¿Fin de era en Japón?
Luis Matías López *
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Salvo sorpresa mayúscula, el 30 de agosto acabará una era en Japón, la del monopolio del poder del Partido Liberal Democrático (PLD) que, salvo un corto periodo entre agosto de 1993 y enero de 1996, ha gobernado en solitario desde su fundación, en 1955. El primer ministro, el católico Taro Aso, incapaz de hacer frente a la crisis que socava el modelo social y económico, y forzado por una humillante derrota en los comicios locales de Tokio, escenificó la convocatoria electoral con aires de harakiri al pedir perdón por sus errores con gesto compungido y “desde el fondo del corazón”.
La derrota del PLD sería comparable a la que, en la orilla opuesta del océano Pacífico, expulsó del Gobierno en el año 2000 a otro partido institucional que se confundió con el Estado: el PRI mexicano. En ambos casos, no hay que buscar el motivo en la existencia de una alternativa clara, sino en la convicción de que nada puede ser peor que dejar las cosas como están. El principal grupo opositor, el Partido Demócrata de Japón (PDJ), es una amalgama de difusa identidad en la que se mezclan ex miembros del PLD, antiguos socialistas y conservadores, y cuyo poco carismático líder, Yukio Hatoyama, suda para convencer de que asume una “misión histórica” que supondrá una “revolución” en la vida política. En realidad, el principal activo que le convierte en claro favorito según todas las encuestas es que supone un actor nuevo en plena crisis de desconfianza hacia el PLD y su artrítico modelo de poder.
¿Actor nuevo? No tanto. A sus 61 años, Hatoyama no es precisamente un jovencito (Aso tiene 68). Llegó al liderazgo por designación de Ichiro Ozawa, que dimitió por un escándalo de financiación ilegal del partido. No ha deshecho del todo la impresión de que es una marioneta cuyos hilos maneja su predecesor. No se ve libre de escándalos, como la revelación de que la empresa familiar utilizó prisioneros de guerra aliados como trabajadores forzados. Y, al igual que su gran rival, forma parte de la oligarquía y es heredero de una dinastía política que arranca de la ocupación norteamericana tras la
Segunda Guerra Mundial.
La pugna entre Aso y Hatoyama huele a drama shakespeariano. Ambos son nietos de los líderes de los dos partidos (el Liberal y el Democrático) que se disputaron el poder en los años cincuenta. El dominio de la escena política por el abuelo de Aso, Shigeru Yoshida, acabó abruptamente en 1954 al ser derrotado por Ichiro Hatoyama, abuelo del actual líder del PDJ. Un año después, ambos enterraron el hacha de guerra y fundaron el PLD, iniciando una era de estabilidad política y prosperidad económica sin precedentes, sentando las bases, teñidas de burocratismo y corrupción, del milagro japonés, de la construcción de la segunda economía mundial.
Ahora, 55 años más tarde, los dos nietos protagonizan un desafío similar (si el PLD no sacrifica a Aso), y no sería descabellado, aunque no parece lo más probable, que en función del veredicto de las urnas, llegara a producirse tras las elecciones una confluencia similar. ¿Por qué esta rebelión popular contra el PLD? Porque se le culpa de mostrar una impotencia paralizante ante la crisis mundial que se ceba con saña en Japón, socava sus conquistas sociales y económicas y está marcada por la caída de la actividad económica y el empleo. Se trata de un desastre que llega justo cuando el país empezaba a recuperarse de la hecatombe que comenzó en los noventa con el estallido de la burbuja inmobiliaria y desembocó en 1997 en una recesión que hoy no parece tan terrible a la vista de la que está cayendo.
Contemplada desde España, cuesta considerar trágica una tasa de paro del 5,2% (9% entre los jóvenes de hasta 24 años), pero lo es en el antiguo paraíso del pleno empleo, donde la gente tenía por costumbre jubilarse en la empresa en la empezaba a trabajar. El panorama es deprimente: despedidos manifestándose en el centro de Tokio, trabajadores de mediana edad aceptando puestos temporales con la mitad de su sueldo anterior, universitarios brillantes a los que las grandes empresas ya no intentan contratar como antes al final de sus estudios…Es el fin del milagro. El ingreso medio familiar ha descendido hasta poco más de 40.000 euros, el menor en 20 años. Se cierran fábricas a ritmo acelerado, dentro y fuera del país. Se contrae la producción. Una nación exportadora por excelencia sufre, como ninguna otra, la reducción de la demanda exterior, ligada a la competencia feroz de potencias emergentes de costes mucho más bajos, como India y China. La percepción de la mayoría de la población es que el elefante burocrático del PLD está reumático y anquilosado, falto de ideas, lastrado por esquemas agotados que no sirven para esta emergencia. Por eso miran al principal partido de la oposición y, con la desesperación de quien no tiene ya nada que perder, dicen: “Merecen una oportunidad. No podrán hacerlo peor”.
El PLD no da la batalla por perdida. Sus dirigentes tocan a rebato como los kamikazes gritaban banzai al estrellar sus aviones contra los navíos norteamericanos. Su esperanza está depositada en una resurrección de última hora, como la que dio el triunfo a Junichiro Koizumi en 2005, cuando las campanas también tocaban a duelo. Al contrario que entonces, más que en la promesa de remover los cimientos del partido, se pone el énfasis en la falta de experiencia y cohesión interna del PDJ, y se advierte de que sería suicida dejar en sus manos la economía del país. Más que en una victoria, el PLD aspira a un resultado digno que obligue a negociar a su rival. Si la derrota es rotunda, cabe esperar una oleada de deserciones que pondría en peligro la supervivencia del partido. Sería el acta de defunción formal de toda una era.
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*Luis Matías López es Periodista
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Ilustración de Juan Pablo Cambariere
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Salvo sorpresa mayúscula, el 30 de agosto acabará una era en Japón, la del monopolio del poder del Partido Liberal Democrático (PLD) que, salvo un corto periodo entre agosto de 1993 y enero de 1996, ha gobernado en solitario desde su fundación, en 1955. El primer ministro, el católico Taro Aso, incapaz de hacer frente a la crisis que socava el modelo social y económico, y forzado por una humillante derrota en los comicios locales de Tokio, escenificó la convocatoria electoral con aires de harakiri al pedir perdón por sus errores con gesto compungido y “desde el fondo del corazón”.
La derrota del PLD sería comparable a la que, en la orilla opuesta del océano Pacífico, expulsó del Gobierno en el año 2000 a otro partido institucional que se confundió con el Estado: el PRI mexicano. En ambos casos, no hay que buscar el motivo en la existencia de una alternativa clara, sino en la convicción de que nada puede ser peor que dejar las cosas como están. El principal grupo opositor, el Partido Demócrata de Japón (PDJ), es una amalgama de difusa identidad en la que se mezclan ex miembros del PLD, antiguos socialistas y conservadores, y cuyo poco carismático líder, Yukio Hatoyama, suda para convencer de que asume una “misión histórica” que supondrá una “revolución” en la vida política. En realidad, el principal activo que le convierte en claro favorito según todas las encuestas es que supone un actor nuevo en plena crisis de desconfianza hacia el PLD y su artrítico modelo de poder.
¿Actor nuevo? No tanto. A sus 61 años, Hatoyama no es precisamente un jovencito (Aso tiene 68). Llegó al liderazgo por designación de Ichiro Ozawa, que dimitió por un escándalo de financiación ilegal del partido. No ha deshecho del todo la impresión de que es una marioneta cuyos hilos maneja su predecesor. No se ve libre de escándalos, como la revelación de que la empresa familiar utilizó prisioneros de guerra aliados como trabajadores forzados. Y, al igual que su gran rival, forma parte de la oligarquía y es heredero de una dinastía política que arranca de la ocupación norteamericana tras la
Segunda Guerra Mundial.
La pugna entre Aso y Hatoyama huele a drama shakespeariano. Ambos son nietos de los líderes de los dos partidos (el Liberal y el Democrático) que se disputaron el poder en los años cincuenta. El dominio de la escena política por el abuelo de Aso, Shigeru Yoshida, acabó abruptamente en 1954 al ser derrotado por Ichiro Hatoyama, abuelo del actual líder del PDJ. Un año después, ambos enterraron el hacha de guerra y fundaron el PLD, iniciando una era de estabilidad política y prosperidad económica sin precedentes, sentando las bases, teñidas de burocratismo y corrupción, del milagro japonés, de la construcción de la segunda economía mundial.
Ahora, 55 años más tarde, los dos nietos protagonizan un desafío similar (si el PLD no sacrifica a Aso), y no sería descabellado, aunque no parece lo más probable, que en función del veredicto de las urnas, llegara a producirse tras las elecciones una confluencia similar. ¿Por qué esta rebelión popular contra el PLD? Porque se le culpa de mostrar una impotencia paralizante ante la crisis mundial que se ceba con saña en Japón, socava sus conquistas sociales y económicas y está marcada por la caída de la actividad económica y el empleo. Se trata de un desastre que llega justo cuando el país empezaba a recuperarse de la hecatombe que comenzó en los noventa con el estallido de la burbuja inmobiliaria y desembocó en 1997 en una recesión que hoy no parece tan terrible a la vista de la que está cayendo.
Contemplada desde España, cuesta considerar trágica una tasa de paro del 5,2% (9% entre los jóvenes de hasta 24 años), pero lo es en el antiguo paraíso del pleno empleo, donde la gente tenía por costumbre jubilarse en la empresa en la empezaba a trabajar. El panorama es deprimente: despedidos manifestándose en el centro de Tokio, trabajadores de mediana edad aceptando puestos temporales con la mitad de su sueldo anterior, universitarios brillantes a los que las grandes empresas ya no intentan contratar como antes al final de sus estudios…Es el fin del milagro. El ingreso medio familiar ha descendido hasta poco más de 40.000 euros, el menor en 20 años. Se cierran fábricas a ritmo acelerado, dentro y fuera del país. Se contrae la producción. Una nación exportadora por excelencia sufre, como ninguna otra, la reducción de la demanda exterior, ligada a la competencia feroz de potencias emergentes de costes mucho más bajos, como India y China. La percepción de la mayoría de la población es que el elefante burocrático del PLD está reumático y anquilosado, falto de ideas, lastrado por esquemas agotados que no sirven para esta emergencia. Por eso miran al principal partido de la oposición y, con la desesperación de quien no tiene ya nada que perder, dicen: “Merecen una oportunidad. No podrán hacerlo peor”.
El PLD no da la batalla por perdida. Sus dirigentes tocan a rebato como los kamikazes gritaban banzai al estrellar sus aviones contra los navíos norteamericanos. Su esperanza está depositada en una resurrección de última hora, como la que dio el triunfo a Junichiro Koizumi en 2005, cuando las campanas también tocaban a duelo. Al contrario que entonces, más que en la promesa de remover los cimientos del partido, se pone el énfasis en la falta de experiencia y cohesión interna del PDJ, y se advierte de que sería suicida dejar en sus manos la economía del país. Más que en una victoria, el PLD aspira a un resultado digno que obligue a negociar a su rival. Si la derrota es rotunda, cabe esperar una oleada de deserciones que pondría en peligro la supervivencia del partido. Sería el acta de defunción formal de toda una era.
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*Luis Matías López es Periodista
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Ilustración de Juan Pablo Cambariere
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Público - España/05/08/2009
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