Clima y política
Comentario Internacional
Enrique Vázquez
El mismo día en que Al Gore ganaba el premio Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional por su cruzada contra el cambio climático, el presidente Bush dejaba claro que no aceptará cuantificar por el G-8 un compromiso vinculante para reducir el alza de la temperatura sobre la tierra. Gore, que tuvo más votos que Bush en las elecciones de 2000 y perdió la presidencia de los Estados Unidos en un espeso clima de recuento discutido, se presenta como el heraldo de un sentimiento en auge que no comparte Bush ni medio mundo más. Es un error generoso o interesado ver a Washington como el único "malo" de esta película: las potencias emergentes, pero también Canadá o Japón, rehúsan aceptar compromisos semejantes ahora.
El argumento fue utilizado ayer contundentemente por el jefe del equipo de asesores de Bush sobre cambio climático, James Connaughton, minutos antes del encuentro entre el presidente y Angela Merkel, que parece haberse despedido de su acariciada esperanza: que el G-8 reunido en su país para la cumbre anual diera el gran paso de alcanzar un compromiso sobre el particular y cuantificarlo.
Pero el hecho, que no es una sorpresa como tal, encierra lecciones varias y tendrá ciertas consecuencias, la primera de las cuales es que la animosa Angela Merkel, militante del atlantismo, del vínculo euro-estadounidense y que ha corrido ciertos riesgos añadiendo elementos militares a la contribución alemana en Afganistán, no recibirá compensación alguna por su prestación.
Adicionalmente, se puede criticar una cierta ligereza de la presidencia alemana al ubicar el éxito público de la cumbre en el ruedo de la polémica sobre cambio climático y, en concreto, sobre su decisión de situar el esfuerzo internacional al respecto en la estela del Protocolo de Kyoto y, en definitiva, en el marco inalterable de las Naciones Unidas, organismo por el que el gobierno Bush tiene una estima limitada.
Se da por hecho que sobre el crucial asunto, sobredimensionado con poca fortuna por Merkel o sus "sherpas" (los asesores que preparan los papeles), el comunicado final del G-8 no recogerá las esperanzas europeas. El cambio climático no es Iraq, desde luego, pero la posición de Washington no ayudará a promover en Berlín las argumentaciones de conjunto de la Administración Bush.
El mismo día en que Al Gore ganaba el premio Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional por su cruzada contra el cambio climático, el presidente Bush dejaba claro que no aceptará cuantificar por el G-8 un compromiso vinculante para reducir el alza de la temperatura sobre la tierra. Gore, que tuvo más votos que Bush en las elecciones de 2000 y perdió la presidencia de los Estados Unidos en un espeso clima de recuento discutido, se presenta como el heraldo de un sentimiento en auge que no comparte Bush ni medio mundo más. Es un error generoso o interesado ver a Washington como el único "malo" de esta película: las potencias emergentes, pero también Canadá o Japón, rehúsan aceptar compromisos semejantes ahora.
El argumento fue utilizado ayer contundentemente por el jefe del equipo de asesores de Bush sobre cambio climático, James Connaughton, minutos antes del encuentro entre el presidente y Angela Merkel, que parece haberse despedido de su acariciada esperanza: que el G-8 reunido en su país para la cumbre anual diera el gran paso de alcanzar un compromiso sobre el particular y cuantificarlo.
Pero el hecho, que no es una sorpresa como tal, encierra lecciones varias y tendrá ciertas consecuencias, la primera de las cuales es que la animosa Angela Merkel, militante del atlantismo, del vínculo euro-estadounidense y que ha corrido ciertos riesgos añadiendo elementos militares a la contribución alemana en Afganistán, no recibirá compensación alguna por su prestación.
Adicionalmente, se puede criticar una cierta ligereza de la presidencia alemana al ubicar el éxito público de la cumbre en el ruedo de la polémica sobre cambio climático y, en concreto, sobre su decisión de situar el esfuerzo internacional al respecto en la estela del Protocolo de Kyoto y, en definitiva, en el marco inalterable de las Naciones Unidas, organismo por el que el gobierno Bush tiene una estima limitada.
Se da por hecho que sobre el crucial asunto, sobredimensionado con poca fortuna por Merkel o sus "sherpas" (los asesores que preparan los papeles), el comunicado final del G-8 no recogerá las esperanzas europeas. El cambio climático no es Iraq, desde luego, pero la posición de Washington no ayudará a promover en Berlín las argumentaciones de conjunto de la Administración Bush.
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