John Bolton o la defensa de EEUU
Bolton no sufrió la ONU de su antecesor, John Negroponte, ansiosa por humillar a América durante la crisis con Irak en 2003 y en los años subsiguientes. Pero, desgraciadamente, entre su ONU y la de Negroponte tampoco había tantas diferencias: a fin de cuentas, era la misma burocracia laberíntica, opaca, ineficaz y, ante todo, antiamericana. -
Por Rafael Bardají
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John Bolton, ex subsecretario para Asuntos de Desarme (2001-2005) y ex embajador de EEUU ante las Naciones Unidas (2006-2007), ha sido durante mucho tiempo la bestia parda de la diplomacia americana. Tenía críticos entre sus propios funcionarios y hasta entre sus compañeros de Administración: muchos no soportaban que fuera una persona de fuertes convicciones conservadoras interesada en hacer que sus principios prevalecieran en la política exterior de Bush. Neoconservador, halcón, ideólogo son algunos de los epítetos que le colgaron.
Aunque en la portada de sus memorias aparezca su retrato, el aquí retratato no es tanto Bolton como ese sistema de apaciguamiento institucionalizado que tiene en la ONU su máxime exponente. John Bolton, que no es diplomático de carrera, sino un exitoso abogado (estuvo en medio de la disputa legal en Florida que acabó otorgando la victoria a George W. Bush en las presidenciales de 2000) metido a político e involucrado en la vida intelectual de los think-tanks conservadores de Washington, sobre todo en la del American Enterprise Institute (AEI), ha escrito un libro de memorias muy poco diplomático. Su subtítulo: Defending America at the UN, ya nos da una buena pista de por dónde van los tiros; pero, como veremos, en estas páginas hay mucho más. Bolton no sufrió la ONU de su antecesor, John Negroponte, ansiosa por humillar a América durante la crisis con Irak en 2003 y en los años subsiguientes. Pero, desgraciadamente, entre su ONU y la de Negroponte (o la de los embajadores anteriores) tampoco había tantas diferencias: a fin de cuentas, era la misma burocracia laberíntica, opaca, ineficaz y, ante todo, antiamericana. Una organización donde los peores déspotas del mundo se permitían el lujo de denigrar la democracia y las libertades con total impunidad y constancia. Su Asamblea General no es más que el reflejo folclórico de esa congregación de liberticidas. Las pintorescas anécdotas que relata Bolton reflejan bien a las claras qué es la ONU, y por qué no puede ser algo mejor. Nuestro autor, curtido en agotadoras batallas internas, tiene la virtud de no quedarse exclusivamente en la denuncia del infernal sistema onusino. No le hubiera merecido la pena. La otra bestia contra la que arremete inmisericordemente es el Departamento de Estado. Para Bolton, buena parte del fracaso de la política norteamericana proviene de los vicios desarrollados por su propia diplomacia. No estamos ante un hombre que se consuele pensando que no hay nada que hacer con los problemas del mundo, que los Estados Unidos han de quedarse de manos cruzadas cuando la comunidad internacional no responda, o que esté dispuesto sacrificar los valores consustanciales a la nación americana por fraguar consensos que no lleven a sitio alguno. A pesar de su espíritu sosegado y sus maneras nobles, Bolton es un hombre para la acción que persigue resultados; y, a diferencia de sus colegas diplomáticos, ni se solaza con los procesos, ni se conforma con el diálogo por el dialogo. A lo largo de estas memorias, las ideas se desbordan (mucho más que los chascarrillos o las anécdotas), y el panorama analítico que se nos pinta de la ONU y de otras instituciones no puede ser más preocupante. De Darfur a Irán, pasando por Corea del Norte, la ONU sale muy mal parada. Es éste un organismo que no sabe cómo afrontar ni los grandes retos ni los problemas pequeños, pero que gasta –de hecho, despilfarra– ingentes sumas de dinero en la gestión de situaciones intermedias, justo aquéllas para las que el mundo global de hoy cuenta con instituciones privadas, ONG, mucho más eficaces. No es casual que una de las propuestas para reformar la ONU que avanza Bolton tenga que ver con el presupuesto de la organización. Nuestro hombre defiende un sistema de contribuciones voluntarias, y que cada miembro sea libre de pagar los servicios de otros organismos, públicos o privados, para el desarrollo de sus fines. Del Departamento de Estado y sus reflejos instintivos da buena cuenta a lo largo de los capítulos dedicados a Irán y a las negociaciones con Corea del Norte para poner fin a su programa nuclear. Igualmente sangrante es la narración detallada de cómo se forjó la resolución 1701 que puso fin a la guerra del Líbano del verano de 2006: se sabía que era incompleta, que no favorecería la adopción de una nueva resolución para hacer efectivo el embargo de armas contra Hezbolá y que ponía en pie una Unifil reforzada pero tan poco efectiva como la Unifil a secas. (Por cierto, Bolton también aborda la constante tentación antijudía de la ONU). Los europeos tampoco salen bien parados, por su permanente actitud apaciguadora. Las conversaciones, tratos y negociaciones sobre Irán ilustran a la perfección la distancia entre Bolton y los líderes de la Vieja Europa. Bolton no se fía de los ayatolás porque, simplemente, no son de fiar, y se le nota la indignación cuando relata la vez en que un diplomático alemán quiso convencerle de que Teherán tenía derecho a enriquecer uranio. Pero lo más grave para él es la visión, común en Europa, de que los iraníes acabarán proponiendo un acuerdo satisfactorio si se les ofrecen más incentivos. Para Bolton, Europa sólo ofrece un puñado de zanahorias y jamás muestra, ni siquiera asoma, el palo, y ése no es el método apropiado para forzar a los ayatolás. En su opinión, Teherán nunca renunciará por las buenas a la bomba atómica, pero ni la ONU ni la comunidad internacional en su sentido más amplio están poniendo sobre la mesa los elementos indispensables para presionar de verdad a los iraníes. Éste no es un mero libro de memorias. Lleno de ideas, es también y sobre todo un libro sobre el futuro que nos aguarda. La descripción de las instituciones y sus oscuros tejemanejes, las rivalidades burocráticas y la progresiva pérdida de valores arrojan un panorama poco alentador. Con todo Bolton, anuncia que seguirá luchando por las ideas correctas. Por cierto: el hecho de que considere que puede tener más influencia sobre las políticas venideras desde fuera del Gobierno dice mucho de lo que piensa de lo que queda de Administración Bush. Yo tengo la suerte de conocer a John Bolton desde hace años, y de haberle acompañado este verano mientras estuvo por Madrid como invitado de FAES. Confío en que, desde el AEI, consiga llevar su batalla a buen puerto. Sabe lo que quiere y el mundo que quiere; si se siguieran sus consejos, no me cabe la menor duda de que éste sería un mundo mejor para todos, incluidos los españoles. Es una pena que José Luis Rodríguez Zapatero y Pepiño Blanco no le hayan fichado para su programa electoral. Aún están a tiempo...
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Diario de América - USA/24/11/2007
Por Rafael Bardají
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John Bolton, ex subsecretario para Asuntos de Desarme (2001-2005) y ex embajador de EEUU ante las Naciones Unidas (2006-2007), ha sido durante mucho tiempo la bestia parda de la diplomacia americana. Tenía críticos entre sus propios funcionarios y hasta entre sus compañeros de Administración: muchos no soportaban que fuera una persona de fuertes convicciones conservadoras interesada en hacer que sus principios prevalecieran en la política exterior de Bush. Neoconservador, halcón, ideólogo son algunos de los epítetos que le colgaron.
Aunque en la portada de sus memorias aparezca su retrato, el aquí retratato no es tanto Bolton como ese sistema de apaciguamiento institucionalizado que tiene en la ONU su máxime exponente. John Bolton, que no es diplomático de carrera, sino un exitoso abogado (estuvo en medio de la disputa legal en Florida que acabó otorgando la victoria a George W. Bush en las presidenciales de 2000) metido a político e involucrado en la vida intelectual de los think-tanks conservadores de Washington, sobre todo en la del American Enterprise Institute (AEI), ha escrito un libro de memorias muy poco diplomático. Su subtítulo: Defending America at the UN, ya nos da una buena pista de por dónde van los tiros; pero, como veremos, en estas páginas hay mucho más. Bolton no sufrió la ONU de su antecesor, John Negroponte, ansiosa por humillar a América durante la crisis con Irak en 2003 y en los años subsiguientes. Pero, desgraciadamente, entre su ONU y la de Negroponte (o la de los embajadores anteriores) tampoco había tantas diferencias: a fin de cuentas, era la misma burocracia laberíntica, opaca, ineficaz y, ante todo, antiamericana. Una organización donde los peores déspotas del mundo se permitían el lujo de denigrar la democracia y las libertades con total impunidad y constancia. Su Asamblea General no es más que el reflejo folclórico de esa congregación de liberticidas. Las pintorescas anécdotas que relata Bolton reflejan bien a las claras qué es la ONU, y por qué no puede ser algo mejor. Nuestro autor, curtido en agotadoras batallas internas, tiene la virtud de no quedarse exclusivamente en la denuncia del infernal sistema onusino. No le hubiera merecido la pena. La otra bestia contra la que arremete inmisericordemente es el Departamento de Estado. Para Bolton, buena parte del fracaso de la política norteamericana proviene de los vicios desarrollados por su propia diplomacia. No estamos ante un hombre que se consuele pensando que no hay nada que hacer con los problemas del mundo, que los Estados Unidos han de quedarse de manos cruzadas cuando la comunidad internacional no responda, o que esté dispuesto sacrificar los valores consustanciales a la nación americana por fraguar consensos que no lleven a sitio alguno. A pesar de su espíritu sosegado y sus maneras nobles, Bolton es un hombre para la acción que persigue resultados; y, a diferencia de sus colegas diplomáticos, ni se solaza con los procesos, ni se conforma con el diálogo por el dialogo. A lo largo de estas memorias, las ideas se desbordan (mucho más que los chascarrillos o las anécdotas), y el panorama analítico que se nos pinta de la ONU y de otras instituciones no puede ser más preocupante. De Darfur a Irán, pasando por Corea del Norte, la ONU sale muy mal parada. Es éste un organismo que no sabe cómo afrontar ni los grandes retos ni los problemas pequeños, pero que gasta –de hecho, despilfarra– ingentes sumas de dinero en la gestión de situaciones intermedias, justo aquéllas para las que el mundo global de hoy cuenta con instituciones privadas, ONG, mucho más eficaces. No es casual que una de las propuestas para reformar la ONU que avanza Bolton tenga que ver con el presupuesto de la organización. Nuestro hombre defiende un sistema de contribuciones voluntarias, y que cada miembro sea libre de pagar los servicios de otros organismos, públicos o privados, para el desarrollo de sus fines. Del Departamento de Estado y sus reflejos instintivos da buena cuenta a lo largo de los capítulos dedicados a Irán y a las negociaciones con Corea del Norte para poner fin a su programa nuclear. Igualmente sangrante es la narración detallada de cómo se forjó la resolución 1701 que puso fin a la guerra del Líbano del verano de 2006: se sabía que era incompleta, que no favorecería la adopción de una nueva resolución para hacer efectivo el embargo de armas contra Hezbolá y que ponía en pie una Unifil reforzada pero tan poco efectiva como la Unifil a secas. (Por cierto, Bolton también aborda la constante tentación antijudía de la ONU). Los europeos tampoco salen bien parados, por su permanente actitud apaciguadora. Las conversaciones, tratos y negociaciones sobre Irán ilustran a la perfección la distancia entre Bolton y los líderes de la Vieja Europa. Bolton no se fía de los ayatolás porque, simplemente, no son de fiar, y se le nota la indignación cuando relata la vez en que un diplomático alemán quiso convencerle de que Teherán tenía derecho a enriquecer uranio. Pero lo más grave para él es la visión, común en Europa, de que los iraníes acabarán proponiendo un acuerdo satisfactorio si se les ofrecen más incentivos. Para Bolton, Europa sólo ofrece un puñado de zanahorias y jamás muestra, ni siquiera asoma, el palo, y ése no es el método apropiado para forzar a los ayatolás. En su opinión, Teherán nunca renunciará por las buenas a la bomba atómica, pero ni la ONU ni la comunidad internacional en su sentido más amplio están poniendo sobre la mesa los elementos indispensables para presionar de verdad a los iraníes. Éste no es un mero libro de memorias. Lleno de ideas, es también y sobre todo un libro sobre el futuro que nos aguarda. La descripción de las instituciones y sus oscuros tejemanejes, las rivalidades burocráticas y la progresiva pérdida de valores arrojan un panorama poco alentador. Con todo Bolton, anuncia que seguirá luchando por las ideas correctas. Por cierto: el hecho de que considere que puede tener más influencia sobre las políticas venideras desde fuera del Gobierno dice mucho de lo que piensa de lo que queda de Administración Bush. Yo tengo la suerte de conocer a John Bolton desde hace años, y de haberle acompañado este verano mientras estuvo por Madrid como invitado de FAES. Confío en que, desde el AEI, consiga llevar su batalla a buen puerto. Sabe lo que quiere y el mundo que quiere; si se siguieran sus consejos, no me cabe la menor duda de que éste sería un mundo mejor para todos, incluidos los españoles. Es una pena que José Luis Rodríguez Zapatero y Pepiño Blanco no le hayan fichado para su programa electoral. Aún están a tiempo...
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Diario de América - USA/24/11/2007
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