12/3/08

La Argentina, Brasil y la paz nuclear

Por Carlos Escudé*
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El convenio argentino-brasileño para crear una planta binacional de uranio enriquecido de uso comercial ha sido caracterizado por nuestra prensa como el resultado más importante de la visita de Estado, que el presidente Luiz Inácio Lula da Silva realizó en febrero. Sin embargo, el tema pasó al olvido en pocas horas. Así se puso de manifiesto una vez más nuestra incapacidad para reconocer, en su cabal dimensión, nuestros propios logros de civilización. En verdad, hace tres décadas este acuerdo para la producción conjunta de combustible para reactores nucleares hubiera sido impensable. En ese entonces, la Argentina y Brasil estaban trenzados en una peligrosa competencia geopolítica, que escalaba ante cualquier desacuerdo. La cuestión de las cotas de las represas de Corpus e Itaipú llegó incluso a movilizar tropas. Las hipótesis de conflicto alentaban la percepción de que había que armarse, para prevenir un ataque del vecino. Y en este contexto, la competencia nuclear era una pieza central en la estrategia de ambos países. En 1975, a pesar de objeciones norteamericanas, Brasil había firmado un acuerdo con Alemania Occidental para la compra de ocho reactores nucleares, una planta piloto para el reprocesamiento de plutonio y una planta de enriquecimiento de uranio. La intención era proveer a Brasil de todos los eslabones del ciclo de combustible nuclear, para su uso con fines exclusivamente pacíficos. Pero poco después, el gobierno brasileño, secretamente, transfirió la tecnología que iba recibiendo al proyecto Solimões, luego conocido como Programa paralelo, cuyo objetivo era la producción de armamento atómico. Como contrapartida, se suponía que nuestro país llevaba la delantera en materia tecnológica, y las aspiraciones de algunos argentinos no eran menos siniestras. No todos, sin embargo. Un importante libro de Jacques Hymans, The Psychology of Nuclear Proliferation, publicado por Cambridge University Press, en 2006, documenta la valerosa diplomacia emprendida en Brasilia a partir de 1976 por nuestro embajador, Oscar Camilión, y por Carlos Castro Madero, presidente de nuestra Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA), para evitar una peligrosa carrera nuclear militar. En aquellos tiempos, y en este vital campo, no era descabellado comparar las relaciones argentino-brasileñas con las de India y Paquistán. En este sentido, es asombroso el progreso moral al que asistimos desde entonces en este plano. Quizás haya ayudado la escalada de tensiones con Chile de 1978, por el diferendo del Beagle, que convenció a los militares que nos gobernaban de cerrar uno de los conflictos que hacían peligrar la paz. Valga o no la paradoja, las heridas en las relaciones argentino-brasileñas comenzaron a cerrarse con el Tratado de Corpus-Itaipú de 1979. Y con él, se inició un ciclo de acuerdos de cooperación, incluso en el sensible ámbito nuclear. En 1980, los presidentes de facto João Figueiredo y Jorge Rafael Videla suscribieron en Buenos Aires un precursor acuerdo de desarrollo y uso pacífico de la energía nuclear, un convenio de cooperación entre las comisiones nucleares de los dos países, y un protocolo de cooperación industrial entre la CNEA y Empresas Nucleares Brasileñas SA. Como consecuencia, la Argentina abasteció a Brasil de tubos de zircaloy y de 240 toneladas de concentrado de uranio, a la vez que se acordó una participación brasileña en la construcción de Atucha II. A partir de este punto de inflexión, sucesivos gobiernos de ambos países cimentaron una verdadera política de Estado, para poner en marcha un círculo virtuoso. A Raúl Alfonsín y su canciller, Dante Caputo, les cupo el histórico papel de cerrar las dimensiones más peligrosas de la disputa limítrofe con Chile. A la vez, durante esa misma gestión y de la mano del entonces ministro de Industria y Comercio Exterior, Roberto Lavagna, se inauguró la era de los protocolos de integración con Brasil, que sentó las bases para una más amplia cooperación entre ambos Estados. Posteriormente, ya bajo la batuta de Carlos Menem, la institución del Mercosur representó un salto cualitativo en la consolidación de dicha cooperación. Y durante el mismo gobierno, políticas instrumentadas por Guido Di Tella y Andrés Cisneros posibilitaron nuestro ingreso al Régimen de Control de Tecnologías Misilísticas, contribuyendo a otorgarnos confiabilidad mundial en el ámbito de las armas de destrucción masiva. Por cierto, el mundo entero se sorprendió y nos felicitó cuando, al ratificar las buenas intenciones, la Argentina, en 1994, y Brasil, en 1998, adhirieron al Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP). Este logro puso a los dos principales Estados de América del Sur en un lugar ejemplar frente a la comunidad internacional, al convertir a América latina en la más extensa región del mundo comprometida con el principio de no proliferación. Ya a esas alturas, en materia de cooperación para la paz, las relaciones entre nuestros dos países eran (y siguen siendo) análogas a las de los Estados Unidos y Canadá. Superaron a las de Alemania y Francia, por la historia previa de conflictos genocidas entre ellas. La comparación con India y Paquistán se tornó absurda. En este aspecto (quizás el único), dejamos de comportamos como típicos países del Tercer Mundo. A pesar de la crisis argentina, esta política de Estado fue afianzada por cada uno de nuestros gobiernos posteriores. Es sólo gracias a ello que, en 2006, pudimos exportar un reactor nuclear a Australia: los pliegos de la licitación que ganó Invap establecían que sólo podían presentarse empresas procedentes de países con impecables antecedentes en el respeto de las salvaguardias nucleares impuestas por la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA). Y es porque Brasil posee antecedentes similarmente respetables que, en noviembre de 2004 y luego de una dura negociación, la AIEA le autorizó producir uranio enriquecido al 20 por ciento. El acuerdo que acaba de ser firmado entre los dos países se apoya en este antecedente y llega en un momento crítico. Como se sabe, esta tecnología es peligrosa, porque si el enriquecimiento se lleva al 90%, es combustible para bombas atómicas. La AIEA y los países del G-8 han expresado frecuentemente su preocupación por la expansión de la capacidad para enriquecer uranio de países no nucleares. En 2004, el presidente norteamericano George W. Bush propuso que los Estados, que enriquecen uranio se abstengan de transferir esa tecnología a quienes no la posean. Y, en 2008, Alemania auspició la creación de un banco de combustible nuclear, a disposición de los países, que no forman parte del club, privándolos así de pretextos para intentar dominar esta riesgosa tecnología. En la actualidad, el 95 por ciento del uranio enriquecido del mundo es producido y comercializado por apenas cuatro empresas, pertenecientes (a veces en forma conjunta) a los Estados Unidos, Rusia, Francia, Gran Bretaña, Alemania y Holanda. Japón, China y la India también lo producen. La idea prevaleciente, entre muchos de ellos, es crear un nuevo oligopolio que se limite a estos países. Brasil y la Argentina objetan este proyecto, porque el artículo 4 del TNP reconoce como inalienable al derecho de las partes a desarrollar la energía nuclear con fines pacíficos, siempre bajo el sistema de inspecciones de la AIEA. Aducen que ningún consorcio puede garantizar para siempre un flujo permanente de combustible nuclear, y que el susodicho oligopolio, de concretarse, reproduciría el principio discriminatorio en que se sustenta el TNP, que es particularísimo y no debe trasladarse a otros ámbitos. Pero más allá de la lógica de estos argumentos, es de prever que, tarde o temprano, el oligopolio va a cerrarse. Por lo tanto, se debe alentar la pronta puesta en práctica de lo negociado por ambas cancillerías, a la vez que felicitar al Gobierno por el acuerdo alcanzado.
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*El autor es director del Centro de Estudios Internacionales de la Universidad del CEMA
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Lanacion.com - Argentina/12/03/2008

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