Perú: A diez años de la residencia nipona
El próximo 22 de abril se cumplirán diez años del llamado “rescate de los rehenes” que se encontraban retenido por un Comando del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru en la residencia del embajador japonés en Lima desde el 17 de diciembre del año anterior.
Gustavo Espinoza (NUESTRA BANDERA, especial para ARGENPRESS.info)
Cuatro meses antes, como se recuerda, se inició lo que constituiría en su momento el hecho político más trascendente del periodo, y que mantuvo a la población en vilo hasta que concluyó con la muerte de un notable jurista, el Dr. Ernesto Guisti Acuña, dos oficiales del ejército y 14 activistas que, bajo la dirección de Néstor Cerpa Cartolín habían optado por una acción directa destinada a negociar luego la libertad de otros de sus compañeros encarcelados.
Muchos peruanos recuerdan aún lo que aconteciera aquella tarde del martes 22 de abril. De 1997.
A las 3 y 20 minutos de pronto la televisión interrumpió sus programas informativos para trasmitir “en vivo y en directo” la incursión de comandos armados en la sede tomada, en medio de atronadoras explosiones de bombas y petardos y disparo graneado de metralletas y fusiles.
Poco después pudo apreciarse la salida de los rehenes reptando por estrechos pasillos para ganar el jardín, y finalmente el grito de victoria de soldados con el rostro embadurnado.
Sólo después se sabría que la operación no había sido tan limpia como se proclamó luego de concluir. Un total de 17 cadáveres fueron retirados sigilosamente del escenario para que nadie se diera cuenta del costo de sangre y muerte que había costado, y que dejaría la estela que aún hoy se discute.
Aunque el Presidente Fujimori en ese momento estaba enredad en diligencias judiciales referidas a su divorcio, para el régimen, el rescate de los rehenes fue el punto más alto de la estrategia antisubversiva. Un éxito, desde ese punto de vista, porque demostró que el MRTA podría ser vencido a partir de una política de fuerza, sin concesiones ni negociaciones. Un triunfo resonante a nivel mundial que, como noticia, dio la vuelta al planeta mostrando la “calidad operativa” de un núcleo adecuadamente adiestrado, el “Comando Chavín de Huantar”, que, a partir de allí, se convirtió en una suerte de símbolo de la calidad de acción del ejército peruano.
Las cosas, sin embargo, no fueron tan simples. La residencia del Embajador Aoiki, en una zona residencial de la ciudad capital había sido tomada en el transcurso de una recepción que el diplomático ofrecía en homenaje al cumpleaños del Emperador del Japón. Estando allí alrededor de 500 personalidades entre diplomáticos, funcionarios y dirigentes sociales, un pequeño contingente de apenas 14 personas doblegó las resistencias formales y provisto de muy pocas armas se apoderó del lugar y lo mantuvo bajo su control durante cuatro meses.
En ese lapso, y en distintos grupos, fueron liberados la mayoría de los rehenes, incluyendo la madre del Presidente de la República, que fue puesta a disposición de su familia la misma noche de la toma, el 17 de diciembre del 2006. Al final, en abril del año siguiente quedaban 76 rehenes, la mayoría funcionarios del gobierno peruano y del servicio diplomático japonés. Para liberarlos a ellos ocurrieron los hechos que hoy se recuerdan en el Perú.
Aunque el régimen de entonces y los medios de comunicación pretendieron presentar el operativo como un “acto heroico” y sus autores como la expresión más definida del coraje y del valor; en realidad la cosa tuvo otro rostro.
117 soldados previamente organizados y adiestrados, premunidos del más sofisticado armamento y de todos los elementos disuasivos disponibles, tomaron por asalto sorpresivo una casa que estaba en poder de 13 jóvenes - varios de ellos menores de edad, y dos mujeres- liderados por un antiguo dirigente sindical, Néstor Cerpa, ex obrero de la fábrica Cromotes.
Edmundo Cruz, que estudió el tema, asegura que en la fase de preparación del ataque los organizadores habían previsto cuatro modalidades de incursión: el ingreso violento de soldados en superficie, el ingreso sorpresivo de soldados a través de túneles previamente construidos, la caída de combatientes descolgados de helicópteros y el uso de gases paralizantes. Sólo la tercera de estas alternativas no llegó a usarse. Desde el interior de la embajada, un grupo de inteligencia jefacturado por el almirante Luis Giampietri coordinada mediante complicados sistemas lo que se haría. El entonces obispo Juan Luis Cipriani se había encargado de introducir en crucifijos y Biblias, todo el sistema de detección requerido para el efecto.
La superioridad numérica y la capacidad de fuego resultaron tan aplastantes en favor de los agresores, que no cabía duda alguna del éxito de la gestión. Lo que estaba en cuestión era apenas el costo del ataque por cuanto se suponía que los activistas del MRTA exhibirían mayor capacidad de combate.
No fue así.
Cuando se produjo el desenlace, seis de los 14 integrantes del Comando estaban jugando fulbito en la sala del primer piso de la residencia, y murieron en el inicio de los hechos como consecuencia de las cargas explosivas que estallaron bajo sus pies. Néstor Cerpa, bajó apresuradamente para conocer lo ocurrido, pero fue abatido con ráfagas de metralleta en la escalinata del salón y no pudo responder al fuego atacante. Con él, cayó otro de sus colaboradores. Dos muchachas, una de las cuales estaba embarazada, se rindieron en el acto y los cuatro restantes intentaron huir. Uno, Eduardo Cruz Sánchez, conocido como “Tito” logró escabullirse incluso hasta ser confundido con el grupo de los rehenes liberados. Identificado, fue separado, conducido de regreso al interior de la embajada, y ejecutado.
La muerte de Tito hizo luz sobre la suerte de sus otros tres compañeros, y de las dos muchachas, a las que nadie había visto morir en combate. Ellos –y ellas- cayeron en manos de sus captores con vida, y fueron víctimas, luego de una ejecución extrajudicial.
Aunque las autoridades peruanas negaron siempre que el Comando Chavín de Huantar hubiese actuado usando esos métodos; las investigaciones posteriores demostraron que el entonces coronel Jesús Zamudio Aliaga ejecutó las órdenes que recibiera del Servicio de Inteligencia para eliminar sumariamente a los combatientes del MRTA rendidos; y que el también coronel Roberto Huamán Azcurra tuvo a su cargo la supervisión del procedimiento.
Ambos tenían estrecha relación con el SIN.
Zamudio Aliaga estaba al mando del escuadrón Zeus, encargado de la “seguridad” del Vladimiro Montesinos; y Huamán Azcurra era el técnico del Servicio de Inteligencia encargado de la interceptación telefónica, la filmación de operativos, y otras tareas de supervisión y control. El coronel José Williams Zapata –actualmente Agregado Militar del Perú en Washington- está procesado hoy por delitos comunes, aunque cuenta con la protección de las autoridades que encumbran su “heroísmo”.
La justicia no ha podido mirar mucho tiempo a otro lado en este tema. Poco a poco se han ido sumando evidencias que permiten a la mayoría de la población peruana, dudar razonablemente de la versión triunfalista proporcionada por el oficialismo de entonces.
Hoy está planteado un juicio de responsabilidades que se iniciará en el mes de mayo, en audiencias públicas en la Base Naval del Callao.
En homenaje a las 17 personas que cayeron abatidas en esa circunstancia, resulta indispensable demandar que se haga justicia.
ARGENPRESS.info/15/04/2007
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