18/3/07

EL AÑO HISTÓRICO DE 1968 (PARTE 9ª)

Diez acontecimientos que cambiaron el mundo
(Parte IX)
Ricardo Ribera 12-02-2007 / El Faro

9.- La conferencia episcopal de Medellín
El Concilio Vaticano II se desarrolló entre 1963 y 1965. Lo impulsó el Papa Juan XXIII y lo llevó a su culminación su sucesor, Paulo VI. Marcó una importante renovación de la Iglesia Católica, en dirección a salir al encuentro de los cambios propios del mundo moderno y de acercamiento al sentir y al sufrir de los fieles. Señaló como prioridad la evangelización y la labor pastoral, de tal modo que la Iglesia-institución se pusiera al servicio de la Iglesia-misión. La misión es anunciar la buena nueva y denunciar el pecado en el mundo; ayudar al advenimiento y construcción del Reino de Dios entre los hombres. No simplemente esperar al Día del Juicio Final, sin hacer nada que contribuya a su concreción histórica. Se desprende de ahí que las bases de la Iglesia universal sean las comunidades de base.

La Iglesia católica analiza su papel en el mundo y para el mundo. La palabra "iglesia" significa "pueblo que peregrina", es decir, grupo de hombres y mujeres que para ser iglesia no se salen de la historia. Insertarse en ella y en la sociedad con sus problemas y contradicciones es tarea prioritaria, pues el pecado es ante todo la injusticia que hay. La paz debe basarse en la justicia. Surge del Concilio una nueva sensibilidad social y un renovado compromiso hacia los pobres y los oprimidos. Se retoma el espíritu de los primeros siglos de cristianismo, el de la vivencia comunitaria y de la persecución.

El mensaje del Concilio Vaticano II fue reiterado y puntualizado en la encíclica papal "Populorum progressio" en 1967. En agosto de ese mismo año se realizó el encuentro de Obispos del Tercer Mundo que lanzó un pronunciamiento en el que se reflejaba la nueva conciencia eclesial. Si la Iglesia se volcaba al mundo, su postura se radicalizaba ahí donde el mundo era pobre y oprimido. No podía ser de otra forma. En enero de 1968 uno de los obispos brasileños, Monseñor Fragoso, exponía: "El Evangelio es la buena nueva de la liberación de todos los hombres en Cristo… Cristo no vino sólo a liberar al hombre de sus pecados; vino a liberarlo de las consecuencias de su pecado. No tengamos miedo de ser llamados "subversivos", si nuestra conciencia nos dice que estamos tratando de "subvertir" un desorden moral que está ahí."

Entre agosto y septiembre de 1968 se celebró la Segunda Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Medellín, Colombia. Los obispos allí reunidos constataban que el continente latinoamericano "vive un momento decisivo de su proceso histórico". Había que estar atento a "los signos de los tiempos". No se podía permanecer indiferente o al margen. No, cuando estaba en juego la emancipación de América Latina, la liberación de sus pueblos. La miseria, concluían, "es una injusticia que clama al cielo".

Su Santidad Paulo VI, en el discurso de saludo y apertura sostenía "nuestra fuerza está en el amor". El Papa puntualizaba que "la transformación profunda y previsora de la cual en muchas situaciones actuales tiene necesidad la sociedad, la promoveremos amando más intensamente y enseñando a amar". Pero a este propósito el Pontífice se preocupó de ser específico: "ni el odio ni la violencia son la fuerza de nuestra caridad. Entre los diversos caminos hacia una justa regeneración social, nosotros no podemos escoger ni el del marxismo ateo, ni el de la rebelión sistemática, ni tanto menos el del esparcimiento de la sangre y el de la anarquía."

En su mensaje a los Pueblos de América Latina la Conferencia de Medellín hacía un llamado "a los hombres de buena voluntad a colaborar en la verdad, la justicia, el amor y la libertad". De manera más concreta se definía la misión pastoral en "contribuir a la promoción integral del hombre y de las comunidades del continente". Decía: "estamos en una nueva era histórica. Ella exige claridad para ver, lucidez para diagnosticar y solidaridad para actuar." Pero esa visión, diagnóstico y acción requerían de datos y de análisis que solamente las ciencias sociales podían proporcionar. Había que recurrir a la economía, la sociología, la antropología, la ciencia política…

El encuentro de la teología latinoamericana con el marxismo teórico era inevitable en ese contexto. No dejaría de estar presente, aunque fuera en forma de diálogo y no de una simple aceptación sin más, en las formulaciones de la teología de la liberación que inspiraría Medellín. Por otro lado, en la vida real de las comunidades y del movimiento liberador se encontraban codo con codo, trabajando juntos, cristianos y marxistas. Las relaciones cotidianas de labor organizativa y de lucha reivindicativa limaban asperezas y desconfianzas mutuas. Por lo general los marxistas aportaban capacidad de análisis y experiencia en el trabajo clandestino, los cristianos capacidad de movilización, de concientización y compromiso personal trascendente. Juntas las dos corrientes eran un torrente social que se volvía incontenible en un continente empobrecido y desigual.

A partir de Medellín y de las elaboraciones de los teólogos de la liberación surgiría un poderoso movimiento de comunidades de base que se constituían en masivos núcleos de organización del campesinado. La "opción preferencial por los pobres" inspiraba su labor pastoral, que se expandía rápidamente. Se desarrollaba como "iglesia popular" y provocaba una importante fractura en el seno de la Iglesia católica latinoamericana, con parte de la jerarquía más tradicionalista y a menudo comprometida con el poder y cercana a las oligarquías locales. Era propio del signo de los tiempos: en una época de luchas sociales y guerras civiles, también los cristianos se dividían y resultaban en bandos opuestos. Los asesinatos de sacerdotes y religiosas, acaecidos sobre todo en Centroamérica, no hacían sino ahondar esa división, cuando El Vaticano ya no vibraba en el espíritu del Vaticano II y de Medellín. Pero la impronta dejada en la sociedad era honda, sobre todo tras el martirio de los jesuitas y de los obispos Romero y Gerardi.

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