14/8/07

No tenía porqué ser así. Capítulo I - ¡Ben Gurión está por venir…!

Primer artículo de las reminiscencias de un israelí que fue testigo desde “el otro lado” de los sucesos que otrora enturbiaron las buenas relaciones entre dos países amigos: el Estado de Israel y la República Argentina.
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Era martes, 24 de mayo de 1960. Estaba sentado aquella mañana en mi despacho en la Embajada Argentina en Tel Aviv, revisando la prensa en hebreo e inglés, cuando entró muy excitada Yvette, la secretaria del Embajador. Con la respiración un tanto entrecortada me dijo: “Moshé, no lo vas a creer. Me acaban de llamar de la Oficina del Primer Ministro. Ben Gurión también viene”. No era necesario que agregara una palabra más; por primera vez en su historia, la Embajada Argentina en Israel sería honrada ese 25 de mayo con la presencia del Primer Ministro de Israel. Desde luego, no se trataba de un aniversario cualquiera, sino de la recepción que organizaba en la Residencia del Embajador en honor del Sesquicentenario de la Revolución de Mayo de 1810, a la que se atribuía particular importancia. De modo que esta vez el legendario estadista judío llegaría para felicitar al Embajador, y tal vez escuchara las estrofas “Y los libres del mundo responden: Al gran pueblo argentino, ¡salud!”, del himno nacional argentino, que solía ser coreado con cierta nostalgia por todas las personalidades de ese origen que eran invitadas a la recepción.
Se puede pensar que lo que antecede es banal, pero de hecho se trata de un detalle muy sensible para los diplomáticos latinoamericanos en general y los argentinos en particular. Sé que existía entonces y supongo que se mantiene hasta el día de hoy. Es un problema que merece ser debidamente considerado: se trata de la cierta indiferencia, descuido más bien diría, que dan prueba las autoridades de Israel con respecto a esas representaciones. El día nacional de cualquier de esos países es una fecha que tiene particular significado, sobre todo cuando se sirve en el exterior. En la lista de invitados del 25 de Mayo, por ejemplo, suelen figurar las principales autoridades del Estado, incluyendo al Presidente, el Primer Ministro, los ministros del Gabinete incluyendo, desde luego, al Ministro de Exteriores, diputados, miembros del Cuerpo Diplomático y las figuras más importantes de la colectividad o aquéllas que tienen vinculación con ella. Nadie espera que el Presidente del Estado haga acto de presencia; el Primer Ministro suele excusarse o enviar un cable de felicitación, ídem, ídem hará el (o la) Ministro de Relaciones Exteriores, y los demás miembros del Gobierno afirman tener “compromisos previos”. A lo sumo llegan varios funcionarios del Ministerio de Exteriores, principalmente del Departamento de América Latina encabezados por su titular, así como del Protocolo. Como el Primer Ministro no se pierde jamás la fiesta norteamericana, y a veces también ha acudido a la británica y la francesa, el caso adquiere cierta relevancia. Desde luego, bien se conoce el carácter especial de las relaciones de Israel con Washington. El Reino Unido y Francia también son potencias importantes. Pero en cierto modo ese desequilibrio es interpretado muchas veces como un desaire.
Esta situación se aplicaba en especial en el caso de la Embajada Argentina, la representación diplomática latinoamericana que contaba con el mayor número de israelíes de ese origen, y anotaba la más numerosa comunidad judía de ese hemisferio, circunstancia que se mantiene hasta el día de hoy. El caso llegó a tal extremo, que en un momento dado el Gabinete israelí resolvió que uno de sus miembros, por rotación, honraría con su presencia esas funciones diplomáticas. Recuerdo, para citar un ejemplo, que en un 25 de mayo de los años noventa llegó el entonces ministro de Finanzas, Beigue Shojat, que fue recibido con particular satisfacción por el entonces embajador, José María Otegui. Claro la llegada del ministro de turno era todo un acontecimiento, y se la consideraba como una muestra de cortesía y deferencia, aunque su presencia fuese breve.
Con cierto esfuerzo dejé a un lado el significado de ese gesto del Primer Ministro, para concentrarme en el asunto al orden del día: la captura de un criminal nazi llamado Adolf Eichmann. Al salir del trabajo el día anterior, escuché como voceaban la emisión de ediciones extras de los dos diarios vespertinos. Por lo general, lo hacían para informar sobre algún atentado de los “fedayim” o un nuevo ataque sirio contra las aldeas de la Alta Galilea. Pero esta vez los vendedores de diarios gritaban a voz de cuello “Eichmann ha sido capturado”. Aunque estaba interiorizado con la actualidad israelí, confieso que era la primera vez que escuchaba ese nombre. Compré un ejemplar y leí que el Primer Ministro Ben Gurión había hecho un anuncio especial en la Knéset. “Tengo a bien informar a la Cámara que hace cierto tiempo los servicios de Seguridad del Estado hallaron el paradero de uno de los mayores criminales nazis, Adolf Eichmann… Este ya se encuentra detenido en el país y próximamente comparecerá ante la justicia”. El comentarista del Yediot Ajaronot que transmitió la sensacional noticia, terminaba la nota con estos términos: “Como se sabe en los últimos meses han circulado rumores sobre dónde se habría refugiado ese criminal nazi, que según parece sería algún país árabe”.
En la prensa de la mañana siguiente no se hablaba de otra cosa, y para muchos de nosotros era noticia: ahora sabíamos que había sido el número uno en organizar con satánica precisión la “solución final del pueblo judío”; es decir, exterminio de toda persona que era o había sido judía. Un “operativo” tan bien conducido que costó la vida de seis millones de inocentes, y se conoce desde entonces como la Shoá. Se ha de recordar que en aquellos tiempos los supervivientes de este genocidio no hablaban; trataban de pasar desapercibidos. Se sentían avergonzados al ser un tanto despreciados por la sana y valiente sociedad israelí, que había hecho frente a cinco ejércitos árabes y los había derrotado. Muchos israelíes se preguntaban cómo fueron a los crematorios como apacibles corderitos, sin resistencia alguna. La revuelta del Ghetto de Varsovia y la extensa participación de los judíos en la lucha guerrillera contra el poderoso Ejército alemán, no eran temas debidamente conocidos. Ni tampoco los crueles ardides nazis para evitar que los condenados opusieran resistencia alguna. Al fin y al cabo, se les decía que eran enviados a campamentos de trabajo… En definitiva, se puede decir que el tema era tabú.
De cualquier modo redacté un informe en el que señalaba el profundo impacto que tuvo la noticia en los medios. En ese momento nadie tenía siquiera idea en dónde había sido capturado. En mi evaluación apunté que “no importa dónde se refugien, parece ser que la mano de Israel alcanzará a los criminales nazis dondequiera estén”. Me sentí muy satisfecho de expresarme así, si bien mis instrucciones eran atenerme exclusivamente a lo que decía la prensa. Pero por una vez, estaba tan animado como para arriesgarme a emitir mi opinión personal. No tenía ni idea de la repercusión que tendría ese osado operativo.
Hacía ya nueve años que trabajaba en la Embajada. Me sentía entonces todo un israelí, después de 16 años de haber llegado como un imberbe adolescente a esa tierra que para mí era un gran interrogante. No había llegado como inmigrante, sino como refugiado. Como creo haberlo indicado en otras ocasiones, mi familia fue de hecho expulsada de España. Mi padre había estado recluido en dos campos de concentración por su régimen fascista sin razón aparente alguna. Era suficiente que fuera judío. Aunque reunida la familia, nuestra integración en el seno de la comunidad judía de la entonces Palestina fue una tarea ardua erizada de dificultades. En 1948, apenas a los diecisiete años y medio, me incorporé en el Ejército y participé en la Guerra de la Independencia. En 1950 volví a mi lugar previo de trabajo, el entonces Palestine Discount Bank, pero un año más tarde supe que había un puesto vacante en la Legación Argentina en Tel Aviv. Los requisitos eran conocer hebreo e inglés, dominar el castellano y tener cierta experiencia en el trabajo de oficina. Decidí dedicarme a lo que tanto me atraía: trabajar en mi idioma nativo. Tuve una reunión con uno de los funcionarios, un risueño y rechoncho diplomático llamado Alberto Giordano, que pareció estar satisfecho de mis calificaciones. En aquella época el jefe de misión era el Ministro Pablo Manguel, un argentino peronista de ascendencia judía, que había sido el primer enviado elegido por el Presidente Perón para el cargo. El tercer funcionario era el Cónsul Carlos Massa, un jovial diplomático a quien le encantaba la caza, y el personal local estaba integrado por varias empleadas israelíes, de origen español y argentino.
Contratado como simple empleado había pasado de uno a otro departamento hasta que finalmente se me confió la tarea de Encargado de Prensa. En ausencia de un Agregado de Prensa, un cargo que estaba vacante y jamás ha sido ocupado por un funcionario, se me había confiado la tarea de ser el oficial de enlace con los medios. Ello también implicaba, entre otras tareas, traducir el material escrito en hebreo que interesara a la Embajada, y en especial lo que decía la prensa sobre la actualidad local y la argentina.
Moshé Yanai
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El Reloj-Israel/14/08/2007

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