La sangrienta realidad y las alucinaciones de Bush
El rey Adbullah entregó el pasado lunes al presidente de Estados Unidos la “medalla al mérito”, en Arabia Saudita
Foto: Ap
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Robert Fisk
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Entre sábanas de seda, en una alcoba cuyas paredes estaban también tapizadas de seda, dentro del palacio del rey Abdullah, de Arabia Saudita, el presidente George W. Bush se despierta una mañana para confrontar un Medio Oriente que no tiene relación alguna con las políticas de su administración, ni con las advertencias que hace constantemente a los reyes, emires y oligarcas del Golfo: que es Irán, y no Israel, su verdadero enemigo.
El presidente se sentó junto al monarca como si éste fuera su amigo de la infancia; el rey también se mostró demasiado cariñoso. Bush, sospechosamente, vestía un suéter abierto, azul y casual, que seguramente usa cuando está en su rancho tejano. Incluso, recibió una “medalla al mérito” de oro semejante a esos enormes medallones que usaban en la antigüedad quienes tenían el título de lord, si bien no se especificó qué acto particular había hecho a Bush merecedor de una recompensa tan majestuosa.
¿Podría ser el mérito hipócrita de proveer aún más miles de millones de dólares en armas al reino para que el régimen saudita pueda usarlas contra sus enemigos imaginarios?
Todo es ilusorio, desde luego, como todas las palabras que los árabes han escuchado de los estadunidenses recientemente, y desde que este desdibujado presidente inició su ruta turística por Medio Oriente.
Uno no lo pensaría, viendo a este hombre absurdo pavoneándose del brazo del rey, en lo que al parecer era una especie de danza, blandiendo una pesada y refulgente espada curva saudita como un Saladino moderno, que habría dejado sin habla al líder kurdo que alguna vez destruyó a los cruzados en la zona que ahora Bush llama “el disputado territorio de Cisjordania”.
¿Es así como se supone deben comportarse los presidentes estadunidenses cuando ya son políticamente irrelevantes? Seguramente los ciudadanos de Medio Oriente se hicieron esta pregunta luego de ver tan penosa representación.
Desde la revolución de 1979 en Irán, la guerra fría musulmana ha sido muy intensa en Medio Oriente, ¿pero es así como Bush cree que debe luchar por el alma del Islam?
Un día más tarde, al anochecer, el sueño de Bush estallaba cuando un gran coche bomba explotó junto a un vehículo sedán en el que viajaban empleados de la embajada estadunidense en Beirut, matando a cuatro libaneses e hiriendo de gravedad al conductor.
Mientras Bush se relajaba en el rancho real saudita, en Al Janadriyah, los israelíes mataron a 19 palestinos en la franja de Gaza, la mayoría de ellos miembros de Hamas, y uno de ellos era el hijo de Mahmoud Zahar, un líder del movimiento.
El mandatario estadunidense aseguró más tarde que Israel no habría lanzado el ataque si el mismo día un israelí no hubiera muerto por un cohete palestino. La diferencia entre la realidad y el mundo de sueños del gobierno de Estados Unidos no puede ilustrase de manera más salvaje.
Después de promer a los palestinos un “Estado soberano y unificado” antes del final de este año, jurando “seguridad” para los israelíes (que no para los palestinos, hicieron notar muchos árabes)”, Bush llegó al Golfo para espantar a los reyes y oligarcas de estos reinos empapados de petróleo con la amenaza de una agresión iraní.
Como de costumbre, llegó armado con las ya típicas ofertas estadunidenses de vastas ventas de armas para proteger a estos regímenes antidemocráticos y policiales de la nación que él considera, potencialmente, la más poderosa de su “eje del mal”.
Fue un potente, e incluso extraño ejemplo, el que Bush aprovechara su rondín policiaco por el Medio Oriente árabe para retomar la “política del miedo” que Washington con regularidad imparte a los líderes del Golfo. Acordó proveer a los sauditas con al menos 80 millones de dólares en armamento, cifra que se pretende incrementar a más de 19 mil millones de dólares para toda la región, según un acuerdo anunciado el año pasado. Esas armas, se supone, defenderán la zona de las presuntas ambiciones territoriales del desquiciado presidente iraní, Mahmud Ajmadinejad.
Como de costumbre, Washington prometió a los israelíes que su “ventaja cualitativa” en armas de vanguardia se mantendrá, por si acaso los sauditas, quienes jamás han estado en una guerra después de la invasión a Kuwait, en 1990, decidieran lanzar un ataque suicida contra el único aliado verdadero que tiene Estados Unidos en Medio Oriente.
No fue así, por supuesto, como se presentó el panorama a los árabes. Bush pudo ser visto besando ostensiblemente las mejillas del rey Abdullah y estrechando las manos de autocrático monarca cuyo Estado musulmán wahabita ha mostrado, apenas recientemente, su “clemencia” hacia mujeres que antes eran acusadas de adulterio después de ser violadas siete veces en el desierto afuera de Riad.
Los sauditas, huelga decir, están conscientes de que el reinado de Bush está llegando a su fin en medio del caos en Pakistán, una desastrosa guerra de guerrillas contra las fuerzas occidentales en Afganistán, feroces combates en Gaza, una muy probable guerra civil en Líbano y un desastre infernal en Irak.
La bomba en Beirut, que estalló a las 5 de la tarde, debió haber sido un rudo sobresalto para el presidente, mientras gozaba de los lujos que le obsequiaba el régimen saudita, pese al hecho de que la mayoría de los autores de los crímenes contra la humanidad del 11 de septiembre de 2001 provenían de ese reino, y que él permitió que estos acólitos regresaran a su casa inmediatamente después de los atentados.
Dos visitas al rancho de Bush, en Texas, aparentemente fueron suficientes para que el presidente estadunidense se ganara una noche en el palacio del rey saudita, rodeado de prados y verdes colinas.
El estallido en la capital libanesa se escuchó a muchos kilómetros de distancia. La bomba devastó edificios de una estrecha calle en el este de la ciudad, por la que transitaba el coche-bomba mientras el embajador estadunidense viajaba por una ruta distinta en dirección a una recepción que se celebraba en un hotel de Beirut, antes de partir hacia Washington.
Sin embargo, un vocero del departamento de Estado insistió en que ningún ciudadano de Estados Unidos resultó herido. La camioneta estadunidense había tomado un oscuro callejón hacia el puente Karantina para llegar al norte de Beirut por la ruta paralela a la rivera del único río de la ciudad cuando se cometió el atentado. Esto llevó a los funcionarios militares libaneses a preguntarse si los atacantes tenían conocimiento de primera mano sobre la ruta que se adoptaría.
También se dijo que se envió un convoy “señuelo” para distraer a potenciales atacantes y alejarlos de la ruta que tomaría el embajador, Jeffrey Feltman, hacia el hotel.
Quedó destruida una fábrica de alfombras por la explosión, que también arrancó tejados y destrozó ventanas que estaban a más de un kilómetro de distancia.
“Para los líderes árabes, el mensaje de Bush era aburridamente conocido. En los 80, cuando la administración de Reagan apoyaba la invasión de Saddam Hussein a Irán, Washington se dedicó a advertir a los líderes del Golfo sobre una posible agresión de Teherán.
Una vez que Saddam invadió Kuwait, cambió el énfasis estadunidense: ahora Irak era el mayor peligro para sus reinos. Pero una vez que el emirato fue liberado, se dijo a los monarcas ricos de petróleo que el enemigo volvía a ser Irán. A los árabes ya no les convence esta caótica narrativa de “el bien contra el mal”, de la misma forma en que ya no creen las promesas de Washington de construir un Estado palestino hacia fines de 2008. Apenas un día antes de que Bush hiciera dicha declaración, Israel admitió públicamente sus planes de ampliar sus asentamientos en tierras árabes, en medio de colonias judías construidas ilegalmente en territorio palestino.
Para entender la naturaleza de esta extraordinaria relación con los monarcas del Golfo, es necesario recordar que desde que Bush padre prometió un “oasis de paz” libre de armas en la región, Washington, junto con Inglaterra, Francia y Rusia, no ha dejado de enviar arsenal a la zona.
Durante la pasada década, los árabes del Golfo derrocharon miles de millones de dólares de petróleo en armas provenientes de Estados Unidos.
Las estadísticas cuentan su propia historia. Sólo entre 1998 y 1999, el gasto del ejército árabe del Golfo fue de casi 80 mil millones de dólares.
Entre 1997 y 2005, los jeques de los Emiratos Árabes, a quienes Bush visitó antes de ir a Riad, firmaron un contrato de armas por 17 mil millones de dólares con naciones occidentales.
Entre 1991 y 1993, cuando Irak era el “enemigo”, la Misión de Entrenamiento Militar estadunidense aportaba a los sauditas 27 mil millones en aprovisionamiento armamentístico y 23 millones en armamento de vanguardia.
Para entonces, los sauditas ya tenían 72 cazabombarderos F-15 y 114 naves Tornado británicos.
Muy poco ha cambiado en los últimos 17 años. El 17 de mayo de 1991, por ejemplo, Bush padre dijo que había “razones reales para ser optimistas” en cuanto a la paz en Medio Oriente. “Vamos a continuar este proceso de paz, no lo abandonaremos”, dijo entonces.
James Baker, quien fue su secretario de Estado, advirtió el 23 de mayo de 1991 que continuar construyendo asentamientos judíos en tierra palestina “obstaculizaba” una futura paz en Medio Oriente, que es exactamente lo que dijo la actual secretaria de Estado, hace unos días. En ese momento, el vicepresidente Dick Cheney reiteró a los israelíes que Estados Unidos defendería su “seguridad”.
Occidente puede tener una memoria muy corta, no así los árabes, que por casualidad viven en ese despropósito al que llamamos Medio Oriente, y que no son estúpidos. Entienden perfectamente lo que representa George W. Bush.
Después de abogar por la “democracia” en la región, con una política que logró victorias electorales para los chiítas en Irak, para Hamas en Gaza y la ganancia de un poder político sustancial para la Hermandad Musulmana en Egipto, parece que Washington se ha percatado de que algo podría estar un poco errado en las prioridades de Bush.
En vez de abogar por un “Nuevo Medio Oriente”, el señor Bush, arropado en sus sábanas de seda dentro del palacio del rey saudita, ahora busca el retorno del “Viejo Medio Oriente”, un lugar lleno de policía secreta, cámaras de tortura, al cual Estados Unidos pueda entregar a sus prisioneros para sacarles provecho, y que esté gobernado por presidentes dictatoriales (moderados) y monarcas.
¿Quién, de entre todos los déspotas del Golfo se opondría a algo así?
© The Independent
El presidente se sentó junto al monarca como si éste fuera su amigo de la infancia; el rey también se mostró demasiado cariñoso. Bush, sospechosamente, vestía un suéter abierto, azul y casual, que seguramente usa cuando está en su rancho tejano. Incluso, recibió una “medalla al mérito” de oro semejante a esos enormes medallones que usaban en la antigüedad quienes tenían el título de lord, si bien no se especificó qué acto particular había hecho a Bush merecedor de una recompensa tan majestuosa.
¿Podría ser el mérito hipócrita de proveer aún más miles de millones de dólares en armas al reino para que el régimen saudita pueda usarlas contra sus enemigos imaginarios?
Todo es ilusorio, desde luego, como todas las palabras que los árabes han escuchado de los estadunidenses recientemente, y desde que este desdibujado presidente inició su ruta turística por Medio Oriente.
Uno no lo pensaría, viendo a este hombre absurdo pavoneándose del brazo del rey, en lo que al parecer era una especie de danza, blandiendo una pesada y refulgente espada curva saudita como un Saladino moderno, que habría dejado sin habla al líder kurdo que alguna vez destruyó a los cruzados en la zona que ahora Bush llama “el disputado territorio de Cisjordania”.
¿Es así como se supone deben comportarse los presidentes estadunidenses cuando ya son políticamente irrelevantes? Seguramente los ciudadanos de Medio Oriente se hicieron esta pregunta luego de ver tan penosa representación.
Desde la revolución de 1979 en Irán, la guerra fría musulmana ha sido muy intensa en Medio Oriente, ¿pero es así como Bush cree que debe luchar por el alma del Islam?
Un día más tarde, al anochecer, el sueño de Bush estallaba cuando un gran coche bomba explotó junto a un vehículo sedán en el que viajaban empleados de la embajada estadunidense en Beirut, matando a cuatro libaneses e hiriendo de gravedad al conductor.
Mientras Bush se relajaba en el rancho real saudita, en Al Janadriyah, los israelíes mataron a 19 palestinos en la franja de Gaza, la mayoría de ellos miembros de Hamas, y uno de ellos era el hijo de Mahmoud Zahar, un líder del movimiento.
El mandatario estadunidense aseguró más tarde que Israel no habría lanzado el ataque si el mismo día un israelí no hubiera muerto por un cohete palestino. La diferencia entre la realidad y el mundo de sueños del gobierno de Estados Unidos no puede ilustrase de manera más salvaje.
Después de promer a los palestinos un “Estado soberano y unificado” antes del final de este año, jurando “seguridad” para los israelíes (que no para los palestinos, hicieron notar muchos árabes)”, Bush llegó al Golfo para espantar a los reyes y oligarcas de estos reinos empapados de petróleo con la amenaza de una agresión iraní.
Como de costumbre, llegó armado con las ya típicas ofertas estadunidenses de vastas ventas de armas para proteger a estos regímenes antidemocráticos y policiales de la nación que él considera, potencialmente, la más poderosa de su “eje del mal”.
Fue un potente, e incluso extraño ejemplo, el que Bush aprovechara su rondín policiaco por el Medio Oriente árabe para retomar la “política del miedo” que Washington con regularidad imparte a los líderes del Golfo. Acordó proveer a los sauditas con al menos 80 millones de dólares en armamento, cifra que se pretende incrementar a más de 19 mil millones de dólares para toda la región, según un acuerdo anunciado el año pasado. Esas armas, se supone, defenderán la zona de las presuntas ambiciones territoriales del desquiciado presidente iraní, Mahmud Ajmadinejad.
Como de costumbre, Washington prometió a los israelíes que su “ventaja cualitativa” en armas de vanguardia se mantendrá, por si acaso los sauditas, quienes jamás han estado en una guerra después de la invasión a Kuwait, en 1990, decidieran lanzar un ataque suicida contra el único aliado verdadero que tiene Estados Unidos en Medio Oriente.
No fue así, por supuesto, como se presentó el panorama a los árabes. Bush pudo ser visto besando ostensiblemente las mejillas del rey Abdullah y estrechando las manos de autocrático monarca cuyo Estado musulmán wahabita ha mostrado, apenas recientemente, su “clemencia” hacia mujeres que antes eran acusadas de adulterio después de ser violadas siete veces en el desierto afuera de Riad.
Los sauditas, huelga decir, están conscientes de que el reinado de Bush está llegando a su fin en medio del caos en Pakistán, una desastrosa guerra de guerrillas contra las fuerzas occidentales en Afganistán, feroces combates en Gaza, una muy probable guerra civil en Líbano y un desastre infernal en Irak.
La bomba en Beirut, que estalló a las 5 de la tarde, debió haber sido un rudo sobresalto para el presidente, mientras gozaba de los lujos que le obsequiaba el régimen saudita, pese al hecho de que la mayoría de los autores de los crímenes contra la humanidad del 11 de septiembre de 2001 provenían de ese reino, y que él permitió que estos acólitos regresaran a su casa inmediatamente después de los atentados.
Dos visitas al rancho de Bush, en Texas, aparentemente fueron suficientes para que el presidente estadunidense se ganara una noche en el palacio del rey saudita, rodeado de prados y verdes colinas.
El estallido en la capital libanesa se escuchó a muchos kilómetros de distancia. La bomba devastó edificios de una estrecha calle en el este de la ciudad, por la que transitaba el coche-bomba mientras el embajador estadunidense viajaba por una ruta distinta en dirección a una recepción que se celebraba en un hotel de Beirut, antes de partir hacia Washington.
Sin embargo, un vocero del departamento de Estado insistió en que ningún ciudadano de Estados Unidos resultó herido. La camioneta estadunidense había tomado un oscuro callejón hacia el puente Karantina para llegar al norte de Beirut por la ruta paralela a la rivera del único río de la ciudad cuando se cometió el atentado. Esto llevó a los funcionarios militares libaneses a preguntarse si los atacantes tenían conocimiento de primera mano sobre la ruta que se adoptaría.
También se dijo que se envió un convoy “señuelo” para distraer a potenciales atacantes y alejarlos de la ruta que tomaría el embajador, Jeffrey Feltman, hacia el hotel.
Quedó destruida una fábrica de alfombras por la explosión, que también arrancó tejados y destrozó ventanas que estaban a más de un kilómetro de distancia.
“Para los líderes árabes, el mensaje de Bush era aburridamente conocido. En los 80, cuando la administración de Reagan apoyaba la invasión de Saddam Hussein a Irán, Washington se dedicó a advertir a los líderes del Golfo sobre una posible agresión de Teherán.
Una vez que Saddam invadió Kuwait, cambió el énfasis estadunidense: ahora Irak era el mayor peligro para sus reinos. Pero una vez que el emirato fue liberado, se dijo a los monarcas ricos de petróleo que el enemigo volvía a ser Irán. A los árabes ya no les convence esta caótica narrativa de “el bien contra el mal”, de la misma forma en que ya no creen las promesas de Washington de construir un Estado palestino hacia fines de 2008. Apenas un día antes de que Bush hiciera dicha declaración, Israel admitió públicamente sus planes de ampliar sus asentamientos en tierras árabes, en medio de colonias judías construidas ilegalmente en territorio palestino.
Para entender la naturaleza de esta extraordinaria relación con los monarcas del Golfo, es necesario recordar que desde que Bush padre prometió un “oasis de paz” libre de armas en la región, Washington, junto con Inglaterra, Francia y Rusia, no ha dejado de enviar arsenal a la zona.
Durante la pasada década, los árabes del Golfo derrocharon miles de millones de dólares de petróleo en armas provenientes de Estados Unidos.
Las estadísticas cuentan su propia historia. Sólo entre 1998 y 1999, el gasto del ejército árabe del Golfo fue de casi 80 mil millones de dólares.
Entre 1997 y 2005, los jeques de los Emiratos Árabes, a quienes Bush visitó antes de ir a Riad, firmaron un contrato de armas por 17 mil millones de dólares con naciones occidentales.
Entre 1991 y 1993, cuando Irak era el “enemigo”, la Misión de Entrenamiento Militar estadunidense aportaba a los sauditas 27 mil millones en aprovisionamiento armamentístico y 23 millones en armamento de vanguardia.
Para entonces, los sauditas ya tenían 72 cazabombarderos F-15 y 114 naves Tornado británicos.
Muy poco ha cambiado en los últimos 17 años. El 17 de mayo de 1991, por ejemplo, Bush padre dijo que había “razones reales para ser optimistas” en cuanto a la paz en Medio Oriente. “Vamos a continuar este proceso de paz, no lo abandonaremos”, dijo entonces.
James Baker, quien fue su secretario de Estado, advirtió el 23 de mayo de 1991 que continuar construyendo asentamientos judíos en tierra palestina “obstaculizaba” una futura paz en Medio Oriente, que es exactamente lo que dijo la actual secretaria de Estado, hace unos días. En ese momento, el vicepresidente Dick Cheney reiteró a los israelíes que Estados Unidos defendería su “seguridad”.
Occidente puede tener una memoria muy corta, no así los árabes, que por casualidad viven en ese despropósito al que llamamos Medio Oriente, y que no son estúpidos. Entienden perfectamente lo que representa George W. Bush.
Después de abogar por la “democracia” en la región, con una política que logró victorias electorales para los chiítas en Irak, para Hamas en Gaza y la ganancia de un poder político sustancial para la Hermandad Musulmana en Egipto, parece que Washington se ha percatado de que algo podría estar un poco errado en las prioridades de Bush.
En vez de abogar por un “Nuevo Medio Oriente”, el señor Bush, arropado en sus sábanas de seda dentro del palacio del rey saudita, ahora busca el retorno del “Viejo Medio Oriente”, un lugar lleno de policía secreta, cámaras de tortura, al cual Estados Unidos pueda entregar a sus prisioneros para sacarles provecho, y que esté gobernado por presidentes dictatoriales (moderados) y monarcas.
¿Quién, de entre todos los déspotas del Golfo se opondría a algo así?
© The Independent
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Traducción: Gabriela Fonseca
Traducción: Gabriela Fonseca
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La Jornada - México/20/01/2008
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