Las grietas en el mundo de Dick Cheney
10/07/2007
Enfoque sobre el lado oscuro
Gary Leupp*
CounterPunch
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Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
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La reciente serie en cuatro partes sobre el vicepresidente Dick Cheney en el Washington Post, de Barton Gellman y Jo Becker, es muy importante. Gran parte de su contenido será familiar para el tipo de persona que lee regularmente Counterpunch, pero ahora hablamos de periodismo corporativo de la tendencia dominante. El que esta serie aparezca donde lo hace indica hasta qué punto la propia elite del poder se ha dividido respecto a la dirección del país, y que algunos en posiciones de poder dentro del Quinto Poder han decidido que ya no es necesario ni útil que se arrastren tan vergonzosamente ante el gobierno.
Hace 35 años los periodistas del Post Bob Woodward y Carl Bernstein revelaron la historia sobre el vínculo entre el allanamiento ilegal de Watergate y el Partido Republicano. Fue el comienzo del fin de la presidencia de Nixon. (Cheney era Director Adjunto del Consejo del Costo de la Vida en la época. En 1971 había sido asesor en la Casa Blanca., y la renuncia de Nixon para evitar la impugnación tuvo un fuerte impacto en su persona. Pensó que todo era tan injusto hacia el poder ejecutivo.) Tal vez la extremadamente detallada serie de Gellman y Becker tenga el mismo efecto.
Comienza con una descripción de eventos del 13 de noviembre de 2001. Cheney llega a su almuerzo privado semanal con el presidente en la Casa Blanca. Lleva un documento de cuatro páginas “escrito en estricto secreto” por su abogado. Después del almuerzo, el documento pasa por cuatro manos, “con instrucciones enfáticas de dejar de lado el estudio por el personal” y dentro de una hora volvió a la Oficina Oval para ser firmado por Bush.
“Bush,” escriben Gellman y Becker, “sacó un rotulador de su bolsillo y firmó sin sentarse. Casi nadie más había visto el texto. La proposición de Cheney se había convertido en una orden del comandante en jefe. Sospechosos extranjeros de terrorismo retenidos por EE.UU. fueron despojados de todo acceso a algún tribunal – civil o militar, interior o extranjero. Podían ser confinados indefinidamente sin ser acusados y serían juzgados, si lo eran, en ‘comisiones militares’ a puertas cerradas.”
El Secretario de Estado Powell, informado sobre la orden a través de CNN, y la Consejera de Seguridad Nacional Rice, se indignaron y exigieron saber lo que había sucedido. Pero Cheney se mostró discreto sobre su papel: “Incluso testigos de la firma en la Oficina Oval dijeron que no sabían que el vicepresidente había jugado algún papel.”
Gellmen y Becker califican este episodio de “momento definidor en el ejercicio por Cheney como el vicepresidente número 46 de EE.UU.,” un puesto al que, nos recuerdan, la Constitución confiere poca autoridad. Dicho personaje impenetrable, que vive en un sitio no revelado desde el 11-S, que encierra los papeles de su oficina en inmensas cajas de fondo Mosler, que se niega a compartir información sobre el motivo por el que clasifica como secreta tanta información incluso cuando lo hace por orden ejecutiva, puede tener mucho que ocultar. Más que Nixon tal vez. Pero la cobarde prensa dominante ha hecho poco por centrar la atención en su persona – hasta ahora.
El escándalo de Watergate, la Guerra de Vietnam, las investigaciones del Congreso y las reformas que produjeron impresionaron al joven Cheney (31 en 1972 cuando estalló el escándalo) como una reducción del poder de la presidencia. Desde 2001 ha tratado de fortalecer la presidencia y de modo más específico, de transformar el puesto de vicepresidente, que antes era sobre todo ceremonial, en un centro de poder ejercido a hurtadillas. Por su considerable influencia sobre el confiado Bush, ha podido hacerlo con impunidad, dejando frecuentemente de lado a otros funcionarios. La serie del Post se basa en entrevistas con más de 200 personas “que trabajaron para, con o en oposición a, la oficina de Cheney.” Entre ellos, hombres y mujeres en posiciones de autoridad delegada que se resintieron por haber sido dejados fuera del circuito normal, escandalizados por los métodos y objetivos de Cheney, o que recibieron desinformación. No son exactamente denunciantes por el momento, pero sus recuerdos colectivos sobre la oficina del vicepresidente son condenatorios.
Los autores indican que Cheney no tiene la última palabra en todos los casos en el gobierno, y no determina las decisiones decisivas en cada reunión de almuerzo. Eso ha sido evidente. En particular, primero Colin Powell y después Condi Rice han persuadido a veces a Bush para que pase por sobre las objeciones de Cheney (por ejemplo) contra una resolución de la ONU para justificar el ataque contra Iraq, el despido de Rumsfeld; o el inicio de conversaciones con diplomáticos iraníes en Bagdad. Pero cuando Cheney sufre un revés, le saca el máximo provecho y estudia como utilizarlo en última instancia para sus propios objetivos.
Respecto al tema del ataque contra Irán, hay que recordar que Cheney ha insistido repetidamente en que Irán, con todo su petróleo, no puede tener otro propósito con su programa nuclear que producir armas nucleares. (Eso provoca la pregunta del motivo que tuvo el gobierno de Gerald Ford, al que Cheney sirvió como Jefe de Personal, para alentar a Irán bajo el Shah pro-estadounidense para que desarrollara un programa nuclear en los años setenta.) Parece claro que Cheney decidió hace tiempo que había que derrocar el régimen iraní y que se trata sólo de encontrar una justificación para la acción militar que encuentre una cierta aceptación popular. De ahí toda la campaña de temor sobre un Irán nuclear determinado a aniquilar a Israel o a entregar bombas nucleares a terroristas para atacar a EE.UU.
El influyente neoconservador Norman Podhoretz declara – e implora – que al utilizar la diplomacia (“apaciguamiento”) para tratar con Irán el gobierno de Bush y Cheney sólo da “una oportunidad a lo inútil.” Cheney, que ha declarado que EE.UU. no negocia con el mal sino que lo derrota, puede ciertamente estar dispuesto a permitir unos meses más de actividad diplomática antes de decir que: “Se acabó el tiempo. No hablamos más.” En algún punto, los iraníes, que insisten en que ellos como firmantes del Tratado de No Proliferación Nuclear bajo el control de la IAEA tienen derecho a enriquecer uranio para fines de energía civil lo habrán dicho por última vez. Y entonces habrá llegado ciertamente el momento (como lo cantó genialmente John McCain con música de los Beach Boys) de “bombas, bombas, bombas contra Irán.”
Bush declarará que Irán hace caso omiso de resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU (el propio jefe de la IAEA, Mohamed ElBaradei, sugiere que éstas pueden haber sido “sobrepasadas por los eventos.” En todo caso ¿cómo difieren estas resoluciones de docenas de resoluciones de la ONU contra Israel que Israel simplemente ignora con apoyo de EE.UU.? ) Entonces, espera Podhoretz, Bush “ordenará ataques aéreos contra las instalaciones nucleares iraníes desde los tres portaaviones de EE.UU. que ya están cerca...” antes de abandonar su puesto.
Es muy posible. Hace dos años, el ex agente de la CIA Philip Giraldi, escribiendo en American Conservative, informó: “El Pentágono, actuando por instrucciones de la oficina del vicepresidente Dick Cheney, ha encargado al Comando Estratégico de EE.UU. (STRATCOM) que elabore un plan de contingencia para ser empleado como reacción ante otro ataque terrorista del tipo del 11-S contra EE.UU. El plan incluye un ataque aéreo en gran escala contra Irán empleando armas convencionales y nucleares tácticas. Dentro de Irán hay más de 450 importantes objetivos estratégicos, incluyendo numerosos presuntos sitios de desarrollo del programa de armas nucleares... Como en el caso de Iraq, la reacción no depende de que Irán participe realmente en el acto de terrorismo dirigido contra EE.UU.” Cheney, el alto funcionario del gobierno preferido por los neoconservadores, comparte con ellos la disposición a vincular eventos no relacionados y explotar el miedo para lograr objetivos que cambien el mundo.
* * * *
A menudo me he preguntado sobre la relación entre Bush y Cheney. Gellman y Becker indican que es poco comprendida. Esto puede deberse en parte al hecho de que la evolución de Cheney desde el 11-S es poco comprendida. ( (Brent Snowcroft, presidente del Consejo Asesor de Inteligencia Exterior del presidente desde 2001 hasta 2005 y antiguo amigo de la familia Bush, dijo al New Yorker el año pasado: “Ya no reconozco a mi amigo Dick Cheney.”) Es bastante obvio, sin embargo, que ha sido el padrino de los neoconservadores, que colocó en papeles clave desde el comienzo del gobierno de Bush, y que ha facilitado sus planes en Oriente Próximo abogando por ellos ante el presidente.
No digo que Bush sea una víctima crédula de Cheney, aunque he mencionado la posibilidad en el pasado. A veces tiendo a suponer que Bush creyó verdaderamente las cosas que le decían Cheney y la misteriosa Oficina de Planes Especiales, abarrotada de neoconservadores, a él y a nosotros, antes de la invasión de Iraq: que Sadam trabajaba con al Qaeda, que Iraq tenía armas de destrucción masiva. Numerosos políticos afirman que fueron engañados, aunque no muchos se sintieron inclinados a cuestionar o a hacer un mínimo de investigación. Pero si fuera así, ¿por qué no ordenó Bush de inmediato después de que la IAEA desenmascarara la afirmación sobre el uranio de Níger que hizo en su discurso de enero de 2003, y antes del ataque de marzo contra Iraq, un estudio de lo que subsiguientemente quedó claramente a la luz como un engaño? ¿Por qué no ha mostrado ningún resentimiento hacia los neoconservadores que presentaron la desinformación?
Me inclino más bien a pensar que Bush sabía que las afirmaciones sobre la “nube en forma de hongo” eran una exageración, pero que ha logrado integrar en su singular religiosidad y marco moral el sentido de que está bien que un dirigente elegido por Dios como él mienta estratégicamente a las masas sobre temas semejantes. Después de todo, a comienzos de 1999 dijo a Mickey Herskowitz, un ex columnista deportivo de Houston Chronicle que estaba escribiendo en su nombre su autobiografía: “Una de las claves para ser visto como un gran líder es ser visto como comandante en jefe. Mi padre reforzó todo su capital político cuando expulsó a los iraquíes de Kuwait y lo desperdició. Si yo tuviera la oportunidad de invadir [Iraq] – y si tuviera tanto capital, no lo voy a desperdiciar. Voy que lograr que todo pase como yo quiera que se pase y voy a tener una presidencia exitosa.”
Ese comentario del gobernador de Texas vuelto a nacer, sugiere que Bush se ve a sí mismo como alguien muy especial, designado por Dios, y obligado a utilizar las oportunidades que se le dan para mostrar su grandeza. Eso puede significar el uso de lo que algunos seguidores de Leo Strauss (en una lectura tendenciosa de Platón) llaman “la mentira noble.”
Hay que imaginar una conversación durante el almuerzo entre Bush y Cheney después del 11-S en la que Bush pregunta: “¿Cómo podemos aprovechar esta situación?” (En esos días Rice formulaba abiertamente esa pregunta en la presencia de periodistas.) Tal vez Cheney responde: “Bueno, deberíamos atacar a Iraq, como hemos deseado hacer.” Discuten que al Qaeda no tiene una conexión evidente con Iraq y que la gente de la CIA repite continuamente y de manera irritante ese hecho. Bush pregunta (como en realidad preguntó a su máximo experto en terrorismo, Richard Clarke) si podemos encontrar algunos vínculos – sólo para explicar a los estadounidenses por qué una guerra contra Iraq podría ser una reacción apropiada al 11-S.
Cheney se pone su sonrisa a medias y dice a su protegido que a veces es necesario pasar al “lado oscuro.” (En los hechos, en una entrevista de "Meet the Press" cinco días después de los ataques del 11-S declaró: “También tenemos que trabajar [en]... algo como el lado oscuro, si queréis... silenciosamente, sin ninguna discusión, usando fuentes y métodos que están a la disposición de nuestras agencias de inteligencia... [utilizando] todos los medios a nuestra disposición, básicamente, para lograr nuestro objetivo.”) Tal vez dice que en la guerra, la desinformación es un instrumento legítimo. Las operaciones psicológicas son útiles. La CIA – dirigida por liberales que están obsesionados por su “realidad objetiva” y trabajos de investigación – utiliza desinformación en el extranjero y contra enemigos en situaciones de guerra. Pero se muestra escrupulosa en cuanto al uso de mentiras ante el pueblo estadounidenses. Por eso la CIA no quiere tener nada que ver con Ahmad Chalabi (en aquel entonces el favorito de los neoconservadores por suministrar todos esos informes falsos, provocadores de miedo, sobre Iraq). No puede salir de su caja y darse cuenta de que inculcar miedo a la gente para procurar su aceptación de una guerra es un instrumento poderoso. Si sólo se logra que la gente piense que está en peligro de ser atacada, dejará que hagas lo que quieras. Los nazis lo sabían, eran gente mala. Nosotros somos buenos, así que cuando hacemos lo mismo, es diferente. Y tenemos que utilizar todos los medios a nuestra disposición, incluyendo la colocación de historias falsas en la prensa.
Bush reflexiona al respecto. Cheney explica que si uno repite una y otra vez alguna falsedad cambiará dramáticamente la atmósfera política. Incluso si es refutado después de haber logrado el resultado esperado, uno o algunos pueden seguir repitiéndolo, confiados en que parte de nuestra base de apoyo lo aceptará por completo, y rechazará como “liberales” a todos los que describan en detalle por qué no es verdad. Otros pensarán que dijimos lo que dijimos por “inteligencia defectuosa.” Podemos culpar por esa “inteligencia defectuosa” a gente en la CIA cuya resistencia contra la Mentira Noble ha sido un problema persistente. Por la naturaleza de su tarea – la naturaleza misma del trabajo de inteligencia – no va a poder defenderse o protestar abiertamente. Si hablan personas que saben de las mentiras, tendremos amigos en los medios que las ataquen. Lograremos nuestros objetivos contra el terrorismo por cualquier medio que sea necesario.
Cheney, por de pronto, ha insistido en la afirmación de que Sadam Husein estuvo involucrado en los ataques del 11-S. Tal vez se da cuenta de que los historiadores lo describirán como mentiroso y a su oficina como el centro de un cabala de mentirosos que utilizaron el 11-S para atacar a varios países en Oriente Próximo. O tal vez piense que en los próximos 18 meses el mundo va a cambiar tanto, que su gobierno va a lograr tanto, que los historiadores elogiarán su sabio uso de inteligencia manipulada para lograr fines nobles. Después de todo, los libros de historia los escriben los vencedores.
Estamos hablando de un hombre muy peligroso en tiempos muy peligrosos. Pero no es invulnerable. El periodismo investigativo está debilitando su posición. También lo ha logrado el Caso Libby, y la controversia sobre su negativa de cumplir con la ley en este asunto de la clasificación confidencial de información. Según la ley, las agencias del poder ejecutivo están obligadas a informar anualmente a la Oficina de Supervisión de la Información de Seguridad dentro de los Archivos Nacionales sobre los procedimientos de seguridad que aplican. Esto significa, según mi interpretación, que se llene un formulario respecto a cuánto material está siendo marcado como secreto, por qué motivos, dónde está guardado, quién tiene acceso, etc. La ley incluye inspecciones en el lugar de oficinas por personal de la oficina de control. En 1995, el presidente Clinton firmó la Orden Ejecutiva 12958 que estableció este procedimiento; Bush la modificó en la Orden Ejecutiva 13292 de marzo de 2003 para otorgar al vicepresidente los mismos poderes para clasificar material confidencial como al presidente. En otras palabras, Bush firmó la orden para fortalecer la posición de Cheney y para camuflarse aún más profundamente en el secreto. Pero la ley sigue requiriendo la cooperación con la oficina de supervisión.
Entre 2001 y 2003, la oficina de Cheney cooperó. Pero desde 2004, Cheney se ha negado a responder a las preguntas de la oficina. En ese año hizo que su personal impidiera físicamente que los supervisores realizaran una inspección visual de su oficina. Fue una primicia en la historia de la oficina de supervisión y provocó la protesta de su director, J. William Leonard. Cheney respondió a través de su jefe de personal David S. Addington (que se ha convertido en el sucesor de Libby) que su oficina no es “una entidad dentro del poder ejecutivo.” Esa afirmación, publicada sólo hace poco, ha causado declaraciones indignadas e, lo que tal vez sea más inquietante para Cheney, hilaridad total. El mes pasado Addington escribió al senador John Kerry una nueva justificación para la negativa a obtemperar de Cheney: la oficina del vicepresidente no es una “agencia” como aquellas a las que se refiere el texto de la orden ejecutiva.
Henry Waxman, presidente del Comité de Supervisión y Reforma Gubernamental de la Cámara, está muy inquieto por este hecho e informa que Cheney incluso trata de abolir a la propia Oficina de Supervisión de la Seguridad de la Información. Protestó en una larga carta detallada a Cheney y solicitó una respuesta al Congreso antes del 12 de julio a una prolongada lista de preguntas precisas. Una negativa a responder podría llevar a una crisis constitucional.
Se podría esperar que la criminal guerra en Iraq ya hubiera producido alguna especie de enfrentamiento, pero es posible que los legisladores se muestren más preocupados por el desafío a la ley de Cheney, y su desdén hacia ellos mismos, que por su rol como arquitecto de la guerra. Es igual de probable que los reyes sean derrocados por no respetar a los parlamentos que por librar guerras impopulares en el extranjero.
* * * *
Y además existe el tema, que no deja de estar relacionado, del perdón de Libby. (Sí, sé que no fue oficialmente un perdón, sino una conmutación de su sentencia a la cárcel. Algunos piensan que ha sido suficientemente castigado con la multa que aún no ha pagado, pero que será pagada por sus partidarios. Y perderá su licencia legal. ¡Vaya!) Se trata de un sujeto que ha conspirado con su jefe para desacreditar a un hombre que reveló una de las mentiras cruciales detrás de la guerra contra Iraq, y su mujer era uno de los agentes cruciales de la CIA que efectivamente investigaba el programa nuclear de Irán (en lugar de inventar cosas al respecto). Bush conmutó su sentencia sin siquiera consultar al Departamento de Justicia, una primicia en su caso y una desviación del procedimiento. ¿Será el resultado de otro almuerzo privado en la Casa Blanca?
Sólo un 20% de los estadounidenses encuestados apoya la decisión de Bush de ahorrarle el tiempo en la cárcel. La mayoría de ellos presumiblemente asocia estrechamente a Libby con Cheney. La mayoría también tiene que asociar a Cheney con Bush, aunque no pienso que suficiente gente se da cuenta todo el poder que ha ejercido en el gobierno. Puede que sepamos más sobre la contribución de Cheney a la decisión de Bush sobre la suerte de Libby en los próximos días.
En todo caso, más y más estadounidenses han llegado a comprender que Bush y Cheney creen que están por sobre la ley. ¡Ojalá su creciente indignación los lleve a actuar! El problema es que eso podría llegar a un cierto punto cuando EE.UU. ataque a Irán, se cite la amenaza de represalias terroristas para justificar la represión del disenso, la prensa limite sus críticas y el Congreso ceda.
La serie de Washington Post y el comentario que la acompaña deberían haber aparecido hace tiempo pero por suerte lo hacen dos meses después de que el representante Dennis Kucinich presentara la Resolución de la Cámara 333 y los tres artículos de impugnación contra Cheney. Por el momento los co-firmantes del proyecto de ley son William Clay, Janice Schakowsky, Albert Wynne, Yvette Clarke, Lynn Woolsey, y Barbara Lee. Tal vez la serie del Post y el aumento de la repulsión popular contra Cheney alentarán a otros a firmar.
* * * *
Los neoconservadores se dan cuenta de que les queda poco tiempo para cumplir a cabalidad el ataque contra Irán. Están asegurando sus apuestas, cortejando a los demócratas más propensos al aventurerismo militar y esperando que quienquiera llegue a ser presidente en 2008 – incluyendo a Hillary – bombardeará Irán si no ha ocurrido hasta entonces. La impugnación de Cheney, o de Bush y Cheney, no impedirá necesariamente el esfuerzo de un movimiento bien organizado por explotar el miedo y el fanatismo para justificar este ataque. Publicaciones respetables publican llamados manifiestos a favor de lo que todo ser humano que haga un análisis crítico tiene que considerar como crímenes de guerra parecidos a los de los nazis. Pero los neoconservadores pueden consolarse con el hecho de que la Cámara de Representantes aprobó hace poco una resolución casi unánime (sólo con los votos en contra de Kucinich y del congresista republicano de Texas Ron Paul) que esencialmente refrenda un ataque semejante.
De modo que incluso si la Central de Bombardeo de Irán llega tardíamente a la mira del periodismo dominante, la clase política controlada por la caterva que pide la guerra contra Irán se apresura. La política dominante no llevará por sí sola a la caída de Bush y Cheney o abortará sus planes para más guerra. Está demasiado involucrada en esos planes, demasiado comprometida con AIPAC [el principal grupo de presión sionista estadounidense, N. del T.], demasiado atemorizada para emprender las serias acciones hacia el cambio que los estadounidenses esperaban cuando llevaron a los demócratas al poder el año pasado. Pero manifestaciones de masas en las calles podrían obligar a los políticos y ayudar a producir el cambio de régimen. Eso sería un cambio antes de las elecciones de 2008. Antes del ataque criminal contra Irán. Antes de la declaración de la ley marcial.
* * * *
La Declaración de Independencia de las Trece Colonias, esa declaración elocuente citada cada Cuatro de Julio, declara que “para asegurar esos derechos, se instituyen Gobiernos entre los hombres, que derivan sus poderes del Consentimiento de los Gobernados- que cuando quiera que cualquier Forma de Gobierno se haga destructiva de estos Fines, es el Derecho del Pueblo, de alterarla o abolirla, e instituir un nuevo Gobierno, estableciendo su fundamento en tales principios y organizando sus poderes de tal forma, que parezcan los más propensos para llevar cabo su Seguridad y Felicidad.” Los “fines” mencionados son la vida, la libertad, y la busca de la felicidad.
La Declaración es una enunciación del pensamiento político de la Ilustración del Siglo XVIII. No pienso que sea perfecta; no señala la naturaleza de clases de la sociedad y el hecho de que “el Pueblo” se divide entre gente que bajo diferentes circunstancias trabaja para sobrevivir y gente que se las arregla confortablemente y lo explota como maestros artesanos, propietarios de plantaciones, capitanes de navíos, etc. Su referencia a los “despiadados salvajes indios” es deplorable. Pero con su marco de “derechos humanos” y su insistencia en que el pueblo (una categoría que pudo ampliarse con el tiempo para que incluyera a los pobres, a la gente de color, a las mujeres) debe gobernar mediante instituciones democráticas fue bastante revolucionaria. Por cierto la defiendo por lo que valga.
Pero hay estadounidenses que dirán que están de acuerdo con la Declaración (para sostener que son verdaderos patriotas) sin comprenderla mucho y mientras apoyan la forma de gobierno de Bush-Cheney. También hay quienes señalarán este 4 de julio que el gobierno Bush-Cheney niega masivamente la vida, la libertad, y la busca de la felicidad, frente a un trasfondo soporífero de que: me siento “orgulloso de ser estadounidense, ‘porque por lo menos sé que soy libre.’ A mi juicio, nosotros el pueblo tenemos el derecho de expulsar del poder a Cheney y a muchos que lo rodean.
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*Gary Leupp es profesor de historia en la Universidad Tufts, y profesor adjunto de Religión Comparativa.
Es autor de “Servants, Shophands and Laborers in the Cities of Tokugawa Japan”; “Male Colors: The Construction of Homosexuality in Tokugawa Japan”; e “Interracial Intimacy in Japan: Western Men and Japanese Women, 1543-1900.”
También colaboró con la despiadada crónica de CounterPunch sobre las guerras en Iraq, Afganistán y Yugoslavia: “Imperial Crusades.”
Para contactos escriba a: gleupp@granite.tufts.edu
http://www.counterpunch.org/leupp07062007.html
Enfoque sobre el lado oscuro
Gary Leupp*
CounterPunch
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Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
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La reciente serie en cuatro partes sobre el vicepresidente Dick Cheney en el Washington Post, de Barton Gellman y Jo Becker, es muy importante. Gran parte de su contenido será familiar para el tipo de persona que lee regularmente Counterpunch, pero ahora hablamos de periodismo corporativo de la tendencia dominante. El que esta serie aparezca donde lo hace indica hasta qué punto la propia elite del poder se ha dividido respecto a la dirección del país, y que algunos en posiciones de poder dentro del Quinto Poder han decidido que ya no es necesario ni útil que se arrastren tan vergonzosamente ante el gobierno.
Hace 35 años los periodistas del Post Bob Woodward y Carl Bernstein revelaron la historia sobre el vínculo entre el allanamiento ilegal de Watergate y el Partido Republicano. Fue el comienzo del fin de la presidencia de Nixon. (Cheney era Director Adjunto del Consejo del Costo de la Vida en la época. En 1971 había sido asesor en la Casa Blanca., y la renuncia de Nixon para evitar la impugnación tuvo un fuerte impacto en su persona. Pensó que todo era tan injusto hacia el poder ejecutivo.) Tal vez la extremadamente detallada serie de Gellman y Becker tenga el mismo efecto.
Comienza con una descripción de eventos del 13 de noviembre de 2001. Cheney llega a su almuerzo privado semanal con el presidente en la Casa Blanca. Lleva un documento de cuatro páginas “escrito en estricto secreto” por su abogado. Después del almuerzo, el documento pasa por cuatro manos, “con instrucciones enfáticas de dejar de lado el estudio por el personal” y dentro de una hora volvió a la Oficina Oval para ser firmado por Bush.
“Bush,” escriben Gellman y Becker, “sacó un rotulador de su bolsillo y firmó sin sentarse. Casi nadie más había visto el texto. La proposición de Cheney se había convertido en una orden del comandante en jefe. Sospechosos extranjeros de terrorismo retenidos por EE.UU. fueron despojados de todo acceso a algún tribunal – civil o militar, interior o extranjero. Podían ser confinados indefinidamente sin ser acusados y serían juzgados, si lo eran, en ‘comisiones militares’ a puertas cerradas.”
El Secretario de Estado Powell, informado sobre la orden a través de CNN, y la Consejera de Seguridad Nacional Rice, se indignaron y exigieron saber lo que había sucedido. Pero Cheney se mostró discreto sobre su papel: “Incluso testigos de la firma en la Oficina Oval dijeron que no sabían que el vicepresidente había jugado algún papel.”
Gellmen y Becker califican este episodio de “momento definidor en el ejercicio por Cheney como el vicepresidente número 46 de EE.UU.,” un puesto al que, nos recuerdan, la Constitución confiere poca autoridad. Dicho personaje impenetrable, que vive en un sitio no revelado desde el 11-S, que encierra los papeles de su oficina en inmensas cajas de fondo Mosler, que se niega a compartir información sobre el motivo por el que clasifica como secreta tanta información incluso cuando lo hace por orden ejecutiva, puede tener mucho que ocultar. Más que Nixon tal vez. Pero la cobarde prensa dominante ha hecho poco por centrar la atención en su persona – hasta ahora.
El escándalo de Watergate, la Guerra de Vietnam, las investigaciones del Congreso y las reformas que produjeron impresionaron al joven Cheney (31 en 1972 cuando estalló el escándalo) como una reducción del poder de la presidencia. Desde 2001 ha tratado de fortalecer la presidencia y de modo más específico, de transformar el puesto de vicepresidente, que antes era sobre todo ceremonial, en un centro de poder ejercido a hurtadillas. Por su considerable influencia sobre el confiado Bush, ha podido hacerlo con impunidad, dejando frecuentemente de lado a otros funcionarios. La serie del Post se basa en entrevistas con más de 200 personas “que trabajaron para, con o en oposición a, la oficina de Cheney.” Entre ellos, hombres y mujeres en posiciones de autoridad delegada que se resintieron por haber sido dejados fuera del circuito normal, escandalizados por los métodos y objetivos de Cheney, o que recibieron desinformación. No son exactamente denunciantes por el momento, pero sus recuerdos colectivos sobre la oficina del vicepresidente son condenatorios.
Los autores indican que Cheney no tiene la última palabra en todos los casos en el gobierno, y no determina las decisiones decisivas en cada reunión de almuerzo. Eso ha sido evidente. En particular, primero Colin Powell y después Condi Rice han persuadido a veces a Bush para que pase por sobre las objeciones de Cheney (por ejemplo) contra una resolución de la ONU para justificar el ataque contra Iraq, el despido de Rumsfeld; o el inicio de conversaciones con diplomáticos iraníes en Bagdad. Pero cuando Cheney sufre un revés, le saca el máximo provecho y estudia como utilizarlo en última instancia para sus propios objetivos.
Respecto al tema del ataque contra Irán, hay que recordar que Cheney ha insistido repetidamente en que Irán, con todo su petróleo, no puede tener otro propósito con su programa nuclear que producir armas nucleares. (Eso provoca la pregunta del motivo que tuvo el gobierno de Gerald Ford, al que Cheney sirvió como Jefe de Personal, para alentar a Irán bajo el Shah pro-estadounidense para que desarrollara un programa nuclear en los años setenta.) Parece claro que Cheney decidió hace tiempo que había que derrocar el régimen iraní y que se trata sólo de encontrar una justificación para la acción militar que encuentre una cierta aceptación popular. De ahí toda la campaña de temor sobre un Irán nuclear determinado a aniquilar a Israel o a entregar bombas nucleares a terroristas para atacar a EE.UU.
El influyente neoconservador Norman Podhoretz declara – e implora – que al utilizar la diplomacia (“apaciguamiento”) para tratar con Irán el gobierno de Bush y Cheney sólo da “una oportunidad a lo inútil.” Cheney, que ha declarado que EE.UU. no negocia con el mal sino que lo derrota, puede ciertamente estar dispuesto a permitir unos meses más de actividad diplomática antes de decir que: “Se acabó el tiempo. No hablamos más.” En algún punto, los iraníes, que insisten en que ellos como firmantes del Tratado de No Proliferación Nuclear bajo el control de la IAEA tienen derecho a enriquecer uranio para fines de energía civil lo habrán dicho por última vez. Y entonces habrá llegado ciertamente el momento (como lo cantó genialmente John McCain con música de los Beach Boys) de “bombas, bombas, bombas contra Irán.”
Bush declarará que Irán hace caso omiso de resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU (el propio jefe de la IAEA, Mohamed ElBaradei, sugiere que éstas pueden haber sido “sobrepasadas por los eventos.” En todo caso ¿cómo difieren estas resoluciones de docenas de resoluciones de la ONU contra Israel que Israel simplemente ignora con apoyo de EE.UU.? ) Entonces, espera Podhoretz, Bush “ordenará ataques aéreos contra las instalaciones nucleares iraníes desde los tres portaaviones de EE.UU. que ya están cerca...” antes de abandonar su puesto.
Es muy posible. Hace dos años, el ex agente de la CIA Philip Giraldi, escribiendo en American Conservative, informó: “El Pentágono, actuando por instrucciones de la oficina del vicepresidente Dick Cheney, ha encargado al Comando Estratégico de EE.UU. (STRATCOM) que elabore un plan de contingencia para ser empleado como reacción ante otro ataque terrorista del tipo del 11-S contra EE.UU. El plan incluye un ataque aéreo en gran escala contra Irán empleando armas convencionales y nucleares tácticas. Dentro de Irán hay más de 450 importantes objetivos estratégicos, incluyendo numerosos presuntos sitios de desarrollo del programa de armas nucleares... Como en el caso de Iraq, la reacción no depende de que Irán participe realmente en el acto de terrorismo dirigido contra EE.UU.” Cheney, el alto funcionario del gobierno preferido por los neoconservadores, comparte con ellos la disposición a vincular eventos no relacionados y explotar el miedo para lograr objetivos que cambien el mundo.
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A menudo me he preguntado sobre la relación entre Bush y Cheney. Gellman y Becker indican que es poco comprendida. Esto puede deberse en parte al hecho de que la evolución de Cheney desde el 11-S es poco comprendida. ( (Brent Snowcroft, presidente del Consejo Asesor de Inteligencia Exterior del presidente desde 2001 hasta 2005 y antiguo amigo de la familia Bush, dijo al New Yorker el año pasado: “Ya no reconozco a mi amigo Dick Cheney.”) Es bastante obvio, sin embargo, que ha sido el padrino de los neoconservadores, que colocó en papeles clave desde el comienzo del gobierno de Bush, y que ha facilitado sus planes en Oriente Próximo abogando por ellos ante el presidente.
No digo que Bush sea una víctima crédula de Cheney, aunque he mencionado la posibilidad en el pasado. A veces tiendo a suponer que Bush creyó verdaderamente las cosas que le decían Cheney y la misteriosa Oficina de Planes Especiales, abarrotada de neoconservadores, a él y a nosotros, antes de la invasión de Iraq: que Sadam trabajaba con al Qaeda, que Iraq tenía armas de destrucción masiva. Numerosos políticos afirman que fueron engañados, aunque no muchos se sintieron inclinados a cuestionar o a hacer un mínimo de investigación. Pero si fuera así, ¿por qué no ordenó Bush de inmediato después de que la IAEA desenmascarara la afirmación sobre el uranio de Níger que hizo en su discurso de enero de 2003, y antes del ataque de marzo contra Iraq, un estudio de lo que subsiguientemente quedó claramente a la luz como un engaño? ¿Por qué no ha mostrado ningún resentimiento hacia los neoconservadores que presentaron la desinformación?
Me inclino más bien a pensar que Bush sabía que las afirmaciones sobre la “nube en forma de hongo” eran una exageración, pero que ha logrado integrar en su singular religiosidad y marco moral el sentido de que está bien que un dirigente elegido por Dios como él mienta estratégicamente a las masas sobre temas semejantes. Después de todo, a comienzos de 1999 dijo a Mickey Herskowitz, un ex columnista deportivo de Houston Chronicle que estaba escribiendo en su nombre su autobiografía: “Una de las claves para ser visto como un gran líder es ser visto como comandante en jefe. Mi padre reforzó todo su capital político cuando expulsó a los iraquíes de Kuwait y lo desperdició. Si yo tuviera la oportunidad de invadir [Iraq] – y si tuviera tanto capital, no lo voy a desperdiciar. Voy que lograr que todo pase como yo quiera que se pase y voy a tener una presidencia exitosa.”
Ese comentario del gobernador de Texas vuelto a nacer, sugiere que Bush se ve a sí mismo como alguien muy especial, designado por Dios, y obligado a utilizar las oportunidades que se le dan para mostrar su grandeza. Eso puede significar el uso de lo que algunos seguidores de Leo Strauss (en una lectura tendenciosa de Platón) llaman “la mentira noble.”
Hay que imaginar una conversación durante el almuerzo entre Bush y Cheney después del 11-S en la que Bush pregunta: “¿Cómo podemos aprovechar esta situación?” (En esos días Rice formulaba abiertamente esa pregunta en la presencia de periodistas.) Tal vez Cheney responde: “Bueno, deberíamos atacar a Iraq, como hemos deseado hacer.” Discuten que al Qaeda no tiene una conexión evidente con Iraq y que la gente de la CIA repite continuamente y de manera irritante ese hecho. Bush pregunta (como en realidad preguntó a su máximo experto en terrorismo, Richard Clarke) si podemos encontrar algunos vínculos – sólo para explicar a los estadounidenses por qué una guerra contra Iraq podría ser una reacción apropiada al 11-S.
Cheney se pone su sonrisa a medias y dice a su protegido que a veces es necesario pasar al “lado oscuro.” (En los hechos, en una entrevista de "Meet the Press" cinco días después de los ataques del 11-S declaró: “También tenemos que trabajar [en]... algo como el lado oscuro, si queréis... silenciosamente, sin ninguna discusión, usando fuentes y métodos que están a la disposición de nuestras agencias de inteligencia... [utilizando] todos los medios a nuestra disposición, básicamente, para lograr nuestro objetivo.”) Tal vez dice que en la guerra, la desinformación es un instrumento legítimo. Las operaciones psicológicas son útiles. La CIA – dirigida por liberales que están obsesionados por su “realidad objetiva” y trabajos de investigación – utiliza desinformación en el extranjero y contra enemigos en situaciones de guerra. Pero se muestra escrupulosa en cuanto al uso de mentiras ante el pueblo estadounidenses. Por eso la CIA no quiere tener nada que ver con Ahmad Chalabi (en aquel entonces el favorito de los neoconservadores por suministrar todos esos informes falsos, provocadores de miedo, sobre Iraq). No puede salir de su caja y darse cuenta de que inculcar miedo a la gente para procurar su aceptación de una guerra es un instrumento poderoso. Si sólo se logra que la gente piense que está en peligro de ser atacada, dejará que hagas lo que quieras. Los nazis lo sabían, eran gente mala. Nosotros somos buenos, así que cuando hacemos lo mismo, es diferente. Y tenemos que utilizar todos los medios a nuestra disposición, incluyendo la colocación de historias falsas en la prensa.
Bush reflexiona al respecto. Cheney explica que si uno repite una y otra vez alguna falsedad cambiará dramáticamente la atmósfera política. Incluso si es refutado después de haber logrado el resultado esperado, uno o algunos pueden seguir repitiéndolo, confiados en que parte de nuestra base de apoyo lo aceptará por completo, y rechazará como “liberales” a todos los que describan en detalle por qué no es verdad. Otros pensarán que dijimos lo que dijimos por “inteligencia defectuosa.” Podemos culpar por esa “inteligencia defectuosa” a gente en la CIA cuya resistencia contra la Mentira Noble ha sido un problema persistente. Por la naturaleza de su tarea – la naturaleza misma del trabajo de inteligencia – no va a poder defenderse o protestar abiertamente. Si hablan personas que saben de las mentiras, tendremos amigos en los medios que las ataquen. Lograremos nuestros objetivos contra el terrorismo por cualquier medio que sea necesario.
Cheney, por de pronto, ha insistido en la afirmación de que Sadam Husein estuvo involucrado en los ataques del 11-S. Tal vez se da cuenta de que los historiadores lo describirán como mentiroso y a su oficina como el centro de un cabala de mentirosos que utilizaron el 11-S para atacar a varios países en Oriente Próximo. O tal vez piense que en los próximos 18 meses el mundo va a cambiar tanto, que su gobierno va a lograr tanto, que los historiadores elogiarán su sabio uso de inteligencia manipulada para lograr fines nobles. Después de todo, los libros de historia los escriben los vencedores.
Estamos hablando de un hombre muy peligroso en tiempos muy peligrosos. Pero no es invulnerable. El periodismo investigativo está debilitando su posición. También lo ha logrado el Caso Libby, y la controversia sobre su negativa de cumplir con la ley en este asunto de la clasificación confidencial de información. Según la ley, las agencias del poder ejecutivo están obligadas a informar anualmente a la Oficina de Supervisión de la Información de Seguridad dentro de los Archivos Nacionales sobre los procedimientos de seguridad que aplican. Esto significa, según mi interpretación, que se llene un formulario respecto a cuánto material está siendo marcado como secreto, por qué motivos, dónde está guardado, quién tiene acceso, etc. La ley incluye inspecciones en el lugar de oficinas por personal de la oficina de control. En 1995, el presidente Clinton firmó la Orden Ejecutiva 12958 que estableció este procedimiento; Bush la modificó en la Orden Ejecutiva 13292 de marzo de 2003 para otorgar al vicepresidente los mismos poderes para clasificar material confidencial como al presidente. En otras palabras, Bush firmó la orden para fortalecer la posición de Cheney y para camuflarse aún más profundamente en el secreto. Pero la ley sigue requiriendo la cooperación con la oficina de supervisión.
Entre 2001 y 2003, la oficina de Cheney cooperó. Pero desde 2004, Cheney se ha negado a responder a las preguntas de la oficina. En ese año hizo que su personal impidiera físicamente que los supervisores realizaran una inspección visual de su oficina. Fue una primicia en la historia de la oficina de supervisión y provocó la protesta de su director, J. William Leonard. Cheney respondió a través de su jefe de personal David S. Addington (que se ha convertido en el sucesor de Libby) que su oficina no es “una entidad dentro del poder ejecutivo.” Esa afirmación, publicada sólo hace poco, ha causado declaraciones indignadas e, lo que tal vez sea más inquietante para Cheney, hilaridad total. El mes pasado Addington escribió al senador John Kerry una nueva justificación para la negativa a obtemperar de Cheney: la oficina del vicepresidente no es una “agencia” como aquellas a las que se refiere el texto de la orden ejecutiva.
Henry Waxman, presidente del Comité de Supervisión y Reforma Gubernamental de la Cámara, está muy inquieto por este hecho e informa que Cheney incluso trata de abolir a la propia Oficina de Supervisión de la Seguridad de la Información. Protestó en una larga carta detallada a Cheney y solicitó una respuesta al Congreso antes del 12 de julio a una prolongada lista de preguntas precisas. Una negativa a responder podría llevar a una crisis constitucional.
Se podría esperar que la criminal guerra en Iraq ya hubiera producido alguna especie de enfrentamiento, pero es posible que los legisladores se muestren más preocupados por el desafío a la ley de Cheney, y su desdén hacia ellos mismos, que por su rol como arquitecto de la guerra. Es igual de probable que los reyes sean derrocados por no respetar a los parlamentos que por librar guerras impopulares en el extranjero.
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Y además existe el tema, que no deja de estar relacionado, del perdón de Libby. (Sí, sé que no fue oficialmente un perdón, sino una conmutación de su sentencia a la cárcel. Algunos piensan que ha sido suficientemente castigado con la multa que aún no ha pagado, pero que será pagada por sus partidarios. Y perderá su licencia legal. ¡Vaya!) Se trata de un sujeto que ha conspirado con su jefe para desacreditar a un hombre que reveló una de las mentiras cruciales detrás de la guerra contra Iraq, y su mujer era uno de los agentes cruciales de la CIA que efectivamente investigaba el programa nuclear de Irán (en lugar de inventar cosas al respecto). Bush conmutó su sentencia sin siquiera consultar al Departamento de Justicia, una primicia en su caso y una desviación del procedimiento. ¿Será el resultado de otro almuerzo privado en la Casa Blanca?
Sólo un 20% de los estadounidenses encuestados apoya la decisión de Bush de ahorrarle el tiempo en la cárcel. La mayoría de ellos presumiblemente asocia estrechamente a Libby con Cheney. La mayoría también tiene que asociar a Cheney con Bush, aunque no pienso que suficiente gente se da cuenta todo el poder que ha ejercido en el gobierno. Puede que sepamos más sobre la contribución de Cheney a la decisión de Bush sobre la suerte de Libby en los próximos días.
En todo caso, más y más estadounidenses han llegado a comprender que Bush y Cheney creen que están por sobre la ley. ¡Ojalá su creciente indignación los lleve a actuar! El problema es que eso podría llegar a un cierto punto cuando EE.UU. ataque a Irán, se cite la amenaza de represalias terroristas para justificar la represión del disenso, la prensa limite sus críticas y el Congreso ceda.
La serie de Washington Post y el comentario que la acompaña deberían haber aparecido hace tiempo pero por suerte lo hacen dos meses después de que el representante Dennis Kucinich presentara la Resolución de la Cámara 333 y los tres artículos de impugnación contra Cheney. Por el momento los co-firmantes del proyecto de ley son William Clay, Janice Schakowsky, Albert Wynne, Yvette Clarke, Lynn Woolsey, y Barbara Lee. Tal vez la serie del Post y el aumento de la repulsión popular contra Cheney alentarán a otros a firmar.
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Los neoconservadores se dan cuenta de que les queda poco tiempo para cumplir a cabalidad el ataque contra Irán. Están asegurando sus apuestas, cortejando a los demócratas más propensos al aventurerismo militar y esperando que quienquiera llegue a ser presidente en 2008 – incluyendo a Hillary – bombardeará Irán si no ha ocurrido hasta entonces. La impugnación de Cheney, o de Bush y Cheney, no impedirá necesariamente el esfuerzo de un movimiento bien organizado por explotar el miedo y el fanatismo para justificar este ataque. Publicaciones respetables publican llamados manifiestos a favor de lo que todo ser humano que haga un análisis crítico tiene que considerar como crímenes de guerra parecidos a los de los nazis. Pero los neoconservadores pueden consolarse con el hecho de que la Cámara de Representantes aprobó hace poco una resolución casi unánime (sólo con los votos en contra de Kucinich y del congresista republicano de Texas Ron Paul) que esencialmente refrenda un ataque semejante.
De modo que incluso si la Central de Bombardeo de Irán llega tardíamente a la mira del periodismo dominante, la clase política controlada por la caterva que pide la guerra contra Irán se apresura. La política dominante no llevará por sí sola a la caída de Bush y Cheney o abortará sus planes para más guerra. Está demasiado involucrada en esos planes, demasiado comprometida con AIPAC [el principal grupo de presión sionista estadounidense, N. del T.], demasiado atemorizada para emprender las serias acciones hacia el cambio que los estadounidenses esperaban cuando llevaron a los demócratas al poder el año pasado. Pero manifestaciones de masas en las calles podrían obligar a los políticos y ayudar a producir el cambio de régimen. Eso sería un cambio antes de las elecciones de 2008. Antes del ataque criminal contra Irán. Antes de la declaración de la ley marcial.
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La Declaración de Independencia de las Trece Colonias, esa declaración elocuente citada cada Cuatro de Julio, declara que “para asegurar esos derechos, se instituyen Gobiernos entre los hombres, que derivan sus poderes del Consentimiento de los Gobernados- que cuando quiera que cualquier Forma de Gobierno se haga destructiva de estos Fines, es el Derecho del Pueblo, de alterarla o abolirla, e instituir un nuevo Gobierno, estableciendo su fundamento en tales principios y organizando sus poderes de tal forma, que parezcan los más propensos para llevar cabo su Seguridad y Felicidad.” Los “fines” mencionados son la vida, la libertad, y la busca de la felicidad.
La Declaración es una enunciación del pensamiento político de la Ilustración del Siglo XVIII. No pienso que sea perfecta; no señala la naturaleza de clases de la sociedad y el hecho de que “el Pueblo” se divide entre gente que bajo diferentes circunstancias trabaja para sobrevivir y gente que se las arregla confortablemente y lo explota como maestros artesanos, propietarios de plantaciones, capitanes de navíos, etc. Su referencia a los “despiadados salvajes indios” es deplorable. Pero con su marco de “derechos humanos” y su insistencia en que el pueblo (una categoría que pudo ampliarse con el tiempo para que incluyera a los pobres, a la gente de color, a las mujeres) debe gobernar mediante instituciones democráticas fue bastante revolucionaria. Por cierto la defiendo por lo que valga.
Pero hay estadounidenses que dirán que están de acuerdo con la Declaración (para sostener que son verdaderos patriotas) sin comprenderla mucho y mientras apoyan la forma de gobierno de Bush-Cheney. También hay quienes señalarán este 4 de julio que el gobierno Bush-Cheney niega masivamente la vida, la libertad, y la busca de la felicidad, frente a un trasfondo soporífero de que: me siento “orgulloso de ser estadounidense, ‘porque por lo menos sé que soy libre.’ A mi juicio, nosotros el pueblo tenemos el derecho de expulsar del poder a Cheney y a muchos que lo rodean.
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*Gary Leupp es profesor de historia en la Universidad Tufts, y profesor adjunto de Religión Comparativa.
Es autor de “Servants, Shophands and Laborers in the Cities of Tokugawa Japan”; “Male Colors: The Construction of Homosexuality in Tokugawa Japan”; e “Interracial Intimacy in Japan: Western Men and Japanese Women, 1543-1900.”
También colaboró con la despiadada crónica de CounterPunch sobre las guerras en Iraq, Afganistán y Yugoslavia: “Imperial Crusades.”
Para contactos escriba a: gleupp@granite.tufts.edu
http://www.counterpunch.org/leupp07062007.html
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