababa de unir las Coronas de Castilla y Aragón en tierras americanas, pero también los de Portugal en África, y después los del resto de los Estados euroasiáticos por todo el planeta-, cierran al mismo tiempo ese largo período medieval en el “viejo mundo” con la irrupción de nuevas nacionalidades y naciones políticas en su propio territorio. Ese es el momento en que se inicia la teoría política (de inspiración demoliberal) sobre la Nación, que excluye expresamente cualquier referencia al componente etnosocial. Pero tales descubrimientos abren, políticamente, otro: el de la expansión imperial en sucesivas oleadas –incluso a su periferia continental-, imponiendo un ordenamiento político (autoritario y jerarquizado vertical y centralmente), que caracteriza el llamado Estado Moderno, en su versión burguesa (es decir, el de tipo capitalista)
Ha llegado el momento de hacer una breve digresión, para establecer de manera sucinta una caracterización de este Estado que ha sido llamado Moderno (en oposición al de los regímenes anteriores), así como de algunas etapas de su construcción.
El Estado en la baja Edad Media europea es muy simple, con una organización eminentemente coactiva (guerras, contribuciones, orden jurídico), y un poder político muy repartido e incluso atomizado territorialmente (el Sacro Imperio Romano Germano llegó a integrar alrededor de 300 Estados). Sus cometidos económicos se dirigen a propósitos concretos y sólo dentro de ciertos límites. Numerosos distritos territoriales y derechos de soberanía escapan a la nominal autoridad de tal Estado.
Mediante un proceso político, que se repitió en todo el territorio occidental europeo, pero con particularidades y excepciones en múltiples casos –tanto al interior de los Estados, como en sus interrelaciones y en la lucha con el poder supraestatal de la Iglesia Católica-, los regidores de las comunidades más fuertes fueron eliminando de manera creciente los poderes intermedios y estableciendo un mando directo desde un punto central hasta los niveles más elementales de su estructura en su ordenamiento vertical, y hasta los límites del Estado vecino, en el horizontal. Donde quiera que fue posible, se produjo la total centralización autoritaria. E independientemente del aspecto meramente espiritual de la lucha religiosa, el movimiento conocido como “Reforma” propició el fraccionamiento de la Iglesia única de Roma que rectoreaba el Imperio, para crear las llamadas Iglesias “nacionales” que se estructuraron entonces según el modelo del propio Estado al que quedaron adscriptas.
El primer modelo que adopta ese Estado Moderno, es el de la Monarquía Estamental (desde el siglo XV hasta el XVI aproximadamente). En ella se produce una fuerte concentración del poder estatal en manos del monarca y en las de las asambleas integradas por miembros de los estamentos que le acompañan, para asumir mejor nuevos y mayores misiones. Es un Estado “dual”, en el que la asamblea de los estamentos –con sus privilegios acordados jurídicamente- representan la unidad y la integridad, frente a la costumbre de dispersión política que origina la herencia dinástica de la corona. No obstante, ésta actúa cada vez con mayor vigor respecto a aquella. La lucha por el poder político y el militar –del que no hay que olvidar que crece en esa época también mediante grandes transformaciones tecnológicas y organizativas-, entre el monarca y los estamentos acompaña todo el tiempo el desarrollo de este modelo.
Y son esos, precisamente –retornemos a nuestro tema-, los dos siglos de la colonización inicial –débil e intermitente- de Cuba por los españoles, que asumirá a la larga, la forma clásica de asentamiento poblacional, aunque en el resto del continente las cosas no siempre sean así. Los colonizadores son los “españoles blancos”, los aborígenes tienen sus propios “pueblos”, los esclavos africanos viven en régimen patriarcal aunque ya aparezca algún “rebelde”. La población en su conjunto se encuentra sometida a un ordenamiento administrativo y político foráneo, diferenciado según la categoría social de los pobladores. La colonia es dirigida por leyes especiales desde la metrópoli y forma parte de un Virreinato (institución política creada para todo el Estado como parte de la Monarquía Estamental, desde la época de los Reyes Católicos y que pretende cohesionar lo que es en realidad una Unión de Reinos). Por su parte, el mestizaje no es sólo biológico.
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Segunda ruptura etnosocial: incremento de esclavos africanos/Crecimiento, diversificación, y acercamiento entre sectores poblacionales de origen autóctono / Manifestaciones parciales de una nacionalidad: el “criollo”.
El siglo XVIII es un nuevo momento de cambios en Europa que repercuten en la isla. En los territorios ibéricos del Estado Moderno español, la forma monárquica estamental inicial, es sustituida por la Monarquía Absolutista (conocida en este caso como “despotismo ilustrado”), cuando ya existen y se fortalecen algunas clases. Dicho Estado asume una nueva estructura de la que desaparecen los Virreinatos en sus territorios europeos; en cambio se mantiene y desarrolla formalmente el aparato virreinal para la administración del continente americano, donde el ejercicio de la autoridad colonial adquiere mayor importancia y autonomía. ( A partir de entonces, Cuba forma parte de la estructura general del imperio colonial como una Capitanía General).
Tras un período de retroceso, la migración colonizadora se incrementa y se amplia también a individuos y familias provenientes de otras nacionalidades de la península (toleradas en la metrópoli como comunidades autónomas dentro del Estado, asentadas en territorios específicos y con reconocimiento oficial reticente a su tradiciones etnosociales y sociopolíticas: gallegos, vascos, catalanes y otros). Los nuevos inmigrantes no son autorizados a vivir en la Isla de acuerdo a su ordenamiento particular en la península ibérica y –aunque mantienen algunos de sus rasgos etnosociales específicos como grupo poblacional- paulatinamente se asimilan al orden general, según les corresponda en la estructuración social. También se universaliza la nueva inmigración en cuanto a géneros, profesiones, oficios y clases.
Los nuevos inmigrantes trasladan parcialmente a la sociedad colonial las contradicciones de la metrópoli y de otros lugares. Muchos de ellos portan ideas sociales y políticas prohibidas o mal vistas en la península. Se incrementan la riqueza y el delito y no se atiende a la rigidez de la legislación y la estructura política con que se ejerce el poder en y desde la metrópoli. Crecen las contradicciones entre el Capitán General y el aparato administrativo burocrático que continuaba en la metrópoli la construcción del poder central de la Monarquía Absoluta.
El arribo masivo a la isla de africanos, para responder -como fuerza de trabajo esclavo- al incremento de los intereses de la metrópoli y sus representantes coloniales en el nuevo mercado mundial, modifica cuantitativa y cualitativamente la composición racial y étnica de la población estable de la isla e influye paulatinamente en su reproducción demográfica. Ellos vienen literalmente desnudos; proceden de etnias disímiles del continente africano (lucumíes, congos, carabalíes, ararás, mandingas) donde también existen formas incipientes de dominación endógena; hablan lenguas diferentes, tienen creencias distintas, sus culturas son diversas entre sí. Las condiciones de esclavitud les agrupa indiscriminadamente e impiden un normal desarrollo comunitario. Incluso la comunicación humana depende primordialmente de la lengua de los amos: el castellano (la misma que ha sido impuesta en la metrópoli a todas sus nacionalidades). Los esclavos sólo poseen un imaginario inmaterial y procuran adaptarlo, a través de sus comportamientos individuales y –ocasionalmente- colectivos, a la nueva realidad.
Tres acontecimientos mundiales, entrelazados entre sí, constituyen un nuevo marco de referencia para el conjunto de los sectores poblacionales –no unidos todavía en un solo pueblo- de la sociedad colonial en la isla: la guerra de independencia de las colonias norteamericanas contra Inglaterra, la revolución burguesa de Francia y la rebelión iniciada por los esclavos de Haití contra la metrópoli francesa. Como justamente ha señalado la historiografía cubana, a nuestros efectos es necesario añadir la toma de La Habana por los ingleses durante todo un año, como parte de las guerras interestatales europeas. Mucho y bien se han analizado las influencias de tales acontecimientos en el devenir de la isla, lo que permite no extendernos en ello.
Pero esos cuatro sucesos –expresión común de los cambios mundiales originados por el desarrollo impetuoso y desigual del capitalismo en lo económico y lo social y del Estado Moderno en lo político-, repercuten de manera diferenciada en la isla, no sólo debido a las ya conocidas particularidades intrínsecas de ésta (económicas, raciales, étnicas, sociales, culturales, políticas), sino por el reordenamiento que se ha venido produciendo en la amalgama que constituye su población.
En el marco económico de la Cuba colonial y esclavista de entonces -junto al rechazo que provocan en casi toda la población las acciones agresivas de la metrópoli y el poder colonial en la isla; y a la influencia del pensamiento liberal burgués que se filtra a través de todas las fronteras- el reiniciado proceso etnosocial (ahora el de una sola, aunque contradictoria comunidad, en un único territorio) contribuye a la aparición de otra diferencia por sobre las ya conocidas: la que crece entre “criollos” y peninsulares.
Esta autoconciencia particular, que llega a expresarse como reconocida diferencia de los hijos, nietos y otros descendientes de los “blancos españoles”, nacidos en Cuba (ya sólidamente divididos en ricos y pobres), respecto a los pobladores nacidos en Europa, introduce un nuevo plano en la oposición entre la colonia y su metrópoli en el ámbito de los comportamientos políticos. Algunos de los ideólogos protoburgueses del sector poblacional de los “criollos” blancos (ricos y medios) proponen reconocerse como una nacionalidad, distinta a las que conviven en el territorio europeo del Estado español. Entre otras razones, porque ella resulta de la suma aleatoria de poblaciones heterogéneas desde el punto de vista etnosocial. Y también porque, sean ricos o no, tienen vedado (como en la antigua Monarquía Estamental) el acceso al poder conque realmente se gobierna la Isla, aunque su actitud no necesariamente implique en todos los casos un rompimiento absoluto con la totalidad de lo que aquel representa. Este “criollismo” se refractará políticamente en el momento en que se insinúe la constitución de un sistema de partidos.
Pero esta manifestación de autoconciencia etnosocial generalizada, que ostenta la denominación de “criollo” como un autoetnónimo, y que pretende monopolizar la existencia de una nueva nacionalidad única, no se produce sólo entre los blancos. Aunque con matices diferenciales, también se manifiesta el “criollismo” entre los mestizos libres y sus descendientes, en situación aún más terrible por la discriminación racial a que eran sometidos y la frustración que ello les originaba. Entre ellos también hay ricos y pobres, letrados o no, pero las diferencias internas son menores. Los mestizos no proceden de ninguna comunidad etnosocial específica: ni de España, ni de África. En realidad, es en ellos donde con mayor rapidez se están originando rasgos étnicos propios, incluso no heredados directamente de las comunidades de las que procedían sus respectivos progenitores. Su única realidad de desarrollo es la de la Isla. Aunque –en una república liberal burguesa-, sus principales objetivos (y tal vez sus posibilidades) no necesariamente serían distintos de la de los “criollos” blancos medios y pobres. Su futuro dependería del esfuerzo individual, si las condiciones cambiaran.
Entre todos los hombres y mujeres libres, nacidos o no en la Isla, procedentes de cualquier lugar, sometidos a la explotación, la arbitrariedad y la frustración que dimanaban del régimen colonial (aún cuando participasen del sistema), existía objetivamente una comunidad de intereses económicos y políticos. Había numerosas barreras entre ellos, pero el impetuoso desarrollo del proceso etnosocial avanzaba (en esta isla de fronteras naturales, doblemente apartada del resto del mundo, en la que todos los males procedían del otro lado del océano lo que les hacía tener un enemigo común). El régimen colonial era “el otro”.
Sin embargo, no existían en este caso histórico posibilidades para que cada uno de los posibles procesos etnosociales, de tan rica variedad poblacional, se manifiestasen con independencia los unos de los otros. La integración poblacional crecía y pugnaba desde la ancha base de todos los hombres libres encerrados en la forzosa estructura político-administrativa que había establecido, dado el carácter autoritariamente centralizador y jerárquico de su Estado Moderno, el aparato central de la Monarquía Absoluta metropolitana a través de las particularidades del coloniaje. “Criollo” es la autodenominación más común en estos sectores.
Hay otros dos grupos poblacionales de especial importancia en la isla. Uno de ellos, el de los españoles -y otros extranjeros libres- no vinculados al poder colonial. Algunos tienen riqueza y otros son pobres, pero todos se sienten humillados por el bloque de poder que integran los representantes de la corona y sus aliados en la isla y que frena sus aspiraciones.
El otro, es el de los esclavos de origen africano desperdigados ampliamente por todo el territorio (a los que hay que añadir, aunque en menor cuantía y con diferencias, el de los chinos y otros pobladores extranjeros sometidos prácticamente a la misma condición esclava). En algún momento, llegan a constituir mayoría en la población total. Trabajan en condiciones inhumanas, son explotados como bestias, no pueden tener relaciones normales: ni de pareja, ni de familia, ni sociales, ni de trabajo. No poseen derecho alguno. Sus vidas se encuentran sujetas al arbitrio de sus dueños. Retornar al país de origen es imposible. En gran parte de los casos, ni siquiera saben cuál podría ser. Su mayor aspiración posible es alcanzar la libertad que les permita integrarse de alguna manera a la sociedad colonial en que viven y –donde cada vez más- han nacido.
El de los africanos, en conjunto, tiene todavía una significación mayor en el problema. El número de los que loran huir y “apalencarse” crece. No existe una separación absoluta y definitiva entre quienes se encuentran en condición esclava y los que se encuentran en condiciones de libertad formal. También se incrementa el número de los que pueden comprar su propia libertad o la de algún familiar. En tales circunstancias, recuperadas de una u otra forma las condiciones naturales de vida, su reproducción también crece. No hay una separación absoluta y definitiva entre negros esclavos y libres. Es un grupo poblacional en el que también aumenta el número de los que conciben el ser “criollo” como un derecho y poseen, por lo tanto, la tendencia a pensar en términos de una comunidad propia. Es otra nacionalidad posible.
La sociedad colonial está pues, fragmentada social y políticamente en dos grandes sectores: los representantes del poder colonial y todos los que se le oponen. Pero el proceso etnosocial que debe servir de soporte para formar con éstos una comunidad autóctona en el territorio, también se encuentra escindido por la esclavitud. Una nueva nacionalidad única, no puede expresarse en esa coyuntura.
Durante el transcurso de la primera parte del siglo XIX, continúan agudizándose las contradicciones en la isla. Desde antes, a pesar de la represión se ha manifestado –si se usan términos politológicos contemporáneos- una ingobernabilidad creciente que llega a sublevaciones espontáneas, conspiraciones secretas y pronunciamientos públicos. El enfrentamiento violento entre representantes extremistas del poder colonial -que se organizan en fuerzas paramilitares- y sectores diversos de la población civil de la isla, se vuelve reiterativo. Crece la emigración de los “criollos”, especialmente hacia los Estados Unidos. La ilegitimidad del poder español sobre la isla aumenta al negarse a otorgar reformas, y resta así validez al grupo de “criollos” que ha creído viable un arreglo pactado.
Pero el ámbito internacional en el que se debate el proceso etnosocial en la isla, no es menos conflictivo. Al iniciarse el siglo XIX, la Monarquía Absoluta española se desploma en medio de la conflagración europea generalizada que origina la expansión imperialista napoleónica. El desgajamiento de las colonias del Imperio español en América y su transformación en Repúblicas independientes, introduce un cambio político trascendental en este escenario. La presencia de los emergentes Estados Unidos de América en la isla -por ahora económica y comercialmente-, estimula una tendencia subyacente con anterioridad en parte de los “criollos” blancos (sobre todo entre los ricos, pero también en los de nivel medio) y otros estratos sociales, en la búsqueda de una salida favorable a sus objetivos: la anexión.
Pero, el conjuro de las ideas de libertad (en sus diversas filiaciones liberales) que todos estos acontecimientos originan, se constituye en asidero ideológico para los reclamos de la mayoría de los sectores “criollos”, aunque su significado concreto sea todavía diferente para cada uno de ellos.
Segunda ruptura etnosocial: incremento de esclavos africanos/Crecimiento, diversificación, y acercamiento entre sectores poblacionales de origen autóctono / Manifestaciones parciales de una nacionalidad: el “criollo”.
El siglo XVIII es un nuevo momento de cambios en Europa que repercuten en la isla. En los territorios ibéricos del Estado Moderno español, la forma monárquica estamental inicial, es sustituida por la Monarquía Absolutista (conocida en este caso como “despotismo ilustrado”), cuando ya existen y se fortalecen algunas clases. Dicho Estado asume una nueva estructura de la que desaparecen los Virreinatos en sus territorios europeos; en cambio se mantiene y desarrolla formalmente el aparato virreinal para la administración del continente americano, donde el ejercicio de la autoridad colonial adquiere mayor importancia y autonomía. ( A partir de entonces, Cuba forma parte de la estructura general del imperio colonial como una Capitanía General).
Tras un período de retroceso, la migración colonizadora se incrementa y se amplia también a individuos y familias provenientes de otras nacionalidades de la península (toleradas en la metrópoli como comunidades autónomas dentro del Estado, asentadas en territorios específicos y con reconocimiento oficial reticente a su tradiciones etnosociales y sociopolíticas: gallegos, vascos, catalanes y otros). Los nuevos inmigrantes no son autorizados a vivir en la Isla de acuerdo a su ordenamiento particular en la península ibérica y –aunque mantienen algunos de sus rasgos etnosociales específicos como grupo poblacional- paulatinamente se asimilan al orden general, según les corresponda en la estructuración social. También se universaliza la nueva inmigración en cuanto a géneros, profesiones, oficios y clases.
Los nuevos inmigrantes trasladan parcialmente a la sociedad colonial las contradicciones de la metrópoli y de otros lugares. Muchos de ellos portan ideas sociales y políticas prohibidas o mal vistas en la península. Se incrementan la riqueza y el delito y no se atiende a la rigidez de la legislación y la estructura política con que se ejerce el poder en y desde la metrópoli. Crecen las contradicciones entre el Capitán General y el aparato administrativo burocrático que continuaba en la metrópoli la construcción del poder central de la Monarquía Absoluta.
El arribo masivo a la isla de africanos, para responder -como fuerza de trabajo esclavo- al incremento de los intereses de la metrópoli y sus representantes coloniales en el nuevo mercado mundial, modifica cuantitativa y cualitativamente la composición racial y étnica de la población estable de la isla e influye paulatinamente en su reproducción demográfica. Ellos vienen literalmente desnudos; proceden de etnias disímiles del continente africano (lucumíes, congos, carabalíes, ararás, mandingas) donde también existen formas incipientes de dominación endógena; hablan lenguas diferentes, tienen creencias distintas, sus culturas son diversas entre sí. Las condiciones de esclavitud les agrupa indiscriminadamente e impiden un normal desarrollo comunitario. Incluso la comunicación humana depende primordialmente de la lengua de los amos: el castellano (la misma que ha sido impuesta en la metrópoli a todas sus nacionalidades). Los esclavos sólo poseen un imaginario inmaterial y procuran adaptarlo, a través de sus comportamientos individuales y –ocasionalmente- colectivos, a la nueva realidad.
Tres acontecimientos mundiales, entrelazados entre sí, constituyen un nuevo marco de referencia para el conjunto de los sectores poblacionales –no unidos todavía en un solo pueblo- de la sociedad colonial en la isla: la guerra de independencia de las colonias norteamericanas contra Inglaterra, la revolución burguesa de Francia y la rebelión iniciada por los esclavos de Haití contra la metrópoli francesa. Como justamente ha señalado la historiografía cubana, a nuestros efectos es necesario añadir la toma de La Habana por los ingleses durante todo un año, como parte de las guerras interestatales europeas. Mucho y bien se han analizado las influencias de tales acontecimientos en el devenir de la isla, lo que permite no extendernos en ello.
Pero esos cuatro sucesos –expresión común de los cambios mundiales originados por el desarrollo impetuoso y desigual del capitalismo en lo económico y lo social y del Estado Moderno en lo político-, repercuten de manera diferenciada en la isla, no sólo debido a las ya conocidas particularidades intrínsecas de ésta (económicas, raciales, étnicas, sociales, culturales, políticas), sino por el reordenamiento que se ha venido produciendo en la amalgama que constituye su población.
En el marco económico de la Cuba colonial y esclavista de entonces -junto al rechazo que provocan en casi toda la población las acciones agresivas de la metrópoli y el poder colonial en la isla; y a la influencia del pensamiento liberal burgués que se filtra a través de todas las fronteras- el reiniciado proceso etnosocial (ahora el de una sola, aunque contradictoria comunidad, en un único territorio) contribuye a la aparición de otra diferencia por sobre las ya conocidas: la que crece entre “criollos” y peninsulares.
Esta autoconciencia particular, que llega a expresarse como reconocida diferencia de los hijos, nietos y otros descendientes de los “blancos españoles”, nacidos en Cuba (ya sólidamente divididos en ricos y pobres), respecto a los pobladores nacidos en Europa, introduce un nuevo plano en la oposición entre la colonia y su metrópoli en el ámbito de los comportamientos políticos. Algunos de los ideólogos protoburgueses del sector poblacional de los “criollos” blancos (ricos y medios) proponen reconocerse como una nacionalidad, distinta a las que conviven en el territorio europeo del Estado español. Entre otras razones, porque ella resulta de la suma aleatoria de poblaciones heterogéneas desde el punto de vista etnosocial. Y también porque, sean ricos o no, tienen vedado (como en la antigua Monarquía Estamental) el acceso al poder conque realmente se gobierna la Isla, aunque su actitud no necesariamente implique en todos los casos un rompimiento absoluto con la totalidad de lo que aquel representa. Este “criollismo” se refractará políticamente en el momento en que se insinúe la constitución de un sistema de partidos.
Pero esta manifestación de autoconciencia etnosocial generalizada, que ostenta la denominación de “criollo” como un autoetnónimo, y que pretende monopolizar la existencia de una nueva nacionalidad única, no se produce sólo entre los blancos. Aunque con matices diferenciales, también se manifiesta el “criollismo” entre los mestizos libres y sus descendientes, en situación aún más terrible por la discriminación racial a que eran sometidos y la frustración que ello les originaba. Entre ellos también hay ricos y pobres, letrados o no, pero las diferencias internas son menores. Los mestizos no proceden de ninguna comunidad etnosocial específica: ni de España, ni de África. En realidad, es en ellos donde con mayor rapidez se están originando rasgos étnicos propios, incluso no heredados directamente de las comunidades de las que procedían sus respectivos progenitores. Su única realidad de desarrollo es la de la Isla. Aunque –en una república liberal burguesa-, sus principales objetivos (y tal vez sus posibilidades) no necesariamente serían distintos de la de los “criollos” blancos medios y pobres. Su futuro dependería del esfuerzo individual, si las condiciones cambiaran.
Entre todos los hombres y mujeres libres, nacidos o no en la Isla, procedentes de cualquier lugar, sometidos a la explotación, la arbitrariedad y la frustración que dimanaban del régimen colonial (aún cuando participasen del sistema), existía objetivamente una comunidad de intereses económicos y políticos. Había numerosas barreras entre ellos, pero el impetuoso desarrollo del proceso etnosocial avanzaba (en esta isla de fronteras naturales, doblemente apartada del resto del mundo, en la que todos los males procedían del otro lado del océano lo que les hacía tener un enemigo común). El régimen colonial era “el otro”.
Sin embargo, no existían en este caso histórico posibilidades para que cada uno de los posibles procesos etnosociales, de tan rica variedad poblacional, se manifiestasen con independencia los unos de los otros. La integración poblacional crecía y pugnaba desde la ancha base de todos los hombres libres encerrados en la forzosa estructura político-administrativa que había establecido, dado el carácter autoritariamente centralizador y jerárquico de su Estado Moderno, el aparato central de la Monarquía Absoluta metropolitana a través de las particularidades del coloniaje. “Criollo” es la autodenominación más común en estos sectores.
Hay otros dos grupos poblacionales de especial importancia en la isla. Uno de ellos, el de los españoles -y otros extranjeros libres- no vinculados al poder colonial. Algunos tienen riqueza y otros son pobres, pero todos se sienten humillados por el bloque de poder que integran los representantes de la corona y sus aliados en la isla y que frena sus aspiraciones.
El otro, es el de los esclavos de origen africano desperdigados ampliamente por todo el territorio (a los que hay que añadir, aunque en menor cuantía y con diferencias, el de los chinos y otros pobladores extranjeros sometidos prácticamente a la misma condición esclava). En algún momento, llegan a constituir mayoría en la población total. Trabajan en condiciones inhumanas, son explotados como bestias, no pueden tener relaciones normales: ni de pareja, ni de familia, ni sociales, ni de trabajo. No poseen derecho alguno. Sus vidas se encuentran sujetas al arbitrio de sus dueños. Retornar al país de origen es imposible. En gran parte de los casos, ni siquiera saben cuál podría ser. Su mayor aspiración posible es alcanzar la libertad que les permita integrarse de alguna manera a la sociedad colonial en que viven y –donde cada vez más- han nacido.
El de los africanos, en conjunto, tiene todavía una significación mayor en el problema. El número de los que loran huir y “apalencarse” crece. No existe una separación absoluta y definitiva entre quienes se encuentran en condición esclava y los que se encuentran en condiciones de libertad formal. También se incrementa el número de los que pueden comprar su propia libertad o la de algún familiar. En tales circunstancias, recuperadas de una u otra forma las condiciones naturales de vida, su reproducción también crece. No hay una separación absoluta y definitiva entre negros esclavos y libres. Es un grupo poblacional en el que también aumenta el número de los que conciben el ser “criollo” como un derecho y poseen, por lo tanto, la tendencia a pensar en términos de una comunidad propia. Es otra nacionalidad posible.
La sociedad colonial está pues, fragmentada social y políticamente en dos grandes sectores: los representantes del poder colonial y todos los que se le oponen. Pero el proceso etnosocial que debe servir de soporte para formar con éstos una comunidad autóctona en el territorio, también se encuentra escindido por la esclavitud. Una nueva nacionalidad única, no puede expresarse en esa coyuntura.
Durante el transcurso de la primera parte del siglo XIX, continúan agudizándose las contradicciones en la isla. Desde antes, a pesar de la represión se ha manifestado –si se usan términos politológicos contemporáneos- una ingobernabilidad creciente que llega a sublevaciones espontáneas, conspiraciones secretas y pronunciamientos públicos. El enfrentamiento violento entre representantes extremistas del poder colonial -que se organizan en fuerzas paramilitares- y sectores diversos de la población civil de la isla, se vuelve reiterativo. Crece la emigración de los “criollos”, especialmente hacia los Estados Unidos. La ilegitimidad del poder español sobre la isla aumenta al negarse a otorgar reformas, y resta así validez al grupo de “criollos” que ha creído viable un arreglo pactado.
Pero el ámbito internacional en el que se debate el proceso etnosocial en la isla, no es menos conflictivo. Al iniciarse el siglo XIX, la Monarquía Absoluta española se desploma en medio de la conflagración europea generalizada que origina la expansión imperialista napoleónica. El desgajamiento de las colonias del Imperio español en América y su transformación en Repúblicas independientes, introduce un cambio político trascendental en este escenario. La presencia de los emergentes Estados Unidos de América en la isla -por ahora económica y comercialmente-, estimula una tendencia subyacente con anterioridad en parte de los “criollos” blancos (sobre todo entre los ricos, pero también en los de nivel medio) y otros estratos sociales, en la búsqueda de una salida favorable a sus objetivos: la anexión.
Pero, el conjuro de las ideas de libertad (en sus diversas filiaciones liberales) que todos estos acontecimientos originan, se constituye en asidero ideológico para los reclamos de la mayoría de los sectores “criollos”, aunque su significado concreto sea todavía diferente para cada uno de ellos.
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Tercera ruptura etnosocial: primera de carácter político endógeno / El Estado Moderno y la Revolución Burguesa / La liberación de los esclavos y la integración clasista de todo el pueblo / La primera guerra de independencia. El factor de construcción política en el proceso etnosocial / El Problema Nacional cubano: primera etapa / El modelo político para el futuro.
Ante todo, es necesario hacer una pausa en el análisis del proceso etnosocial en la isla y retornar al del Estado Moderno en la Europa Occidental y, también, en los Estados Unidos de América.
Tras la Monarquía Absoluta europea -su segundo modelo-, aparece el tercero en Gran Bretaña: la Monarquía Constitucional y Parlamentaria. Entonces -a partir de la revolución burguesa en Francia – el nuevo Estado se afianza en su modelo (el cuarto) más apropiado para ese momento: la República Unitaria “democrática y representativa”. Suficientemente conocidas las características de tales modelos, resulta innecesario detallarlas. Lo importante, en el sentido que aquí corresponde, es considerar en el ámbito político:
que el Estado Moderno construido en distintos países de Europa Occidental admite importantes modificaciones formales en función del acomodo clasista, siempre que se haya resuelto antes –de cualquier manera- “su” Problema Nacional;
que tales ajustes formales son indispensables para lograr una legitimación social, a partir de diversos grados de representatividad, y mantener por ello un adecuado nivel de gobernabilidad;
que es el llamado Estado Moderno -al instaurar la centralización jerárquica del poder-, el que facilita el desarrollo del capitalismo pre-monopolista y monopolista dentro de sus fronteras.
Es cierto que, a partir de la irrupción de la revolución burguesa en Francia -hasta mucho más allá de mediados del siglo XIX-, se producen en toda Europa numerosas alternativas de retroceso y avance en la conformación de modelos de Estado Moderno, desde la restauración del absolutismo monárquico hasta el perfeccionamiento del parlamentarismo con la aparición del sistema de partidos políticos modernos y su proliferación.
También reaparece, una vez más, la tendencia imperial inspirada en el recurrente “paradigma romano” -con Napoleón-, que pretende hacer retroceder el ordenamiento del poder político en su dinámica, hasta una situación previa a los Acuerdos de Westfalia (1648), para elaborar una solución política global que involucre al conjunto de los Estados europeos existentes. En realidad, se trata de una instrumentación formal para un mejor desempeño del nuevo tipo de Estado, en función del desarrollo del capitalismo. Y tras cumplir esa tarea, la tendencia imperialista es eliminada por una acción colectiva interestatal.
Es significativa esa tendencia de las clases políticamente dominantes europeas a pretender resolver de manera centralizada los problemas comunes de los países asentados en el territorio y vinculados geopolíticamente, cuando entran en situaciones de crisis, para garantizar así los intereses del principal centro de poder que impulsa el desarrollo de la región. Tal escenario tiene más de quince siglos de existencia y constituye una de las tradiciones más sólidamente afincadas en su cultura política.
A partir del desplome de Roma, se suceden -entre otros-, el Imperio Carolingio, el Sacro Imperio Romano Germano, el Napoleónico y el Austro-Húngaro. Deben considerarse como parte de esta tradición el poder de la Iglesia Católica, y en su expresión europea la de las estructuras estatales de los pueblos árabes. Y en la nueva etapa de expansión mundial, la aparición de los llamados Imperios coloniales (holandés, portugués, británico, francés, italiano, alemán). Y, por supuesto, el español.
Debe observarse que, a pesar de su antigüedad como institución política y de su existencia universal durante milenios, el “Imperio” –a diferencia de la Monarquía, la República y sus variantes euroccidentales, clásicas desde los griegos-, no ha sido considerado propiamente como un régimen de Estado, salvo cuando su forma de gobierno ha sido monárquíca. A pesar de ello, no son pocos los casos en que una república ha fungido como centro de una tendencia imperialista, aunque por un tiempo limitado, como ocurrió en Francia. Es que la libertad de acción que requiere la expresión de esa tendencia política, no se aviene con la forma republicana por diversas razones. La experiencia universal, al menos en los últimos tres siglos, muestra cómo, al constituirse en centro generador de una tendencia imperialista, el Estado Moderno no requiere de una forma específica para someter a otras comunidades, sean estatales o no. Es un tema con muchas derivaciones, no suficientemente explorado polítamente y llevaría demasiado lejos estas reflexiones.
Pero lo que sí es necesario tener en cuenta, a los efectos que más directamente interesan aquí, es que hasta el siglo XIX, el imperialismo fue una tendencia primordial en la política exterior de los Estados europeos, para sobrepasar sus propios límites y someter por la fuerza o por acuerdo, a otras comunidades -fueran estatales o no-, y alcanzar así sus objetivos de diversa índole.
En el caso del Estado Moderno español, la Monarquía Estamental quedó instituida sin que se hubiese resuelto su problemática integración etnosocial, y ha sido incapaz de encontrar una forma de resolverla durante centurias. Razones hay para ello, pero no tienen relación directa con lo que aquí se trata. Lo que sí interesa es que, tras la desaparición de sus posiciones coloniales en tierra firme americana, a mediados del siglo XIX sólo quedaron bajo sus dominios en América, Puerto Rico y Cuba.
No es posible continuar el análisis de la manera en que se ha hecho hasta ahora, sin que se dedique atención al caso de los Estados Unidos de América, dado el creciente papel que a partir de esta época desempeñará en el proceso cubano, aunque su interés por la isla es casi simultáneo al de su origen. Ante todo, hay que subrayar algunas características de éste y del desarrollo de su colonización, que lo diferencian de lo ocurrido en el sur del continente:
La exploración, conquista y colonización del conjunto del territorio (y los pueblos originarios que lo habitaban) –gobernados ya a mediados del siglo XIX por una República independiente-, es llevada a cabo por diversos Estados europeos, en distintos momentos a partir del siglo XVI, que reproducen en esos enclaves coloniales las instituciones políticas que caracterizaban sus respectivas metrópolis;
los colonos procedentes de Gran Bretaña, que fundan las trece colonias que originan la República Federal estadounidense (el Estado Moderno capitalista mayor y más importante del mundo actual), llegan al territorio norteamericano en distintos momentos del siglo XVII;
parte de los colonos ingleses, arriban masivamente en operaciones migratorias canalizadas por compañías de comercio y grandes señores. Otros, huyen como refugiados de la intolerancia religiosa en Inglaterra. A estos núcleos poblacionales se unen paulatinamente millares de otros europeos;
en el conjunto de tales grupos asentados al norte y noroeste del territorio, en comunidades autónomas entre sí, crece con rapidez una fuerte burguesía. En cambio, en los asentados al sur (todavía con influencia francesa y española), el dominio es asumido por una oligarquía de plantadores esclavistas;
el resto del territorio de los actuales EEUU, fue progresivamente adquirido, robado o ganado a través de guerras de usurpación y rapiña.
Se trata de la primera construcción directa y por etapas de un Estado Moderno en territorio americano; un trasplante europeo sin que exista un ordenamiento político anterior; asentado desde el principio en un sistema del más alto nivel de desarrollo socio-económico. Es el primero en el mundo contemporáneo en asumir la forma republicana con una Constitución federal. Se impide cualquier proceso estable de transculturación entre los colonos y los pueblos originarios en el territorio. Los constructores del Estado impiden del mismo modo cualquier identificación entre la división político-administrativa que van estableciendo (a la larga, estadual) y una representatividad identitaria de las diversas nacionalidades que lo integran poblacionalmente. Por todo eso, puede decirse que la República Federal de los Estados Unidos de América, es históricamente el quinto modelo asumido por el Estado Moderno.
El resto de la historia de su historia es bien conocida, incluyendo el haber llevado a cabo la primera guerra de independencia moderna en la que se proclamaron la soberanía popular y los “derechos de las personas” (aunque sólo reservados a los blancos). Después de haber sido así construido, el Estado Moderno estadounidense da impulso a una tendencia expansiva coherente con su régimen económico-social y las características de su modelo de gobierno. Durante su crecimiento hacia el oeste, los indígenas asentados en la zona son obligados por el ejército a replegarse a tierras estériles y tribus enteras son exterminadas. El único obstáculo de importancia en esta proyección del nuevo Estado es interno: un conflicto insalvable entre sus Estados esclavistas e industriales. Precisamente, la guerra de secesión entre los sureños y los del norte, es también una ruptura en el desarrollo de los complejos procesos etnosociales que bullen en el seno de la sociedad estadounidense. El desenlace (con el triunfo del norte industrial en la década de los años sesenta del siglo XIX), elimina cualquier otra impedimenta a la tendencia imperialista ya manifiesta.
En fecha tan temprana como la de 1812 (la de la campaña napoleónica en Rusia, la del inicio del proceso independentista en las colonias españolas del sur del continente) algunos representantes del Congreso estadounidense proclaman ya la idea de conquistar Canadá, La Florida y Cuba. En 1818, previa ocupación militar, los EEUU se anexan una parte de Canadá; en 1819, La Florida. Sólo falta Cuba Tales acciones estimulan, entre los “criollos” esclavistas de la Isla, una tendencia anexionista por lo que no dudan en hacer proselitismo y preparativos en ese sentido. Pero en 1863, al promulgarse la abolición de la esclavitud en los EEUU, desaparecen las provechosas condiciones que los esclavistas “criollos” habían pensado obtener con su posible incorporación a la república federal estadounidense.
Un hecho que debe ameritar una reflexión más profunda es que, en esa etapa de su desarrollo, la estructura federal del Estado Moderno estadounidense ha servido para solapar su tendencia imperialista. Con el pretexto de que es lógico el crecimiento de una federación republicana a partir de territorios sin dueño (los pueblos originarios no eran considerados como tales) o mediante métodos “legítimos” (la compra, la cesión de otros, la disposición a anexarse donde hubiese poblaciones afines), se constituyen nuevos Estados que se subordinan a la federación en igualdad de autonomía. Por eso, muchos autores sólo se refieren a su carácter imperialista a fines del siglo, al enfrentarse militarmente a España. Pero, en realidad, si se tienen en cuenta las particularidades del primer Estado Moderno en el escenario americano, la tendencia ya existe en su origen.
En Cuba, recién concluida la primera parte del siglo XIX, los “criollos” blancos y terratenientes, sumidos en la exasperación que les causa el régimen colonial imperante, aprecian que se ha producido un cambio en la situación externa que se caracteriza -entre otros elementos- por los siguientes:
a) El Imperio español ha perdido su principal base de sustentación, con el triunfo de las colonias suramericanas transformadas en las que fueran denominadas “repúblicas feudales y teóricas” (Martí, 1953), que podrían considerarse una forma transitoria –el sexto modelo- del Estado Moderno, en estos casos caracterizadas por la debilidad intrínseca de su matriz española. Por otra parte, nuevas circunstancias en la metrópoli (el triunfo del liberalismo, el derrocamiento de la Monarquía Absoluta, el incremento de conflictos etnosociales y socioeconómicos, la situación revolucionaria) inducen a pensar en un debilitamiento propicio a cualquier acción liberadora en la isla.
b) La República Federal estadounidense, tras el triunfo de las fuerzas industriales del capitalismo sobre las del esclavismo y la promulgación del cese de la esclavitud,, deja de constituir –por el momento- un modelo para los “criollos” anexionistas.
Es pues, una coyuntura que puede considerarse propicia para llevar a vías de hecho el propósito independentista del grupo de los “criollos” que comparten desde antes tal objetivo y que procuran arrastrar en ese sentido al resto de los sectores agobiados por el coloniaje. Sin embargo, éstos no constituyen aún una población integrada etnosocialmente. A pesar de lo mucho en común que identifica a todos los “criollos”, faltan factores unificadores. Además, es necesario decidir el tratamiento que se dará a la presencia de la enorme masa de esclavos. La manera en que se produzca su incorporación al proceso múltiple, determinará el tipo de sociedad futura. Sin embargo -a pesar de diferencias, temores, reticencias y dificultades- la realización del proyecto independentista, parece inevitable.
Es, además de su generosidad humana, un certero análisis -que Martí calificará con posterioridad como acto de “política real”-, el que hace comprender a Carlos Manuel de Céspedes y sus seguidores, que es necesario impedir que el enemigo neutralice como adversarios potenciales a los esclavos o que éstos –en medio de su desesperación- pretendan actuar por su cuenta con objetivos propios. Tal situación introduciría la división generalizada y un seguro fracaso común. Es indispensable consolidar como una sola comunidad lo que todavía no deja de ser un conjunto de sectores con intereses, comportamientos y características afines. La radical división existente entre todos por el sistema esclavista, impide la formación histórica de “una comunidad de destino”, según los términos de la época.
Al declarar hombres libres a sus esclavos y ofrecerles la libertad a aquellos que se unan a la obra común, Céspedes echa abajo con su ejemplo la última barrera esencial que mantiene desunida la población. Y con un solo gesto “funda” la nueva nacionalidad y le entrega su objetivo político inmediato: la construcción de la Nación. A partir de este momento, un pueblo único posible sustituyó, como sujeto histórico del proyecto emancipador, a los diversos y contradictorios sectores “criollos”. Incluso el gentilicio cubano pasa a identificarlos provocadoramente de manera creciente. La unidad como principio de acción, se incorporra a la cultura política de los pobladores de la isla. Pero la identidad única que -al propiciar el sentido de pertenencia común- los convertiría colectivamente en nacionalidad, todavía tardará en llegar y tendrá que atravesar numerosas pruebas.
Lo que resulta obvio es que para esta etapa, no basta ya –como se ha hecho al inicio del texto- definir este pueblo como “una comunidad humana históricamente formada y asentada en un territorio”, ni su posterior ampliación en términos etnosociales. El momento histórico en que se produce su maduración condiciona el proceso, puesto que la Nación política se construye conscientemente. Una nueva ruptura del proceso etnosocial mediante la integración, haría posible su desarrollo endógeno en esa dirección. Por otra parte, la unión consciente de todos los “criollos” como pueblo cubano, es requisito indispensable para una estructuración clasista moderna. Y, a partir de ella, la construcción de un Estado propio, salvaguardaría su independencia y soberanía.
Es la guerra iniciada en 1868, la que –además de imponer la contradicción metrópoli-colonia como la principal por sobre todas las que convulsionan la sociedad colonial-, organiza y fortalece durante diez años la comunidad etnosocial mediante la necesaria unidad para la lucha. La extraordinaria movilización poblacional que se produce de uno a otro extremo de la isla, la nueva interacción clasista, la transculturación entre los diversos sectores poblacionales, la creciente interrelación urbano-rural, la diseminación ideológica, el enfrentamiento al enemigo común, los riesgos, los peligros, los fracasos, los triunfos, las necesidades, los logros, y otras experiencias vitales conjuntas, constituyen elementos fundamentales para -mediante el fortalecimiento del proceso etnosocial- crear una identidad propia y única.
Sin embargo, la cuestión política requiere un tratamiento particular en esta etapa. Ante todo, porque la lucha independentista de los cubanos podría quedar inserta en su contexto mundial como parte del llamado Problema Nacional, es decir –visto desde su concepción “romántica” europea-, el de la lucha de una Nación por su liberación del dominio extranjero. Como en los casos de Polonia o Grecia.
Pero hay diferencias notables: aquellas son comunidades históricamente formadas, definidas desde varios siglos anteriores como nacionalidades y Naciones, desarrolladas a través de diversos regímenes económicosociales maduros, expresadas políticamente por diversas y sucesivas formas de Estado y gobierno, sometidas varias veces al poder foráneo de otros y en lucha por recuperar su soberanía bajo un ordenamiento político propio.
En realidad, ya en la segunda mitad del siglo XIX, los Estados eran nacionales (Naciónes-Estado), cuando coincidían las fronteras etno-sociales de un pueblo con las fronteras políticas de su Estado. (Connor, 1972). Los Estados donde convivían –por la fuerza o por acuerdo- varios y diversos pueblos, eran conocidos como multi-nacionales. Y los colectivos humanos pertenecientes a una nacionalidad o a una Nación, situados territorialmente en el Estado perteneciente a otras comunidades, eran conocidas como “minorías nacionales”.
En cambio, los cubanos eran un pueblo en formación, originado en el seno de una colonia poblacional de un Estado previamente existente, con una integración etnosocial muy heterogénea, con una estructura socioeconómica y clasista múltiestructural, con varios procesos etnosociales en vías de unificación, que no poseían experiencia alguna en el ejercicio del poder y en el manejo de un ordenamiento político propio, y cuya cultura política –sólo parcialmente establecida en sectores de su población- contaba sólo con algunos principios, como el de luchar como forma de resistencia al agresor o el de la necesaria unidad de acción para la lucha. Tal vez por eso, según las normas de la época, su caso no parecía ser todavía un Problema Nacional.
Es explicable que a la hora de establecer el objetivo político esencial de la guerra, es decir la construcción de un Estado propio que salvaguarde la independencia y la soberanía del pueblo, se revisasen las experiencias históricamente más recientes y geográficamente más cercanas. La memoria histórica y la ideología teórica deben haber tendido seguramente a negar, por muchas razones, la validez práctica del ejemplo heróico de la rebelión transformada en revolución, de la colonia francesa en Haití. Existía una fuerte empatía con las experiencias de las nuevas repúblicas del sur del continente, con las que se compartían tantas cosas entrañables. Pero, en realidad, todavía ellas no ofrecían –tras casi medio siglo- un modelo sólido de ordenamiento político para la etapa posterior al triunfo de las armas y, en cambio, había habido numerosos conflictos internos entre los independentista durante las guerras, incluso por caudillismo.
En Europa, de España nada podía copiarse. El de la Francia republicana parecía ofrecer un ejemplo idealmente perfecto para sustituir un “viejo régimen” por una nueva república, salvo que –en la práctica- se había desarrollado en condiciones muy diferentes a las que existían en la colonia isleña. Por otra parte, con posterioridad a su creación, había sufrido numerosos reveses y mutaciones de toda índole. El de los cercanos Estados Unidos, parecía ser el más idóneo por sus semejanzas: habían sido colonias sin Estado propio antes del pronunciamiento independentista, habían sufrido un régimen esclavista, habían liberado a los esclavos para alcanzar la integración de la nueva “Nación”, defendían las ideas de libertad para todos los hombres y la democracia. Pero su integración unitaria era anterior a la desaparición de la esclavitud. Y su sistema federal no poseía valor alguno para la situación de la isla. Seguramente también se conocían las diferencias y los defectos, pero quizá no suficientemente el peso esencial que ellos poseían en el conjunto del modelo. O todavía no eran suficientemente visibles.
Los ideólogos cubanos de esta primera etapa de la lucha por la independencia eran fundamentalmente “criollos” blancos, terratenientes esclavistas en gran parte, formados en la tradición de los ideales de la revolución francesa, el pensamiento liberal y la democracia estadounidense. Aún no tenían suficiente experiencia práctica para encabezar una población heterogénea en lucha. Algunos de ellos mismos –afianzados en un territorio local donde su liderazgo era reconocido por sobre todos- adolecían de regionalismo.
No es de extrañar que el establecimiento de una república en medio de la guerra -como medio organizador y legitimador de los rebeldes-, viniera a añadir una contradicción más entre sus dirigentes. No podía bastar a los insurrectos –al menos a sus ideólogos- escoger la lucha armada para dirimir la contradicción metrópoli-colonia, ni contribuir a la unidad popular con esa lucha, ni crear las condiciones que propiciaran el desarrollo del proceso etnosocial. Si de alcanzar la independencia se trataba, también había que dar respuestas, desde la lucha misma, al ordenamiento político futuro. Y esta preocupación, también quedaría insertada en la cultura política del pueblo cubano. Más allá de errores, debilidades, limitaciones y deficiencias, el establecimiento de la República en Armas –conjuntamente con el constitucionalismo que la acompañó- fue, en el caso de los cubanos, resultado de la existencia de una identidad propia en busca de su expresión política.
Ante todo, es necesario hacer una pausa en el análisis del proceso etnosocial en la isla y retornar al del Estado Moderno en la Europa Occidental y, también, en los Estados Unidos de América.
Tras la Monarquía Absoluta europea -su segundo modelo-, aparece el tercero en Gran Bretaña: la Monarquía Constitucional y Parlamentaria. Entonces -a partir de la revolución burguesa en Francia – el nuevo Estado se afianza en su modelo (el cuarto) más apropiado para ese momento: la República Unitaria “democrática y representativa”. Suficientemente conocidas las características de tales modelos, resulta innecesario detallarlas. Lo importante, en el sentido que aquí corresponde, es considerar en el ámbito político:
que el Estado Moderno construido en distintos países de Europa Occidental admite importantes modificaciones formales en función del acomodo clasista, siempre que se haya resuelto antes –de cualquier manera- “su” Problema Nacional;
que tales ajustes formales son indispensables para lograr una legitimación social, a partir de diversos grados de representatividad, y mantener por ello un adecuado nivel de gobernabilidad;
que es el llamado Estado Moderno -al instaurar la centralización jerárquica del poder-, el que facilita el desarrollo del capitalismo pre-monopolista y monopolista dentro de sus fronteras.
Es cierto que, a partir de la irrupción de la revolución burguesa en Francia -hasta mucho más allá de mediados del siglo XIX-, se producen en toda Europa numerosas alternativas de retroceso y avance en la conformación de modelos de Estado Moderno, desde la restauración del absolutismo monárquico hasta el perfeccionamiento del parlamentarismo con la aparición del sistema de partidos políticos modernos y su proliferación.
También reaparece, una vez más, la tendencia imperial inspirada en el recurrente “paradigma romano” -con Napoleón-, que pretende hacer retroceder el ordenamiento del poder político en su dinámica, hasta una situación previa a los Acuerdos de Westfalia (1648), para elaborar una solución política global que involucre al conjunto de los Estados europeos existentes. En realidad, se trata de una instrumentación formal para un mejor desempeño del nuevo tipo de Estado, en función del desarrollo del capitalismo. Y tras cumplir esa tarea, la tendencia imperialista es eliminada por una acción colectiva interestatal.
Es significativa esa tendencia de las clases políticamente dominantes europeas a pretender resolver de manera centralizada los problemas comunes de los países asentados en el territorio y vinculados geopolíticamente, cuando entran en situaciones de crisis, para garantizar así los intereses del principal centro de poder que impulsa el desarrollo de la región. Tal escenario tiene más de quince siglos de existencia y constituye una de las tradiciones más sólidamente afincadas en su cultura política.
A partir del desplome de Roma, se suceden -entre otros-, el Imperio Carolingio, el Sacro Imperio Romano Germano, el Napoleónico y el Austro-Húngaro. Deben considerarse como parte de esta tradición el poder de la Iglesia Católica, y en su expresión europea la de las estructuras estatales de los pueblos árabes. Y en la nueva etapa de expansión mundial, la aparición de los llamados Imperios coloniales (holandés, portugués, británico, francés, italiano, alemán). Y, por supuesto, el español.
Debe observarse que, a pesar de su antigüedad como institución política y de su existencia universal durante milenios, el “Imperio” –a diferencia de la Monarquía, la República y sus variantes euroccidentales, clásicas desde los griegos-, no ha sido considerado propiamente como un régimen de Estado, salvo cuando su forma de gobierno ha sido monárquíca. A pesar de ello, no son pocos los casos en que una república ha fungido como centro de una tendencia imperialista, aunque por un tiempo limitado, como ocurrió en Francia. Es que la libertad de acción que requiere la expresión de esa tendencia política, no se aviene con la forma republicana por diversas razones. La experiencia universal, al menos en los últimos tres siglos, muestra cómo, al constituirse en centro generador de una tendencia imperialista, el Estado Moderno no requiere de una forma específica para someter a otras comunidades, sean estatales o no. Es un tema con muchas derivaciones, no suficientemente explorado polítamente y llevaría demasiado lejos estas reflexiones.
Pero lo que sí es necesario tener en cuenta, a los efectos que más directamente interesan aquí, es que hasta el siglo XIX, el imperialismo fue una tendencia primordial en la política exterior de los Estados europeos, para sobrepasar sus propios límites y someter por la fuerza o por acuerdo, a otras comunidades -fueran estatales o no-, y alcanzar así sus objetivos de diversa índole.
En el caso del Estado Moderno español, la Monarquía Estamental quedó instituida sin que se hubiese resuelto su problemática integración etnosocial, y ha sido incapaz de encontrar una forma de resolverla durante centurias. Razones hay para ello, pero no tienen relación directa con lo que aquí se trata. Lo que sí interesa es que, tras la desaparición de sus posiciones coloniales en tierra firme americana, a mediados del siglo XIX sólo quedaron bajo sus dominios en América, Puerto Rico y Cuba.
No es posible continuar el análisis de la manera en que se ha hecho hasta ahora, sin que se dedique atención al caso de los Estados Unidos de América, dado el creciente papel que a partir de esta época desempeñará en el proceso cubano, aunque su interés por la isla es casi simultáneo al de su origen. Ante todo, hay que subrayar algunas características de éste y del desarrollo de su colonización, que lo diferencian de lo ocurrido en el sur del continente:
La exploración, conquista y colonización del conjunto del territorio (y los pueblos originarios que lo habitaban) –gobernados ya a mediados del siglo XIX por una República independiente-, es llevada a cabo por diversos Estados europeos, en distintos momentos a partir del siglo XVI, que reproducen en esos enclaves coloniales las instituciones políticas que caracterizaban sus respectivas metrópolis;
los colonos procedentes de Gran Bretaña, que fundan las trece colonias que originan la República Federal estadounidense (el Estado Moderno capitalista mayor y más importante del mundo actual), llegan al territorio norteamericano en distintos momentos del siglo XVII;
parte de los colonos ingleses, arriban masivamente en operaciones migratorias canalizadas por compañías de comercio y grandes señores. Otros, huyen como refugiados de la intolerancia religiosa en Inglaterra. A estos núcleos poblacionales se unen paulatinamente millares de otros europeos;
en el conjunto de tales grupos asentados al norte y noroeste del territorio, en comunidades autónomas entre sí, crece con rapidez una fuerte burguesía. En cambio, en los asentados al sur (todavía con influencia francesa y española), el dominio es asumido por una oligarquía de plantadores esclavistas;
el resto del territorio de los actuales EEUU, fue progresivamente adquirido, robado o ganado a través de guerras de usurpación y rapiña.
Se trata de la primera construcción directa y por etapas de un Estado Moderno en territorio americano; un trasplante europeo sin que exista un ordenamiento político anterior; asentado desde el principio en un sistema del más alto nivel de desarrollo socio-económico. Es el primero en el mundo contemporáneo en asumir la forma republicana con una Constitución federal. Se impide cualquier proceso estable de transculturación entre los colonos y los pueblos originarios en el territorio. Los constructores del Estado impiden del mismo modo cualquier identificación entre la división político-administrativa que van estableciendo (a la larga, estadual) y una representatividad identitaria de las diversas nacionalidades que lo integran poblacionalmente. Por todo eso, puede decirse que la República Federal de los Estados Unidos de América, es históricamente el quinto modelo asumido por el Estado Moderno.
El resto de la historia de su historia es bien conocida, incluyendo el haber llevado a cabo la primera guerra de independencia moderna en la que se proclamaron la soberanía popular y los “derechos de las personas” (aunque sólo reservados a los blancos). Después de haber sido así construido, el Estado Moderno estadounidense da impulso a una tendencia expansiva coherente con su régimen económico-social y las características de su modelo de gobierno. Durante su crecimiento hacia el oeste, los indígenas asentados en la zona son obligados por el ejército a replegarse a tierras estériles y tribus enteras son exterminadas. El único obstáculo de importancia en esta proyección del nuevo Estado es interno: un conflicto insalvable entre sus Estados esclavistas e industriales. Precisamente, la guerra de secesión entre los sureños y los del norte, es también una ruptura en el desarrollo de los complejos procesos etnosociales que bullen en el seno de la sociedad estadounidense. El desenlace (con el triunfo del norte industrial en la década de los años sesenta del siglo XIX), elimina cualquier otra impedimenta a la tendencia imperialista ya manifiesta.
En fecha tan temprana como la de 1812 (la de la campaña napoleónica en Rusia, la del inicio del proceso independentista en las colonias españolas del sur del continente) algunos representantes del Congreso estadounidense proclaman ya la idea de conquistar Canadá, La Florida y Cuba. En 1818, previa ocupación militar, los EEUU se anexan una parte de Canadá; en 1819, La Florida. Sólo falta Cuba Tales acciones estimulan, entre los “criollos” esclavistas de la Isla, una tendencia anexionista por lo que no dudan en hacer proselitismo y preparativos en ese sentido. Pero en 1863, al promulgarse la abolición de la esclavitud en los EEUU, desaparecen las provechosas condiciones que los esclavistas “criollos” habían pensado obtener con su posible incorporación a la república federal estadounidense.
Un hecho que debe ameritar una reflexión más profunda es que, en esa etapa de su desarrollo, la estructura federal del Estado Moderno estadounidense ha servido para solapar su tendencia imperialista. Con el pretexto de que es lógico el crecimiento de una federación republicana a partir de territorios sin dueño (los pueblos originarios no eran considerados como tales) o mediante métodos “legítimos” (la compra, la cesión de otros, la disposición a anexarse donde hubiese poblaciones afines), se constituyen nuevos Estados que se subordinan a la federación en igualdad de autonomía. Por eso, muchos autores sólo se refieren a su carácter imperialista a fines del siglo, al enfrentarse militarmente a España. Pero, en realidad, si se tienen en cuenta las particularidades del primer Estado Moderno en el escenario americano, la tendencia ya existe en su origen.
En Cuba, recién concluida la primera parte del siglo XIX, los “criollos” blancos y terratenientes, sumidos en la exasperación que les causa el régimen colonial imperante, aprecian que se ha producido un cambio en la situación externa que se caracteriza -entre otros elementos- por los siguientes:
a) El Imperio español ha perdido su principal base de sustentación, con el triunfo de las colonias suramericanas transformadas en las que fueran denominadas “repúblicas feudales y teóricas” (Martí, 1953), que podrían considerarse una forma transitoria –el sexto modelo- del Estado Moderno, en estos casos caracterizadas por la debilidad intrínseca de su matriz española. Por otra parte, nuevas circunstancias en la metrópoli (el triunfo del liberalismo, el derrocamiento de la Monarquía Absoluta, el incremento de conflictos etnosociales y socioeconómicos, la situación revolucionaria) inducen a pensar en un debilitamiento propicio a cualquier acción liberadora en la isla.
b) La República Federal estadounidense, tras el triunfo de las fuerzas industriales del capitalismo sobre las del esclavismo y la promulgación del cese de la esclavitud,, deja de constituir –por el momento- un modelo para los “criollos” anexionistas.
Es pues, una coyuntura que puede considerarse propicia para llevar a vías de hecho el propósito independentista del grupo de los “criollos” que comparten desde antes tal objetivo y que procuran arrastrar en ese sentido al resto de los sectores agobiados por el coloniaje. Sin embargo, éstos no constituyen aún una población integrada etnosocialmente. A pesar de lo mucho en común que identifica a todos los “criollos”, faltan factores unificadores. Además, es necesario decidir el tratamiento que se dará a la presencia de la enorme masa de esclavos. La manera en que se produzca su incorporación al proceso múltiple, determinará el tipo de sociedad futura. Sin embargo -a pesar de diferencias, temores, reticencias y dificultades- la realización del proyecto independentista, parece inevitable.
Es, además de su generosidad humana, un certero análisis -que Martí calificará con posterioridad como acto de “política real”-, el que hace comprender a Carlos Manuel de Céspedes y sus seguidores, que es necesario impedir que el enemigo neutralice como adversarios potenciales a los esclavos o que éstos –en medio de su desesperación- pretendan actuar por su cuenta con objetivos propios. Tal situación introduciría la división generalizada y un seguro fracaso común. Es indispensable consolidar como una sola comunidad lo que todavía no deja de ser un conjunto de sectores con intereses, comportamientos y características afines. La radical división existente entre todos por el sistema esclavista, impide la formación histórica de “una comunidad de destino”, según los términos de la época.
Al declarar hombres libres a sus esclavos y ofrecerles la libertad a aquellos que se unan a la obra común, Céspedes echa abajo con su ejemplo la última barrera esencial que mantiene desunida la población. Y con un solo gesto “funda” la nueva nacionalidad y le entrega su objetivo político inmediato: la construcción de la Nación. A partir de este momento, un pueblo único posible sustituyó, como sujeto histórico del proyecto emancipador, a los diversos y contradictorios sectores “criollos”. Incluso el gentilicio cubano pasa a identificarlos provocadoramente de manera creciente. La unidad como principio de acción, se incorporra a la cultura política de los pobladores de la isla. Pero la identidad única que -al propiciar el sentido de pertenencia común- los convertiría colectivamente en nacionalidad, todavía tardará en llegar y tendrá que atravesar numerosas pruebas.
Lo que resulta obvio es que para esta etapa, no basta ya –como se ha hecho al inicio del texto- definir este pueblo como “una comunidad humana históricamente formada y asentada en un territorio”, ni su posterior ampliación en términos etnosociales. El momento histórico en que se produce su maduración condiciona el proceso, puesto que la Nación política se construye conscientemente. Una nueva ruptura del proceso etnosocial mediante la integración, haría posible su desarrollo endógeno en esa dirección. Por otra parte, la unión consciente de todos los “criollos” como pueblo cubano, es requisito indispensable para una estructuración clasista moderna. Y, a partir de ella, la construcción de un Estado propio, salvaguardaría su independencia y soberanía.
Es la guerra iniciada en 1868, la que –además de imponer la contradicción metrópoli-colonia como la principal por sobre todas las que convulsionan la sociedad colonial-, organiza y fortalece durante diez años la comunidad etnosocial mediante la necesaria unidad para la lucha. La extraordinaria movilización poblacional que se produce de uno a otro extremo de la isla, la nueva interacción clasista, la transculturación entre los diversos sectores poblacionales, la creciente interrelación urbano-rural, la diseminación ideológica, el enfrentamiento al enemigo común, los riesgos, los peligros, los fracasos, los triunfos, las necesidades, los logros, y otras experiencias vitales conjuntas, constituyen elementos fundamentales para -mediante el fortalecimiento del proceso etnosocial- crear una identidad propia y única.
Sin embargo, la cuestión política requiere un tratamiento particular en esta etapa. Ante todo, porque la lucha independentista de los cubanos podría quedar inserta en su contexto mundial como parte del llamado Problema Nacional, es decir –visto desde su concepción “romántica” europea-, el de la lucha de una Nación por su liberación del dominio extranjero. Como en los casos de Polonia o Grecia.
Pero hay diferencias notables: aquellas son comunidades históricamente formadas, definidas desde varios siglos anteriores como nacionalidades y Naciones, desarrolladas a través de diversos regímenes económicosociales maduros, expresadas políticamente por diversas y sucesivas formas de Estado y gobierno, sometidas varias veces al poder foráneo de otros y en lucha por recuperar su soberanía bajo un ordenamiento político propio.
En realidad, ya en la segunda mitad del siglo XIX, los Estados eran nacionales (Naciónes-Estado), cuando coincidían las fronteras etno-sociales de un pueblo con las fronteras políticas de su Estado. (Connor, 1972). Los Estados donde convivían –por la fuerza o por acuerdo- varios y diversos pueblos, eran conocidos como multi-nacionales. Y los colectivos humanos pertenecientes a una nacionalidad o a una Nación, situados territorialmente en el Estado perteneciente a otras comunidades, eran conocidas como “minorías nacionales”.
En cambio, los cubanos eran un pueblo en formación, originado en el seno de una colonia poblacional de un Estado previamente existente, con una integración etnosocial muy heterogénea, con una estructura socioeconómica y clasista múltiestructural, con varios procesos etnosociales en vías de unificación, que no poseían experiencia alguna en el ejercicio del poder y en el manejo de un ordenamiento político propio, y cuya cultura política –sólo parcialmente establecida en sectores de su población- contaba sólo con algunos principios, como el de luchar como forma de resistencia al agresor o el de la necesaria unidad de acción para la lucha. Tal vez por eso, según las normas de la época, su caso no parecía ser todavía un Problema Nacional.
Es explicable que a la hora de establecer el objetivo político esencial de la guerra, es decir la construcción de un Estado propio que salvaguarde la independencia y la soberanía del pueblo, se revisasen las experiencias históricamente más recientes y geográficamente más cercanas. La memoria histórica y la ideología teórica deben haber tendido seguramente a negar, por muchas razones, la validez práctica del ejemplo heróico de la rebelión transformada en revolución, de la colonia francesa en Haití. Existía una fuerte empatía con las experiencias de las nuevas repúblicas del sur del continente, con las que se compartían tantas cosas entrañables. Pero, en realidad, todavía ellas no ofrecían –tras casi medio siglo- un modelo sólido de ordenamiento político para la etapa posterior al triunfo de las armas y, en cambio, había habido numerosos conflictos internos entre los independentista durante las guerras, incluso por caudillismo.
En Europa, de España nada podía copiarse. El de la Francia republicana parecía ofrecer un ejemplo idealmente perfecto para sustituir un “viejo régimen” por una nueva república, salvo que –en la práctica- se había desarrollado en condiciones muy diferentes a las que existían en la colonia isleña. Por otra parte, con posterioridad a su creación, había sufrido numerosos reveses y mutaciones de toda índole. El de los cercanos Estados Unidos, parecía ser el más idóneo por sus semejanzas: habían sido colonias sin Estado propio antes del pronunciamiento independentista, habían sufrido un régimen esclavista, habían liberado a los esclavos para alcanzar la integración de la nueva “Nación”, defendían las ideas de libertad para todos los hombres y la democracia. Pero su integración unitaria era anterior a la desaparición de la esclavitud. Y su sistema federal no poseía valor alguno para la situación de la isla. Seguramente también se conocían las diferencias y los defectos, pero quizá no suficientemente el peso esencial que ellos poseían en el conjunto del modelo. O todavía no eran suficientemente visibles.
Los ideólogos cubanos de esta primera etapa de la lucha por la independencia eran fundamentalmente “criollos” blancos, terratenientes esclavistas en gran parte, formados en la tradición de los ideales de la revolución francesa, el pensamiento liberal y la democracia estadounidense. Aún no tenían suficiente experiencia práctica para encabezar una población heterogénea en lucha. Algunos de ellos mismos –afianzados en un territorio local donde su liderazgo era reconocido por sobre todos- adolecían de regionalismo.
No es de extrañar que el establecimiento de una república en medio de la guerra -como medio organizador y legitimador de los rebeldes-, viniera a añadir una contradicción más entre sus dirigentes. No podía bastar a los insurrectos –al menos a sus ideólogos- escoger la lucha armada para dirimir la contradicción metrópoli-colonia, ni contribuir a la unidad popular con esa lucha, ni crear las condiciones que propiciaran el desarrollo del proceso etnosocial. Si de alcanzar la independencia se trataba, también había que dar respuestas, desde la lucha misma, al ordenamiento político futuro. Y esta preocupación, también quedaría insertada en la cultura política del pueblo cubano. Más allá de errores, debilidades, limitaciones y deficiencias, el establecimiento de la República en Armas –conjuntamente con el constitucionalismo que la acompañó- fue, en el caso de los cubanos, resultado de la existencia de una identidad propia en busca de su expresión política.
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Cuarta ruptura: la primera guerra, unidad etnosocial del pueblo cubano; la tregua, estructuración clasista de la Nación; la guerra final: un nuevo sometimiento / El Problema Nacional cubano: segunda parte / El proyecto martiano / El Estado Moderno estadounidense y sus formas imperiales en Cuba: ocupación militar, protectorado y república neocolonial /
La Historia se ha encargado de valorar justamente lo que significó en términos de la épica nacional la lucha de los cubanos contra el régimen colonial durante los primeros diez años. La aparición de nuevos líderes populares surgidos de los diversos integrantes de la Nación en construcción (como el mulato Antonio Maceo) y de la solidaridad de otros pueblos (como el dominicano Máximo Gómez), es expresión paulatina de su maduración como pueblo y factor integrante de su cultura política.
La Protesta de Baraguá deja a salvo el honor de los cubanos y advirtió que lo que advenía era sólo una tregua, de poco más de quince años –fecunda, en el análisis martiano-, interrumpida al año siguiente por un segundo e infructuoso intento. Las hostilidades se reiniciarían en 1895 apenas poco más de un cuarto de siglo del gesto histórico de Céspedes.
Pero no puede olvidarse que la tregua y la tercera guerra se inscriben ya en la segunda parte del siglo. Ese período resulta trascendental también para el resto de los habitantes del planeta. En el ámbito que corresponde a este artículo, no es posible describirlo todo, pero por su repercusión en el proceso cubano, no pueden dejar de mencionarse algunos aspectos significativos, aunque por su gran relevancia sean suficientemente conocidos . Se trata del desarrollo a escala mundial del sistema capitalista, la transformación del mapa político planetario con los nuevos procesos colonizadores, el incremento de las luchas obreras en las regiones de mayor desarrollo, el surgimiento y la difusión del pensamiento y la acción revolucionarios de Carlos Marx y Federico Engels.
Es indispensable hacer mención especial a lo que significó como advertencia -en medio de la multiplicidad de formas que asumía la burguesía en su imposición del Estado Moderno por todas partes-, la irrupción en pleno centro de Europa Occidental (en la Francia de la gran revolución burguesa), de su negación absoluta: la Comuna de Paris.
En el ámbito del Estado Moderno español, a la sucesión de alternativas intentadas infructuosamente por los liberales para conducir el país, (mediante alguna forma de gobierno, la República Federal inclusive), a la solución de los graves e históricos problemas internos que lo aquejaban, se retrocede a la restauración de una Monarquía Parlamentaria, incapaz por otra parte, de dar solución a los Problemas Nacionales al interior de la metrópoli y que ahora sí le plantea el pueblo cubano desde su expresión política.
Un pueblo que, surgido en medio de la sociedad colonial, unido e integrado gracias a la lucha por su autodeterminación durante mucho más de una década, fortalecido teóricamente con las ideas patrióticas, identificado con una nacionalidad enriquecida, definida, e inspirada por la labor constructora de los intelectuales (artistas, escritores, científicos, economistas, abogados, periodistas, prestigiosos o anónimos), alcanza una nueva y mucho más compleja estructuración socioclasista moderna durante la tregua para plantearse conscientemente la necesidad de una Nación política propia, pues continúa aherrojada como una colonia española, y escoge la República democrática unitaria como modelo.
La tercera guerra es convocada por José Martí, intelectual de modesto origen, hijo de españoles. Poco puede decirse sobre el Héroe Nacional cubano que no se haya dicho ya. Y nunca será suficiente. Ni siquiera que, en él, se integran las vanguardias sociales y culturales de la Nación etnosocial, la cultura política heredada y la visión americana y universal de su tiempo.. Pero, a los efectos de esta reflexión sólo es posible subrayar el papel esencial que desempeña en la ardua y paciente labor de re-unir a los cubanos –en la emigración y en la isla; a los “viejos” y los “nuevos”- para reiniciar la guerra que considera necesaria; conformar una ideología que, al reforzar la autoconciencia y el orgullo de la identidad nacional no se convierta en un nacionalismo chovinista (posición sintetizada en su apotegma Patria es humanidad, que también queda integrada en la cultura política de la Nación); y develar el verdadero y principal enemigo –no sólo de los cubanos-: el imperialismo de los EEUU. Es cierto que en esos finales de siglo diversos autores, también lo descubrirán. Es verdad que Lénin lo diseccionará en todas sus dimensiones, sobre todo en su orgánica expresión como fase superior del capitalismo a principios del siglo XX.
Pero Martí llega a establecer con gran precisión su dimensión política y la relación establecida con su modelo federal republicano. De donde propone al pueblo cubano en lucha, establecer -una vez alcanzada la soberanía-, una República unitaria e independiente, distinta a las existentes hasta entonces. Ese es un tema que por su extensión y complejidad, resulta imposible de abordar aquí. Pero está vinculado de tal manera a estas reflexiones que, al menos, hay que caracterizar esa propuesta, que significaría la negación de cualquier modelo del Estado Moderno en su versión burguesa.
Ante todo es necesario recordar la crítica que hace Martí no sólo de los intentos republicanos de los liberales en España, y de la degradación del modelo estadounidense, sino también –mesurada históricamente- de la experiencia republicana en las colonias hispanas del sur del continente durante la primera mitad del siglo. En cambio, valora altamente la propia experiencia de los cubanos, desde el inicio mismo de la lucha independentista: “Tenemos la médula de la república –llega a decir- criada en la guerra y en el destierro” (Martí, 1953)
Veamos otro, definitorio entre los muchos ejemplos que colman su obra, desde aquel famoso alegato juvenil ante la República española: “No se propone perpetuar en la república cubana, con formas nuevas o con alteraciones más aparentes que esenciales, el espíritu autoritario y la composición burocrática de la colonia, sino fundar en el ejercicio franco y cordial de las capacidades legítimas del hombre, un pueblo nuevo y de sincera democracia, capaz de vencer, por el orden del trabajo real y el equilibrio de las fuerzas sociales, los peligros de la libertad repentina en una sociedad compuesta para la esclavitud”. (Martí, 1953) Añadamos un matiz muy expresivo sobre los propósitos de la revolución en ese sentido: “abrir a la humanidad una república trabajadora” (Martí, 1985)
Criterio que nos obliga a un tratamiento un poco más detallado sobre la actitud del imperialismo estadounidense en su relación con la isla durante más de cinco décadas del siglo XX, precisamente a partir de su grosera intromisión en la lucha de los cubanos contra el régimen colonial de los círculos de poder españoles y la interrupción del proyecto martiano por su muerte en combate.
En esos momentos, a pesar de las advertencias martianas, Estados Unidos todavía se mantenía encubierto políticamente por las formas usuales de la diplomacia y de la tradición de las relaciones entre Estados euroccidentales (declaraciones previas de objetivos y condiciones de la guerra, ocupación preliminar de territorios para establecer negociaciones, acuerdos formales, públicos y secretos entre beligerantes). Una vez logrado su propósito de arrebatar las últimas colonias a la Monarquía española, Estados Unidos se concentró -en el caso de Cuba- en impedir la construcción inminente del Estado que se proponía el pueblo cubano.
Al comprender que le resultaba imposible contar con el apoyo de la población cubana para una anexión directa; sin poseer experiencia anterior para ejercer el dominio político sobre un pueblo negado a ello sin el uso de la fuerza; preocupado por no evidenciar inoportunamente sus verdaderas intenciones ante su opinión pública y la de otros pueblos y Estados de América y Europa, el gobierno estadounidense acudió a la aplicación de la figura del derecho internacional conocida como “protectorado” -avalada por la práctica de las relaciones entre un Estado débil y otro poderoso-, en el que la soberanía del débil desaparece o es limitada parcial o totalmente, bajo la “protección” del fuerte. Como es conocido, la acción del Congreso estadounidense al aprobar la “Enmienda Platt” no fue sino, otra manera de dar visos de legalidad al chantaje respaldado militarmente. La constitución de la República cubana sólo fue aceptada bajo esas condiciones.
Si como establecen los especialistas en derecho internacional, se supone que el “protectorado” es una relación acordada de subordinación entre Estados independientes, tal figura jurídica constituye una contradicción en los términos, porque esa afectación de la soberanía de uno de ellos inhabilita la necesaria condición estatal del pacto. Por otra parte, aunque en la práctica lo que el gobierno de EEUU imponía a los representantes del pueblo cubano, era formalmente un “protectorado”, nunca utilizó el término, siguiendo así la tradicional costumbre del fingimiento justificador para sus acciones agresivas en política exterior.
El recurso legislativo de los Estados Unidos para justificar eventualmente el uso de la fuerza, se mantuvo vigente durante las tres primeras décadas del siglo XX. Cuando las condiciones del desarrollo económico mundial del Imperialismo moderno le permitieron obtener beneficios mayores y un sometimiento estructural más sólido del Estado cubano, sin acudir a ficciones jurídicas y reservando la acción militar sólo para casos extremos, la “Enmienda” cesó virtualmente y poco después –gracias a la lucha popular- la República de Cuba adoptó una nueva Constitución socialmente progresista.
Es conveniente insistir en que desde fines del siglo XIX, especialistas, teóricos y políticos europeos, han caracterizado esta tendencia particular de los Estados Modernos –y entre ellos, los Estados Unidos- a llevar a cabo sus políticas imperialistas a través del poderío económico. No es ocioso recordar la obra de Lenin dedicada al tema (Lenin, 1976), porque además de constituir el más profundo y abarcador de los trabajos teóricos publicados entonces sobre el tema, tiene el especial mérito de no dejar de subrayar explícitamente, más de una vez, que la expresión económica que caracteriza el Imperialismo moderno, no excluye otras -habituales o nuevas-, como tendencia de expansión y dominio territorial de los Estados clasistas. Y, aunque sin poder referirse en detalles a ella –por la censura zarista-, destaca su dimensión política como instrumento de entonces para hacer la primera repartición definitiva del planeta en Estados independientes formalmene.
Es, precisamente, la existencia de esas disímiles posibilidades que otorga el Estado Moderno al capitalismo monopolista en desarrollo, lo que permitió al estadounidense (y a sus seguidores europeos y asiáticos), tras el ajuste definitivo de sus esferas de influencia en el planeta durante la Primera Guerra Mundial, comenzar a crear condiciones para ejercer un nuevo dominio sobre los pueblos. Se trabajó en dos tiempos: primero se inició un proceso de “descolonización”. Tras la Segunda Guerra Mundial, impusieron formas “degradadas”, “subalternas”, “subsidiarias” del Estado Moderno a las excolonias. Para encubrir todo el entramado y su construcción, a partir de la década de los sesenta del siglo XX, se fue generalizando como denominación absoluta para todas las comunidades del planeta, la de Estado-Nación. Con lo que se tiende, además, a encubrir los conflictos internos socioclasistas. Merece la pena recordar que el de Cuba –si nos atenemos a la definición de Connor y su encuesta-, es parte del grupo minoritario de verdaderos Estados –Nación.
De tal manera, el Imperialismo utiliza las particularidades del Estado Moderno para, a través de Tratados, Convenios, Acuerdos, Organizaciones supraestatales e interestatales y otros medios sucedáneos, construir una red en todas partes del mundo que responda a sus intereses, sin que necesariamente haya que utilizar métodos coercitivos explícitos, que siempre se mantienen de reserva. Esto significa en los hechos, el establecimiento de una especie de “neocolonialismo”. Tan nuevo, que en sus expresiones más actuales, extiende la red a través de cada uno de los llamados Estado-Nación, hasta donde han quedado “bolsones” sin integrar anteriormente al sistema en su expansión global, en una acción conocida en estos momentos como “colonialismo interior”
Es necesario apuntar, que simultáneamente con este desenvolvimiento del Estado Moderno capitalista euroccidental-estadounidense, se produjeron dos fenómenos de gran importancia durante la primera mitad del siglo XX. Por una parte, un retroceso institucional en los países capitalistas más atrasados políticamente en Europa (Grecia, Portugal, España, Italia, Alemania) que culminó –no por casualidad- con formas totalitarias del Estado, que alimentaron la tendencia fascista del capital y pretendieron restablecer, una vez más, un modelo inspirado en el antiguo Imperio Romano.
Por la otra, el surgimiento en varios países de la Europa central y oriental, de movimientos socialistas inspirados en las ideas de Carlos Marx y sus seguidores, que culminaron en la construcción de Estados Modernos con el objetivo de construir una sociedad socialista, incluso multinacional y federal en Rusia y otros países. Manifestaciones de ambos procesos hubo también en países de Asia y, por extensión, en el resto del planeta. Resulta imposible, por razones obvias, incorporar ahora al análisis todos estos procesos, a pesar de poseer indudables vínculos con el proceso cubano en la perspectiva más general.
Mientras, Cuba fue uno de los primeros países en ser sometidos a esa remodelación política propiciada por los EEUU en su proyecto neocolonizador, mediante el fortalecimiento de su Estado Moderno como “subsidiario” de la metrópoli estadounidense. De tal manera apareció un nuevo modelo, el sexto para ese Estado: la República Neo-colonial que se extendió a casi todo el continente y a otras regiones; e incluso promovido por otras metrópolis en sus viejas excolonias.
Sin embargo, el pueblo cubano, tras la frustración que originó la grosera intromisión estadounidense del 98, había reiniciado –en el marco económico del “protectorado”- el desarrollo de su proceso etnosocial en función de consolidar su Nación política. Son diversas y complejas las tendencias y acciones que contribuyeron a crear el entramado donde ocurrió ese renacimiento nacional. En él participaron –conscientemente o no- fuerzas muy distintas. Resultaron decisivos los avances en la estructuración socio-clasista, sobre la cual se desplegaron varias tendencias políticas, de las cuales las más avanzadas y justas socialmente (con la influencia de las ideas marxistas, de la revolución mexicana, de la revolución soviética), marcaron el rumbo general del movimiento, no sin que se manifestara todo tipo de contradicciones al interior. Se reinstitucionalizó la sociedad civil, agrupándose por sectores específicos la población, lo que propició también la definición y reclamo de demandas populares.
De nuevo, como en otros momentos del siglo anterior, la intelectualidad humanista (revolucionaria o no), los cultivadores de las artes, los profesionales dedicados a las ciencias, al uso de la palabra y al pensamiento, los comunicadores sociales, todos enrumbaron su creación y sus profesiones simultáneamente hacia lo más contemporáneo en la expresión de las tendencias mundiales con las “vanguardias artísticas”, lo más justo en las ideas y el accionar de la sociedad, lo más autóctono de la vida popular cultural, lo más ético de la humanidad con el pensamiento martiano y lo más patriótico posible, en el ámbito de una sociedad pluriclasista. Y muchos de ellos se sumaron a las múltiples luchas sociales y políticas que jalonaron el período. Gracias a esta reserva de fuerzas en el pueblo, el proceso etnosocial pudo continuar su desarrollo de construcción nacional a pesar de las circunstancias, como expresión de su cultura política acumulada.
Y en 1953, bajo una férrea dictadura, la generación del Centenario del natalicio de José Martí, inicia con el asalto al Cuartel Moncada una nueva era y una nueva guerra. Resulta indispensable, en lo que a este artículo corresponde, apuntar el concepto que en su alegato de defensa, utiliza Fidel Castro, máximo líder de la revolución y nuevo guía del proceso, para caracterizar el pueblo cubano en ese momento, y que es el siguiente: “Nosotros llamamos pueblo si de lucha se trata a los seiscientos mil cubanos que están sin trabajo deseando ganarse el pan honradamente sin tener que emigrar de su patria en busca de sustento; a los quinientos mil obreros del campo (...) ; a los cuatrocientos mil obreros industriales y braceros (...); a los cien mil agricultores pequeños (...); a los treinta mil maestros y profesores (...); a los veinte mil pequeños comerciantes (...); a los diez mil profesionales jóvenes (...); ¡Ese es el pueblo , el que sufre todas las desdichas y es por tanto capaz de pelear con todo el coraje! (Castro, 1993)
Esta caracterización, pone en evidencia como el pueblo había alcanzado ya entonces su definición mayor, la que implica tal madurez en el desarrollo etnosocial, que permite el reclamo clasista y revolucionario, en lucha por alcanzar un ordenamiento político justo socialmente y democrático.
Cuarta ruptura: la primera guerra, unidad etnosocial del pueblo cubano; la tregua, estructuración clasista de la Nación; la guerra final: un nuevo sometimiento / El Problema Nacional cubano: segunda parte / El proyecto martiano / El Estado Moderno estadounidense y sus formas imperiales en Cuba: ocupación militar, protectorado y república neocolonial /
La Historia se ha encargado de valorar justamente lo que significó en términos de la épica nacional la lucha de los cubanos contra el régimen colonial durante los primeros diez años. La aparición de nuevos líderes populares surgidos de los diversos integrantes de la Nación en construcción (como el mulato Antonio Maceo) y de la solidaridad de otros pueblos (como el dominicano Máximo Gómez), es expresión paulatina de su maduración como pueblo y factor integrante de su cultura política.
La Protesta de Baraguá deja a salvo el honor de los cubanos y advirtió que lo que advenía era sólo una tregua, de poco más de quince años –fecunda, en el análisis martiano-, interrumpida al año siguiente por un segundo e infructuoso intento. Las hostilidades se reiniciarían en 1895 apenas poco más de un cuarto de siglo del gesto histórico de Céspedes.
Pero no puede olvidarse que la tregua y la tercera guerra se inscriben ya en la segunda parte del siglo. Ese período resulta trascendental también para el resto de los habitantes del planeta. En el ámbito que corresponde a este artículo, no es posible describirlo todo, pero por su repercusión en el proceso cubano, no pueden dejar de mencionarse algunos aspectos significativos, aunque por su gran relevancia sean suficientemente conocidos . Se trata del desarrollo a escala mundial del sistema capitalista, la transformación del mapa político planetario con los nuevos procesos colonizadores, el incremento de las luchas obreras en las regiones de mayor desarrollo, el surgimiento y la difusión del pensamiento y la acción revolucionarios de Carlos Marx y Federico Engels.
Es indispensable hacer mención especial a lo que significó como advertencia -en medio de la multiplicidad de formas que asumía la burguesía en su imposición del Estado Moderno por todas partes-, la irrupción en pleno centro de Europa Occidental (en la Francia de la gran revolución burguesa), de su negación absoluta: la Comuna de Paris.
En el ámbito del Estado Moderno español, a la sucesión de alternativas intentadas infructuosamente por los liberales para conducir el país, (mediante alguna forma de gobierno, la República Federal inclusive), a la solución de los graves e históricos problemas internos que lo aquejaban, se retrocede a la restauración de una Monarquía Parlamentaria, incapaz por otra parte, de dar solución a los Problemas Nacionales al interior de la metrópoli y que ahora sí le plantea el pueblo cubano desde su expresión política.
Un pueblo que, surgido en medio de la sociedad colonial, unido e integrado gracias a la lucha por su autodeterminación durante mucho más de una década, fortalecido teóricamente con las ideas patrióticas, identificado con una nacionalidad enriquecida, definida, e inspirada por la labor constructora de los intelectuales (artistas, escritores, científicos, economistas, abogados, periodistas, prestigiosos o anónimos), alcanza una nueva y mucho más compleja estructuración socioclasista moderna durante la tregua para plantearse conscientemente la necesidad de una Nación política propia, pues continúa aherrojada como una colonia española, y escoge la República democrática unitaria como modelo.
La tercera guerra es convocada por José Martí, intelectual de modesto origen, hijo de españoles. Poco puede decirse sobre el Héroe Nacional cubano que no se haya dicho ya. Y nunca será suficiente. Ni siquiera que, en él, se integran las vanguardias sociales y culturales de la Nación etnosocial, la cultura política heredada y la visión americana y universal de su tiempo.. Pero, a los efectos de esta reflexión sólo es posible subrayar el papel esencial que desempeña en la ardua y paciente labor de re-unir a los cubanos –en la emigración y en la isla; a los “viejos” y los “nuevos”- para reiniciar la guerra que considera necesaria; conformar una ideología que, al reforzar la autoconciencia y el orgullo de la identidad nacional no se convierta en un nacionalismo chovinista (posición sintetizada en su apotegma Patria es humanidad, que también queda integrada en la cultura política de la Nación); y develar el verdadero y principal enemigo –no sólo de los cubanos-: el imperialismo de los EEUU. Es cierto que en esos finales de siglo diversos autores, también lo descubrirán. Es verdad que Lénin lo diseccionará en todas sus dimensiones, sobre todo en su orgánica expresión como fase superior del capitalismo a principios del siglo XX.
Pero Martí llega a establecer con gran precisión su dimensión política y la relación establecida con su modelo federal republicano. De donde propone al pueblo cubano en lucha, establecer -una vez alcanzada la soberanía-, una República unitaria e independiente, distinta a las existentes hasta entonces. Ese es un tema que por su extensión y complejidad, resulta imposible de abordar aquí. Pero está vinculado de tal manera a estas reflexiones que, al menos, hay que caracterizar esa propuesta, que significaría la negación de cualquier modelo del Estado Moderno en su versión burguesa.
Ante todo es necesario recordar la crítica que hace Martí no sólo de los intentos republicanos de los liberales en España, y de la degradación del modelo estadounidense, sino también –mesurada históricamente- de la experiencia republicana en las colonias hispanas del sur del continente durante la primera mitad del siglo. En cambio, valora altamente la propia experiencia de los cubanos, desde el inicio mismo de la lucha independentista: “Tenemos la médula de la república –llega a decir- criada en la guerra y en el destierro” (Martí, 1953)
Veamos otro, definitorio entre los muchos ejemplos que colman su obra, desde aquel famoso alegato juvenil ante la República española: “No se propone perpetuar en la república cubana, con formas nuevas o con alteraciones más aparentes que esenciales, el espíritu autoritario y la composición burocrática de la colonia, sino fundar en el ejercicio franco y cordial de las capacidades legítimas del hombre, un pueblo nuevo y de sincera democracia, capaz de vencer, por el orden del trabajo real y el equilibrio de las fuerzas sociales, los peligros de la libertad repentina en una sociedad compuesta para la esclavitud”. (Martí, 1953) Añadamos un matiz muy expresivo sobre los propósitos de la revolución en ese sentido: “abrir a la humanidad una república trabajadora” (Martí, 1985)
Criterio que nos obliga a un tratamiento un poco más detallado sobre la actitud del imperialismo estadounidense en su relación con la isla durante más de cinco décadas del siglo XX, precisamente a partir de su grosera intromisión en la lucha de los cubanos contra el régimen colonial de los círculos de poder españoles y la interrupción del proyecto martiano por su muerte en combate.
En esos momentos, a pesar de las advertencias martianas, Estados Unidos todavía se mantenía encubierto políticamente por las formas usuales de la diplomacia y de la tradición de las relaciones entre Estados euroccidentales (declaraciones previas de objetivos y condiciones de la guerra, ocupación preliminar de territorios para establecer negociaciones, acuerdos formales, públicos y secretos entre beligerantes). Una vez logrado su propósito de arrebatar las últimas colonias a la Monarquía española, Estados Unidos se concentró -en el caso de Cuba- en impedir la construcción inminente del Estado que se proponía el pueblo cubano.
Al comprender que le resultaba imposible contar con el apoyo de la población cubana para una anexión directa; sin poseer experiencia anterior para ejercer el dominio político sobre un pueblo negado a ello sin el uso de la fuerza; preocupado por no evidenciar inoportunamente sus verdaderas intenciones ante su opinión pública y la de otros pueblos y Estados de América y Europa, el gobierno estadounidense acudió a la aplicación de la figura del derecho internacional conocida como “protectorado” -avalada por la práctica de las relaciones entre un Estado débil y otro poderoso-, en el que la soberanía del débil desaparece o es limitada parcial o totalmente, bajo la “protección” del fuerte. Como es conocido, la acción del Congreso estadounidense al aprobar la “Enmienda Platt” no fue sino, otra manera de dar visos de legalidad al chantaje respaldado militarmente. La constitución de la República cubana sólo fue aceptada bajo esas condiciones.
Si como establecen los especialistas en derecho internacional, se supone que el “protectorado” es una relación acordada de subordinación entre Estados independientes, tal figura jurídica constituye una contradicción en los términos, porque esa afectación de la soberanía de uno de ellos inhabilita la necesaria condición estatal del pacto. Por otra parte, aunque en la práctica lo que el gobierno de EEUU imponía a los representantes del pueblo cubano, era formalmente un “protectorado”, nunca utilizó el término, siguiendo así la tradicional costumbre del fingimiento justificador para sus acciones agresivas en política exterior.
El recurso legislativo de los Estados Unidos para justificar eventualmente el uso de la fuerza, se mantuvo vigente durante las tres primeras décadas del siglo XX. Cuando las condiciones del desarrollo económico mundial del Imperialismo moderno le permitieron obtener beneficios mayores y un sometimiento estructural más sólido del Estado cubano, sin acudir a ficciones jurídicas y reservando la acción militar sólo para casos extremos, la “Enmienda” cesó virtualmente y poco después –gracias a la lucha popular- la República de Cuba adoptó una nueva Constitución socialmente progresista.
Es conveniente insistir en que desde fines del siglo XIX, especialistas, teóricos y políticos europeos, han caracterizado esta tendencia particular de los Estados Modernos –y entre ellos, los Estados Unidos- a llevar a cabo sus políticas imperialistas a través del poderío económico. No es ocioso recordar la obra de Lenin dedicada al tema (Lenin, 1976), porque además de constituir el más profundo y abarcador de los trabajos teóricos publicados entonces sobre el tema, tiene el especial mérito de no dejar de subrayar explícitamente, más de una vez, que la expresión económica que caracteriza el Imperialismo moderno, no excluye otras -habituales o nuevas-, como tendencia de expansión y dominio territorial de los Estados clasistas. Y, aunque sin poder referirse en detalles a ella –por la censura zarista-, destaca su dimensión política como instrumento de entonces para hacer la primera repartición definitiva del planeta en Estados independientes formalmene.
Es, precisamente, la existencia de esas disímiles posibilidades que otorga el Estado Moderno al capitalismo monopolista en desarrollo, lo que permitió al estadounidense (y a sus seguidores europeos y asiáticos), tras el ajuste definitivo de sus esferas de influencia en el planeta durante la Primera Guerra Mundial, comenzar a crear condiciones para ejercer un nuevo dominio sobre los pueblos. Se trabajó en dos tiempos: primero se inició un proceso de “descolonización”. Tras la Segunda Guerra Mundial, impusieron formas “degradadas”, “subalternas”, “subsidiarias” del Estado Moderno a las excolonias. Para encubrir todo el entramado y su construcción, a partir de la década de los sesenta del siglo XX, se fue generalizando como denominación absoluta para todas las comunidades del planeta, la de Estado-Nación. Con lo que se tiende, además, a encubrir los conflictos internos socioclasistas. Merece la pena recordar que el de Cuba –si nos atenemos a la definición de Connor y su encuesta-, es parte del grupo minoritario de verdaderos Estados –Nación.
De tal manera, el Imperialismo utiliza las particularidades del Estado Moderno para, a través de Tratados, Convenios, Acuerdos, Organizaciones supraestatales e interestatales y otros medios sucedáneos, construir una red en todas partes del mundo que responda a sus intereses, sin que necesariamente haya que utilizar métodos coercitivos explícitos, que siempre se mantienen de reserva. Esto significa en los hechos, el establecimiento de una especie de “neocolonialismo”. Tan nuevo, que en sus expresiones más actuales, extiende la red a través de cada uno de los llamados Estado-Nación, hasta donde han quedado “bolsones” sin integrar anteriormente al sistema en su expansión global, en una acción conocida en estos momentos como “colonialismo interior”
Es necesario apuntar, que simultáneamente con este desenvolvimiento del Estado Moderno capitalista euroccidental-estadounidense, se produjeron dos fenómenos de gran importancia durante la primera mitad del siglo XX. Por una parte, un retroceso institucional en los países capitalistas más atrasados políticamente en Europa (Grecia, Portugal, España, Italia, Alemania) que culminó –no por casualidad- con formas totalitarias del Estado, que alimentaron la tendencia fascista del capital y pretendieron restablecer, una vez más, un modelo inspirado en el antiguo Imperio Romano.
Por la otra, el surgimiento en varios países de la Europa central y oriental, de movimientos socialistas inspirados en las ideas de Carlos Marx y sus seguidores, que culminaron en la construcción de Estados Modernos con el objetivo de construir una sociedad socialista, incluso multinacional y federal en Rusia y otros países. Manifestaciones de ambos procesos hubo también en países de Asia y, por extensión, en el resto del planeta. Resulta imposible, por razones obvias, incorporar ahora al análisis todos estos procesos, a pesar de poseer indudables vínculos con el proceso cubano en la perspectiva más general.
Mientras, Cuba fue uno de los primeros países en ser sometidos a esa remodelación política propiciada por los EEUU en su proyecto neocolonizador, mediante el fortalecimiento de su Estado Moderno como “subsidiario” de la metrópoli estadounidense. De tal manera apareció un nuevo modelo, el sexto para ese Estado: la República Neo-colonial que se extendió a casi todo el continente y a otras regiones; e incluso promovido por otras metrópolis en sus viejas excolonias.
Sin embargo, el pueblo cubano, tras la frustración que originó la grosera intromisión estadounidense del 98, había reiniciado –en el marco económico del “protectorado”- el desarrollo de su proceso etnosocial en función de consolidar su Nación política. Son diversas y complejas las tendencias y acciones que contribuyeron a crear el entramado donde ocurrió ese renacimiento nacional. En él participaron –conscientemente o no- fuerzas muy distintas. Resultaron decisivos los avances en la estructuración socio-clasista, sobre la cual se desplegaron varias tendencias políticas, de las cuales las más avanzadas y justas socialmente (con la influencia de las ideas marxistas, de la revolución mexicana, de la revolución soviética), marcaron el rumbo general del movimiento, no sin que se manifestara todo tipo de contradicciones al interior. Se reinstitucionalizó la sociedad civil, agrupándose por sectores específicos la población, lo que propició también la definición y reclamo de demandas populares.
De nuevo, como en otros momentos del siglo anterior, la intelectualidad humanista (revolucionaria o no), los cultivadores de las artes, los profesionales dedicados a las ciencias, al uso de la palabra y al pensamiento, los comunicadores sociales, todos enrumbaron su creación y sus profesiones simultáneamente hacia lo más contemporáneo en la expresión de las tendencias mundiales con las “vanguardias artísticas”, lo más justo en las ideas y el accionar de la sociedad, lo más autóctono de la vida popular cultural, lo más ético de la humanidad con el pensamiento martiano y lo más patriótico posible, en el ámbito de una sociedad pluriclasista. Y muchos de ellos se sumaron a las múltiples luchas sociales y políticas que jalonaron el período. Gracias a esta reserva de fuerzas en el pueblo, el proceso etnosocial pudo continuar su desarrollo de construcción nacional a pesar de las circunstancias, como expresión de su cultura política acumulada.
Y en 1953, bajo una férrea dictadura, la generación del Centenario del natalicio de José Martí, inicia con el asalto al Cuartel Moncada una nueva era y una nueva guerra. Resulta indispensable, en lo que a este artículo corresponde, apuntar el concepto que en su alegato de defensa, utiliza Fidel Castro, máximo líder de la revolución y nuevo guía del proceso, para caracterizar el pueblo cubano en ese momento, y que es el siguiente: “Nosotros llamamos pueblo si de lucha se trata a los seiscientos mil cubanos que están sin trabajo deseando ganarse el pan honradamente sin tener que emigrar de su patria en busca de sustento; a los quinientos mil obreros del campo (...) ; a los cuatrocientos mil obreros industriales y braceros (...); a los cien mil agricultores pequeños (...); a los treinta mil maestros y profesores (...); a los veinte mil pequeños comerciantes (...); a los diez mil profesionales jóvenes (...); ¡Ese es el pueblo , el que sufre todas las desdichas y es por tanto capaz de pelear con todo el coraje! (Castro, 1993)
Esta caracterización, pone en evidencia como el pueblo había alcanzado ya entonces su definición mayor, la que implica tal madurez en el desarrollo etnosocial, que permite el reclamo clasista y revolucionario, en lucha por alcanzar un ordenamiento político justo socialmente y democrático.
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Quinta ruptura: la revolución y el socialismo / El pueblo cubano: su Nación solidaria y su Estado Nuevo.
Al triunfar la revolución en 1959, el pueblo cubano había alcanzado el máximo desarrollo posible de su proceso etnosocial en las condiciones dominantes de la época, es decir, las de una República Neocolonial del Estado Moderno capitalista y una Nación etnosocial unida y multiclasista.
Si, gracias a su posición estratégica y otros condicionamientos históricos -desde la llegada de los conquistadores españoles a la tierra americana hasta el siglo XX-, Cuba quedó integrada subalternamente a los procesos universales más importantes de cada época; y si, por similares razones, a partir de entonces, fue integrada subsidiariamente por los Estados Unidos en su esfera de dominio imperial; a partir del triunfo de la revolución de 1959, entró en una era marcada por el tránsito mundial hacia la construcción de las sociedades socialistas.
Y desde ese momento, el pueblo cubano, cumplido un nuevo ciclo en su devenir histórico, inmerso en todas las contradicciones inimaginables de la construcción de un Estado- Nación socialista en un mundo globalizado por el imperialismo estadounidense –y a pesar de todas las transformaciones mundiales de los últimos 50 años- ha continuado el desarrollo de su proceso etnosocial y sociopolítico, ahora mediante el curso revolucionario. Su Nación, en tanto se producen formas superiores de integración universal entre los pueblos, avanza en el enriquecimiento identitario de las clases populares, por los caminos de la solidaridad internacional. Y el Estado, mientras sea necesario para defender su soberanía frente a cualquier poder, se transforma democráticamente en instrumento para organizar la participación de todos en la producción y la administración de las cosas, inspirado en los ideales de la Comuna de Paris, y en la búsqueda afanosa -en identidad con el sueño prometido por José Martí- de una nueva República. Pero ese, es tema para otras reflexiones.
Quinta ruptura: la revolución y el socialismo / El pueblo cubano: su Nación solidaria y su Estado Nuevo.
Al triunfar la revolución en 1959, el pueblo cubano había alcanzado el máximo desarrollo posible de su proceso etnosocial en las condiciones dominantes de la época, es decir, las de una República Neocolonial del Estado Moderno capitalista y una Nación etnosocial unida y multiclasista.
Si, gracias a su posición estratégica y otros condicionamientos históricos -desde la llegada de los conquistadores españoles a la tierra americana hasta el siglo XX-, Cuba quedó integrada subalternamente a los procesos universales más importantes de cada época; y si, por similares razones, a partir de entonces, fue integrada subsidiariamente por los Estados Unidos en su esfera de dominio imperial; a partir del triunfo de la revolución de 1959, entró en una era marcada por el tránsito mundial hacia la construcción de las sociedades socialistas.
Y desde ese momento, el pueblo cubano, cumplido un nuevo ciclo en su devenir histórico, inmerso en todas las contradicciones inimaginables de la construcción de un Estado- Nación socialista en un mundo globalizado por el imperialismo estadounidense –y a pesar de todas las transformaciones mundiales de los últimos 50 años- ha continuado el desarrollo de su proceso etnosocial y sociopolítico, ahora mediante el curso revolucionario. Su Nación, en tanto se producen formas superiores de integración universal entre los pueblos, avanza en el enriquecimiento identitario de las clases populares, por los caminos de la solidaridad internacional. Y el Estado, mientras sea necesario para defender su soberanía frente a cualquier poder, se transforma democráticamente en instrumento para organizar la participación de todos en la producción y la administración de las cosas, inspirado en los ideales de la Comuna de Paris, y en la búsqueda afanosa -en identidad con el sueño prometido por José Martí- de una nueva República. Pero ese, es tema para otras reflexiones.
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Cuba Socialista-La Habana-Cuba/PORTADA/13/07/2007
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