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Pueblo y matices
Ocho puebladas.
Por Jorge López Ave
Para optimistas perseverantes, para pesimistas informados, para militantes permanentes, para desanimados irreversibles, para insurgentes desconfiados, para arrepentidos sin argumentos, para hombres y mujeres de izquierda que ven en el pueblo la única salida posible. Para los que, en pocas palabras, pensaron que el anuncio era infinitamente mejor que el propio brebaje oscuro. -
Pueblo y vanguardia
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Es una verdad irrefutable que deben ser los pueblos los que hacen las revoluciones, e incluso los que las deshacen a su libre antojo y necesidad. Nadie puede dudar que son los protagonistas absolutos e insustituibles en eso de cambiar gobiernos y regímenes. Lo preocupante es cuando el pueblo, en vez de echarse a las calles, lo hace a la bartola, se despreocupa y le entra un ataque masivo de abulia y desmemoria, al punto de no reconocer a mentirosos, cobardes, explotadores ni verdugos. En esos momentos, donde el pueblo no sabe muy bien si está distraído o de vacaciones, las vanguardias corren el riesgo de separarse tanto, que pueden romper el cordón umbilical y vagar en el vacío como astronauta sin nave especial.
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Pueblo y tele
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Desaparecieron casi definitivamente las movilizaciones con puños cerrados e ira de clase, las banderas rojas, negras y carteles revolucionarios. Cabe pensar pues, que el pueblo se haya reconvertido en una mera suma de individualidades, que a las ocho de cada tarde se sienta en su casa a ver los informativos del enemigo, dispuesto a usar toda su credulidad y sin querer saber quiénes andan por detrás de las noticias, quiénes son sus dueños. Por lo demás, personajes cuyo objetivo es que la palabra pueblo pierda toda su fuerza, para que los puños, la conciencia de clase, las banderas y los carteles queden enterrados. Trabajan para ese mundo de paz donde no se pueden tocar (ni siquiera discutir) los intereses y privilegios de los poderosos.
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Pueblo e ironía
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Los que dicen representar al pueblo se autodefinen como senadores y diputados. Se desviven por los suyos, acuden a sus asambleas y reuniones, van a los barrios a ver in situ sus necesidades y carencias, renuncian a buena parte del sueldo para ayudar a los más carenciados. No frecuentan sitios caros ni elegantes, no acuden a cocteles y fiestas con empresarios de postín, no obedecen ordenes de empresas que les dieron dinero para la campaña electoral, no tienen coches ni casas caras, no viajan en familia al extranjero a cuenta de alguna invitación, no mandan a sus hijos a centros educativos privados de mensualidad cara, no visten ropa de marca hecha a medida, ni zapatos de diseño exclusivo, no se esfuerzan por seguir en el puesto en las siguientes elecciones. Son pueblo por los cuatro costados.
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Pueblo y desánimo
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Por primera vez en treinta y dos años de militancia política irreductible, vuelve a su casa -en una noche invernal como pocas- dubitativo, cabizbajo, y algo triste. Teme que tanto esfuerzo haya sido en vano, que las miles de horas entregadas para buscar un mundo mejor, no hayan servido más que para dormir con la conciencia tranquila. No ve los avances por lado alguno, y los dos hijos y su mujer son las víctimas del esfuerzo. Camina y le da por pensar que a lo peor el pueblo está en una celda, feliz con el plato de sopa fría que le da el carcelero cada noche, y que es posible, además, que desprecie las llaves de su liberación.
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Pueblo cuatro en uno
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El obrero agradece la asistencia desinteresada de miles de personas solidarias a las manifestaciones que querían mantener la fábrica abierta y los puestos de trabajo. El trabajador confiesa, en la intimidad de sus amigos, que la mayoría de los afectados lo que pretendía en realidad era que el gobierno les diese una prejubilación generosa, y al cumplir la edad estipulada una buena jubilación.
El ciudadano se defiende con el argumento de que todo el mundo en realidad lo que quiere es eso, que no se llame nadie a engaño, que el dinero es lo primero.
El personaje se pone nervioso con la idea de una gran cooperativa socialista para mantener la fábrica abierta, y con no vender el puesto de trabajo para que la generación siguiente tenga un lugar donde ganarse la vida.
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Pueblo y traiciones
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Hay personas que por motu propio se han desafiliado del pueblo. Un ejemplo es el que entró a curarse las cataratas en una clínica que instalaron oftalmólogos cubanos en medio de un barrio pobre entre los pobres. Le hacen la intervención de un modo gratuito y con un cariño sumo. A la salida lo esperan las cámaras de televisión porque, por los avatares del destino, es el paciente 10.000 y la cifra merecía un destacado. Dice estar muy contento por volver a ver bien y agradece a todo el mundo, en medio de una emoción que se traduce en lágrimas y abrazos con familiares y amigos. Le preguntan por los médicos cubanos y dice que Cuba es una dictadura horrorosa, que él lo sabe de toda la vida. Los periodistas ahora sí sonríen. Ya no preguntan más, tienen la frase que abrirá los informativos. No será: “Enfermo recobra vista pero no lucidez”.
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Pueblo y pasiones
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Salen organizados de barrios obreros. Van con banderas, carteles y cánticos. Saben de memoria cuáles son los suyos, conocen a la perfección sus virtudes y defectos. Junto a otros miles que piensan igual, se sienten poderosos, invencibles, desafiantes. Llenan estadios. Cada semana planifican la próxima batalla e incluso analizan una táctica de respuesta si interviene la policía. No creen en el juez porque saben que es la justicia del enemigo, tampoco en reglamentos impuestos contra sus intereses. Son pueblo futbolero. El sistema los protege porque los necesita así, modositos, con la rebeldía canalizada en euforias pasajeras.
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Pueblo y preguntas
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El orador sube a la improvisada tribuna callejera y comienza su discurso lleno de verdades. Achaca al imperialismo y el capitalismo los males del pueblo, y al ver una concurrencia joven se anima y argumenta que sólo el socialismo podrá salvarnos del caos. Da cifras y argumentos incuestionables. Al terminar se abre un turno de preguntas entre los asistentes. Uno de los jóvenes, libreta en mano, dice que le gustaría hacer cuatro preguntas breves. Y arranca: ¿qué es el imperialismo?, ¿qué es el capitalismo?, ¿qué es socialismo? y ¿qué es caos?. Casi desarbolado, el orador tose como buscando tiempo para pensar, sabe que no le están tomando el pelo, que es una muestra rigurosa del estado de las cosas. Sin tiempo para el descanso se oye otra pregunta desde el fondo: ¿qué es pueblo?.
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Buenos Aires, Barrio de Montserrat, agosto 2009
Pueblo y vanguardia
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Es una verdad irrefutable que deben ser los pueblos los que hacen las revoluciones, e incluso los que las deshacen a su libre antojo y necesidad. Nadie puede dudar que son los protagonistas absolutos e insustituibles en eso de cambiar gobiernos y regímenes. Lo preocupante es cuando el pueblo, en vez de echarse a las calles, lo hace a la bartola, se despreocupa y le entra un ataque masivo de abulia y desmemoria, al punto de no reconocer a mentirosos, cobardes, explotadores ni verdugos. En esos momentos, donde el pueblo no sabe muy bien si está distraído o de vacaciones, las vanguardias corren el riesgo de separarse tanto, que pueden romper el cordón umbilical y vagar en el vacío como astronauta sin nave especial.
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Pueblo y tele
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Desaparecieron casi definitivamente las movilizaciones con puños cerrados e ira de clase, las banderas rojas, negras y carteles revolucionarios. Cabe pensar pues, que el pueblo se haya reconvertido en una mera suma de individualidades, que a las ocho de cada tarde se sienta en su casa a ver los informativos del enemigo, dispuesto a usar toda su credulidad y sin querer saber quiénes andan por detrás de las noticias, quiénes son sus dueños. Por lo demás, personajes cuyo objetivo es que la palabra pueblo pierda toda su fuerza, para que los puños, la conciencia de clase, las banderas y los carteles queden enterrados. Trabajan para ese mundo de paz donde no se pueden tocar (ni siquiera discutir) los intereses y privilegios de los poderosos.
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Pueblo e ironía
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Los que dicen representar al pueblo se autodefinen como senadores y diputados. Se desviven por los suyos, acuden a sus asambleas y reuniones, van a los barrios a ver in situ sus necesidades y carencias, renuncian a buena parte del sueldo para ayudar a los más carenciados. No frecuentan sitios caros ni elegantes, no acuden a cocteles y fiestas con empresarios de postín, no obedecen ordenes de empresas que les dieron dinero para la campaña electoral, no tienen coches ni casas caras, no viajan en familia al extranjero a cuenta de alguna invitación, no mandan a sus hijos a centros educativos privados de mensualidad cara, no visten ropa de marca hecha a medida, ni zapatos de diseño exclusivo, no se esfuerzan por seguir en el puesto en las siguientes elecciones. Son pueblo por los cuatro costados.
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Pueblo y desánimo
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Por primera vez en treinta y dos años de militancia política irreductible, vuelve a su casa -en una noche invernal como pocas- dubitativo, cabizbajo, y algo triste. Teme que tanto esfuerzo haya sido en vano, que las miles de horas entregadas para buscar un mundo mejor, no hayan servido más que para dormir con la conciencia tranquila. No ve los avances por lado alguno, y los dos hijos y su mujer son las víctimas del esfuerzo. Camina y le da por pensar que a lo peor el pueblo está en una celda, feliz con el plato de sopa fría que le da el carcelero cada noche, y que es posible, además, que desprecie las llaves de su liberación.
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Pueblo cuatro en uno
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El obrero agradece la asistencia desinteresada de miles de personas solidarias a las manifestaciones que querían mantener la fábrica abierta y los puestos de trabajo. El trabajador confiesa, en la intimidad de sus amigos, que la mayoría de los afectados lo que pretendía en realidad era que el gobierno les diese una prejubilación generosa, y al cumplir la edad estipulada una buena jubilación.
El ciudadano se defiende con el argumento de que todo el mundo en realidad lo que quiere es eso, que no se llame nadie a engaño, que el dinero es lo primero.
El personaje se pone nervioso con la idea de una gran cooperativa socialista para mantener la fábrica abierta, y con no vender el puesto de trabajo para que la generación siguiente tenga un lugar donde ganarse la vida.
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Pueblo y traiciones
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Hay personas que por motu propio se han desafiliado del pueblo. Un ejemplo es el que entró a curarse las cataratas en una clínica que instalaron oftalmólogos cubanos en medio de un barrio pobre entre los pobres. Le hacen la intervención de un modo gratuito y con un cariño sumo. A la salida lo esperan las cámaras de televisión porque, por los avatares del destino, es el paciente 10.000 y la cifra merecía un destacado. Dice estar muy contento por volver a ver bien y agradece a todo el mundo, en medio de una emoción que se traduce en lágrimas y abrazos con familiares y amigos. Le preguntan por los médicos cubanos y dice que Cuba es una dictadura horrorosa, que él lo sabe de toda la vida. Los periodistas ahora sí sonríen. Ya no preguntan más, tienen la frase que abrirá los informativos. No será: “Enfermo recobra vista pero no lucidez”.
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Pueblo y pasiones
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Salen organizados de barrios obreros. Van con banderas, carteles y cánticos. Saben de memoria cuáles son los suyos, conocen a la perfección sus virtudes y defectos. Junto a otros miles que piensan igual, se sienten poderosos, invencibles, desafiantes. Llenan estadios. Cada semana planifican la próxima batalla e incluso analizan una táctica de respuesta si interviene la policía. No creen en el juez porque saben que es la justicia del enemigo, tampoco en reglamentos impuestos contra sus intereses. Son pueblo futbolero. El sistema los protege porque los necesita así, modositos, con la rebeldía canalizada en euforias pasajeras.
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Pueblo y preguntas
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El orador sube a la improvisada tribuna callejera y comienza su discurso lleno de verdades. Achaca al imperialismo y el capitalismo los males del pueblo, y al ver una concurrencia joven se anima y argumenta que sólo el socialismo podrá salvarnos del caos. Da cifras y argumentos incuestionables. Al terminar se abre un turno de preguntas entre los asistentes. Uno de los jóvenes, libreta en mano, dice que le gustaría hacer cuatro preguntas breves. Y arranca: ¿qué es el imperialismo?, ¿qué es el capitalismo?, ¿qué es socialismo? y ¿qué es caos?. Casi desarbolado, el orador tose como buscando tiempo para pensar, sabe que no le están tomando el pelo, que es una muestra rigurosa del estado de las cosas. Sin tiempo para el descanso se oye otra pregunta desde el fondo: ¿qué es pueblo?.
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Buenos Aires, Barrio de Montserrat, agosto 2009
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inSurGente/10/08/2009
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