27/1/08

PARA ESCARBAR...LQ somos.

Periplo: de Buenos Aires a la filosofía
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La posición libertaria propone una práctica existencial en todas las ocasiones y circunstancias. La anarquía que desearía organizar la sociedad de acuerdo con un modelo preestablecido presidiría inevitablemente la catástrofe. ¿Una sociedad anarquista? Es una perspectiva siniestra e improbable. En cambio, un comportamiento libertario, incluso en una sociedad que pretende llevar a cabo el anarquismo, es una solución ética, ¡y por lo tanto política! Porque el objetivo, aquí como en todas partes, sigue siendo el mismo: crear las posibilidades individuales o comunitarias de alcanzar una ataraxia real y una serenidad efectiva.
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M. O. La potencia de existir (2007)
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En la antigüedad griega (y aún hoy), los cínicos (de cynos, perro en griego) expresan la contracara del platonismo y de toda filosofía o doctrina que subordine lo sensible a lo suprasensible, lo material a lo inmaterial, lo heterogéneo a lo homogéneo, el placer al sacrificio, el juego a la seriedad, el tener al ser, la libertad al orden.
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Rubén H. Ríos
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Primera parada. Algunos días antes de que terminara el 2007, aterricé en Ezeiza, Argentina, con un libro preñado de muchos libros —Libros. Todo lo que hay que leer (2006) — originalmente publicado en 2002, en alemán, por Christiane Zschirnt. De las 480 páginas que tiene, había leído 124 al poner pie en la pampa húmeda. De éstas, una anécdota se me había grabado en la cabeza al momento de salir del avión: todas las tazas de café —como 60— que se tomaba Balzac al escribir. La realidad de aterrizar en Argentina me hacía pensar en Cortázar; a quién se le puede olvidar “La isla a mediodía”; la de encontrarme en poco tiempo en una librería en Buenos Aires, me enviaba con gusto hasta Borges, sobre cuyo clasismo José Pablo Feinmann hablará después, en Página 12, en un fascículo sobre el peronismo. Por suerte, algunos días después de llegar a Buenos Aires, se me cruzó en el camino un ensayo muy breve de Beatriz Sarlo, en el que, con tino, deconstruía la franja del turismo porteño que se había establecido durante el torbellino menemista: Puerto Madero. Era mejor, proponía Sarlo, hacer turismo en el contexto más intersubjetivo de Buenos Aires, donde las dinámicas del mercado están filtradas por el intercambio humano.
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Segunda parada. En la Avenida Santa Fe, frente a la librería El Ateneo, un eco de Joaquín Sabina —Buenos Aires es una ciudad muy literaria— colmó la copa. Por el suelo corría el Malbec. El poeta de Úbeda volvía a tener razón: Buenos Aries era una ciudad muy enamorada de los libros. Frente a la arquitectura de El Ateneo —antiguo Cine Teatro Gran Splendid (1919)— ese amor no se podía dudar: si no, ¿cómo imaginar que surgiera una librería de un teatro tan majestuoso como ése? El Ateneo es La Sagrada Familia (1882) del libro, un templo al que suelen asistir los escritores argentinos, gente como, según dicen, Ernesto Sábato. ¿Aprobaría Sarlo esta escultura que el capital argentino le ha dedicado a la cultura del logos porteño? ¿Cómo resistirse a esa instrumentalidad consumista —¿no se trata en el fondo de una megatienda?— que le rinde tanta pleitesía a la cultura de la escritura? ¿Vale este tipo de capitalismo con estilo? ¿Cuánto más literaria se le puede pedir a una ciudad que sea? El eco de Sabina —¿el más poético de las guitarras españolas?— resonaba con fuerza: en efecto, El Ateneo parecía la mejor poesía que se le podía hacer al mercado del libro. Buenos Aires: una ciudad literaria que, como si no fuera suficiente celebración del artificio, le dedica un teatro señorial a los libros. ¿Borges?
Desde esa imagen gaudinesca de El Ateneo como templo para la lectura, el eco de Sabina estalló en la imagen del mercado literario que tenía en frente: ahora, como una distorsión, se escuchaba un chillido, un alarido, una crítica en blanco y negro que, sin embargo, prometía matices.
La imagen distorsionada era brutal: Sabina y Serrat habían terminado en esos días de diciembre su gira por Buenos Aires, pero nunca hicieron, como homenaje a la ciudad que mucho los ha querido, una presentación pública, como la que les dedicó Serrat a los porteños a principios de los noventa. Justo a la entrada de El Ateneo, tras el eco distorsionado de Sabina —¿una maldición?— el dúo de cantautores se transfiguró, atrapados como habían quedado en una imagen fea de la privatización, sobre todo porque, como contraste, en esos días Julio Bocca les había dedicado su último baile, frente al Obelisco, a 300 mil porteños que no pagaron nada para verlo. La distorsión se incrementaba con la luz: la imagen de Sabina y Serrat con los bolsillos llenos de pesos parecía, por la fuerza del euro, grotesca. Para romper esa imagen de mierda —¿a quién le gusta salpicar en el lodo?— entré a la librería, loco por despejarme de una visión tan macabra; y me encaminé como un animal herido hacia el ala izquierda del teatro, donde está la poesía, pero El Ateneo me puso resistencia: en vez, me hizo tropezar de frente con la filosofía.
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Tercera parada. Otra vez, como en diciembre de 2005, Buenos Aires — ¿se puede separar la filosofía de la literatura argentina?— me ponía en las manos el orbe de Michel Onfray (1959), un filósofo que, a calzón quitado, se lo juega todo a un hedonismo ético y estético, un cinismo que el filósofo maneja con la magia del que hace trucos en claro, de frente a la luz, con un estilo prístino, pero voluptuoso, saboreador de su materialidad lingüística, siempre comunicativa. Un flujo de amor a la sabiduría, Onfray es el defensor de la materialidad del cuerpo; un rebelde libertario que reivindicada el individualismo gozoso, celebrador de la carne enardecida, inscrita en el placer intersubjetivo. Democracia radical, todos los cuerpos tienen acceso a esa potencialidad de la materia: de ahí que Onfray sea, también, un político de esa felicidad, única respuesta razonable que el filósofo contempla ante la entropía, realidad última del cuerpo. Punto y aparte, sin espacios intermedios, con el hedonismo todo, contra el hedonismo, nada: por eso, a la izquierda de Nietzsche, el filósofo asume el derecho del pueblo a descubrir para disfrutar de la materialidad eflorescente, para lo cual está precisamente la filosofía, un logos liberador que defiende a quemarropa, pero sin odio, el filósofo feroz, un materialista que, como única justificación de la guerra, no duda en matar para defender el cuerpo de una agresión que lo amenace con la muerte, final inapelable de la inmanencia biológica. He ahí lo real.
Sin pelos en la lengua, sobre la unicidad de la piel —lo que impide borrar de la sabiduría la instancia biográfica— Onfray se mueve con mucha soltura —y hasta con belleza— en su metadiscurso hedonista, una filosofía que milita con fuerza para voltear de raíz el platonismo que, desde hace dos mil años, ha fundamentado la oficialidad judeocristiana, tras una política que moldea lo real desde este oscuro truco: la trampa de la ausencia ontológica que sólo se completa, desde la negación asceta, en la trascendencia de la materialidad. Para Onfray, esta tradición filosófica constituye una mentira de mierda. En vez de, como en esa tradición emblemática, odio al cuerpo, la metafísica hedonista plantea el amor: el aquí y el ahora de esa física en su devenir histórico.
Desde El Ateneo porteño —¿no es Buenos Aires una ciudad de muchas intersecciones?— el eco de Sabina, interceptado por una distorsión de mierda, auspiciaba el cruce simbólico entre los dos relatos del drama libresco: el de la poesía interceptada por la filosofía —pulsión del animal herido— y el de la filosofía onfrayana, un hedonismo libertario. Artificio, teatralidad, abismo existencial; drama simbólico en la librería más arquitectónica de Buenos Aires, una ciudad muchas veces literaria, como se la imagina Sabina. ¿Se caga Onfray en el idealismo de Borges, en el dualismo cortazariano?
Hallazgo inesperado, tropezón fortuito; en ruta hacia la poesía, El Ateneo porteño me puso en el camino La potencia de existir (2007) —último manifiesto de Onfray, un filósofo de la presencia, la voluptuosidad, el utilitarismo, el pragmatismo, la intersubjetividad, el post-cristianismo, la entropía, el disfrute de los sentidos achispados— para que la pulsión poética de toda la teatralidad en cuestión, se abriera a la filosofía total del cuerpo que profesa Onfray, un hedonista anclado en la centralidad absoluta de la materia, en coexistencia dinámica, ética y poética, con lo que se toca, se ve, se oye, se huele y se degusta. A la misma vez, un drama de libros: El Ateneo se hacía cómplice del anti-platonismo hedonista de Onfray; potencia de existir, metáfora, ahora Buenos Aires, desde el ropaje de un teatro que se ha hecho librería, se transfiguraba en una materialidad inclusivista, como la que Sarlo quería mostrar a los turistas, una imagen de la ciudad que no negara el cuerpo de nadie, que incluyera, sobre todo, el de los inmigrantes pobres, protagonistas de una larga historia cultural.
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Cuarta parada. A Buenos Aires le debo el hallazgo gustoso de la Francia pobre y rural —en 2005, me tropecé con La razón del gourmet. Filosofía del gusto (1999) y con Tratado de ateología (2005) —: Onfray, un filósofo normando —ni héroe ni santo; hijo de un peón agrícola— demasiado rico, por otra parte, en la antigua sabiduría de la felicidad, ataraxia de un mundo anterior a la búsqueda de la verdad, filosofía que perpetuó —¡la gran cagada existencial!— el platonismo cristiano. Perseguidor de la felicidad pagana, Onfray: vector —quizás también vértigo— de una filosofía a contramano, una voluntad que no contempla otros mundos sino la inmanencia del cuerpo en el ahora real. En el mejor de los casos, Onfray, una libertad eflorescente desde la unicidad del individuo, que se resiste —un rebelde— a ser sujeto.
Filosofía, entropía, poética; desde Buenos Aires, espacio simbólico de esa carnosidad radiante, el hedonismo feroz de Onfray —el cuerpo es el alma— se imponía con toda la fuerza de una librería que había sido, primero, un teatro. Encuentro metafórico en el espacio emblemático del platonismo —el ateneo— como si se tratara de un duelo de titanes: el idealismo de Platón vs. el cinismo de Antístines, celo del hedonista —Onfray— que, como Diógenes, galopa a pelo. Onfray lleva 30 libros peleando contra el idealismo platónico; ahora parece más fuerte su determinación: Anagrama ha publicado el segundo —Las sabidurías de la antigüedad (2007), El cristianismo hedonista (2007)— de los seis volúmenes que componen su proyecto más ambicioso: una contra-historia de la filosofía.
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El Ateneo: teatro de ese drama filosófico. Onfray: retorno de la sabiduría antigua desde la posmodernidad. Poeticidad porteña: desde una librería que fue un teatro, la poesía remite a la filosofía del hedonista ético y estético, un libertario feroz.
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LQSomos. Francisco Cabanillas. Enero de 2008
Bowling Green State University
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LQsomos/27/01/2008

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