EE.UU - China: El juego de la interdependencia
Si algún logro recogió el presidente norteamericano de su gira asiática es el trazado de una relación entre dos potencias globales que no pueden imponerse condiciones.
Es febrero de 1972 y hace frío en París. En un restaurante del centro de la ciudad cenan Andre Malraux y el senador Edward Kennedy. El tema de la larga sobremesa será el viaje inminente que el presidente Richard Nixon hará al gigante amarillo, la primera vez que un mandatario norteamericano llega a Beijing.
El ex ministro de Cultura del general De Gaulle, amigo de Mao Tse Tung según su propia descripción, y autor de ensayos sobre el experimento comunista chino, le murmura en tono íntimo a un ansioso Kennedy: "Mao mirará a Nixon y hará la primera pregunta ¿está preparada la nación más rica del mundo a ayudar a una de las más pobres llamada China?". La anécdota, relatada por amigos del genial intelectual francés, es aún más fascinante si se advierte que ocurrió, como aquel viaje de Nixon, sólo un año antes de la rehabilitación del timonel de la China global Deng Xiaoping; unos cuatro previos a la muerte de Mao y cinco antes de las célebres "cuatro modificaciones" (agrícola, industrial, científica y defensa) que convirtieron al país asiático en lo que es hoy, de mendigo a millonario.
Pero aquella historia de ricos y pobres es impresionante si se la cruza con la marcha forzada a que se asemejó la travesía que Barack Obama acaba de hacer por el gigante amarillo. Muy lejos de aquel poder de imposición, casi nada de la agenda que llevó el norteamericano a Beijing, tuvo algún suceso. Se amontonaron en desorden en una canasta virtual temas que antes Washington planteaba a China sin prejuicios como la cuestión del Tibet que esta vez, además del silencio, incluyó la postergación sine die de una entrevista entre el jefe de Estado y el Dalai Lama, detestado por Beijing. Las viejas presiones del ministro de economía norteamericano Tim Geithner contra la supuesta "manipulación" del renmimbi, la moneda china, desaparecieron. La cuestión iraní, un país sobre el cual China ejerce gran influencia, condición crucial que requiere Washington para sumar presión contra el plan nuclear persa, también siguió el mismo trámite fantasma. Cuando Obama y su colega Hu Jintao se reunieron en público no hubo la menor mención a futuras mutuas sanciones contra Teherán.
Es verdad que toda marcha comienza con un paso que es apenas eso, y no debería demandarse más de lo que puede dar un encuentro cumbre de dos días. En cualquier caso, estas dos naciones sumadas, configuran hoy el más dinámico foco planetario, generador en la ultima década de un tercio de la producción económica global y de dos quintos del crecimiento mundial. Lo que sucede es que dentro de esa esfera única no hay sólo ganadores.
Beijing no olvida ni un instante que es el mayor acreedor de EE.UU. con más de un billón (millón de millones) de bonos del Tesoro norteamericano y que 70% de sus reservas, que más que duplican aquella cifra, están en moneda norteamericana. Ello implicaría cierta paternidad en algunos niveles o, al menos, un tamiz enérgico para eludir sugerencias antipáticas como las que formularon en su momento Bill Clinton, cuando demandó a China mejoras en los derechos humanos, o George Bush, que tanto atacaba la economía comunista, como convertía en sus protegidos al Tibet o Taiwan.
Lo que cambió no es la personalidad del habitante de la Casa Blanca como pretenden simplificar críticos sencillos de Obama. Lo que mutó fue EE.UU. y su nivel de poder relativo. Hay un episodio difícil de no definirlo como espectacular que relató, hace ya un tiempo, el principal responsable presupuestario de la Casa Blanca, Peter Orszag. En una reunión en junio pasado, funcionarios chinos le pidieron a la Casa Blanca detalles sobre la legislación y el programa de salud que Obama llevó al Congreso para ampliar los beneficios sanitarios. El Herald Tribune recuerda que Orszag contestó la totalidad de las preguntas hasta que advirtieron que los chinos no estaban tan interesados sobre si el plan resolvería los problemas de salud de la gente, sino cómo afectaría esa inversión al déficit fiscal norteamericano. Los funcionarios asiáticos descontaban que su país, al cabo, financiaría la cuestión con la compra de los bonos de deuda. "Como cualquier banquero, los chinos querían evidencia de que EE.UU. tenía un plan para devolver ese dinero", comentó con alguna pesadumbre el diario norteamericano.
Hasta antes de la crisis financiera que arrasó con la banca norteamericana y mundial, China no era responsable del inmenso rojo comercial que EE.UU. contabiliza en el intercambio con ese país. Ello era así pese a toda una estructura académica que traducía la paridad atada del renmimbi al dólar como origen de esa calamidad. La culpa radicaba, entre otros motivos, en la ausencia de disciplina de ahorro en la sociedad norteamericana.
Sin embargo, después de la crisis y cuando el resto del mundo coincidió con las políticas de estímulo fiscal de China sumado a un gran control y presencia estatal, esas medidas se tornaron en una feroz competencia proteccionista donde Beijing ha llevado las de ganar. El Nobel de Economía Paul Krugman se toma de la cabeza viendo el camino del desastre. Porque tal como están las cosas, China seguirá financiado la paridad baja de su moneda beneficiando sus exportaciones globales. Eso a EE.UU. le clava sus cifras históricas de desocupación debido a que es más barato importar que producir. El panorama no sólo pronostica problemas sociales. "Largo tiempo de desempleo produce un largo y extenso daño social", advierte Krugman.
EE.UU. pretendía que el inmenso mercado interno que está reactivando con estimulo fiscal el gobierno de Hu, más de 800 millones de chinos del interior (mucho mas que toda Latinoamérica sumada) que hasta ahora vieron el crecimiento de su país desde la banquina, sin poder subirse, fueran también la respuesta de consumo para las fabricas del otro lado del mar. Eso sólo sería posible con un tipo de cambio liberado a las fuerzas de mercado que abarataría las exportaciones asiáticas. Pero Beijing quiere su mercado propio para mantener el crecimiento por encima del 8%. Ese es el punto de fractura para el espectacular matrimonio sino-estadounidense, que, como apunta el historiador de Harvard Niall Ferguson es hoy una sociedad 10 x 10: los chinos obtienen 10% de crecimiento, EE.UU. obtiene 10% de desempleo.
Copyright Clarín, 2009.
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Clarin - Argebtina/21/11/2009
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