4/3/08

ESCARBANDO...LQ somos.

Tríptico en cinco partes: Argentina (1991-2001)
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Pero a lo que nunca podré resignarme es a la ruina de la mente, a la pérdida de la memoria, a la desaparición de todos los recuerdos almacenados en un cerebro cuando una persona muere, a la imposibilidad de almacenar y preservar todo lo vivido y pensado en un nuevo y más resistente envase.
Rodrigo Fresán
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Soy yo Altazor el doble de mí mismo…
El que cayó de las alturas de su estrella
Y viajó veinticinco años
Colgado al paracaídas de sus propios prejuicios
Vicente Huidobro
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Introducción. Voy y vengo, desde principios de los noventa, con la regularidad —en general, una vez cada dos años— del que, sin ser argentino, lleva dos décadas ligado a la Argentina. A lo largo de este tiempo me ha tocado conocer, de rebote, uno de los períodos, el más dramático — ¿será preciso corroborar con Otilio Borón?— de la historia argentina contemporánea: el desmantelamiento del estado decimonónico. Así, pues, he visto cómo, en una esquina cualquiera de la Avenida Santa Fe, frente a un quiosco o una zapatería, se desmontaban, como si fueran piezas de un rompecabezas viejo, fragmentos del patrimonio nacional. También, el otro lado de la voracidad financiera, he sido testigo del inquebrantable espíritu de lucha del pueblo. Sin embargo, no por estos privilegios reclamo más de lo que me corresponde: a saber, la mirada de uno que, las veces que ha ido a la Argentina, transa sobre todo por una Quilmes fría, un bife de chorizo y una vuelta por las librerías.
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Primera tabla: en la cola del coletazo. A principios de los noventa, cuando Menem le hablaba al Congreso estadounidense (1991), el país que descubrí en aquel, mi primer viaje al sur —un espacio que, a pesar del holocausto de La noche de los lápices (1986) en la Guerra Sucia (1976-83), me imaginaba mucho más en la línea de “El sur” (1940) de Borges, con algún olor confuso entre Sábato, Eduardo Mallea y quizás Leopoldo Marechal— era una Argentina que venía recuperándose de dos golpetazos históricos: la dictadura y sobre todo la hiperinflación de la segunda mitad de 1980. En la cola del coletazo que fue el golpe de los ochenta, llegué al final del latigazo, cuando la inflación había dejado de morder; receso de una violencia económica que —¿el boomerang de la dependencia?— se volverá a desatar una década después, en el último mes del año 2001. Ciclo de una década, ¿me proponía Argentina —¿tierra de escritores, guerrilleros y futbolistas?— que me acercara a ella desde esa circularidad?
Al aterrizar en Ezeiza en 1991, el terremoto —una montaña rusa— de los precios fuera de control había terminado. El país — ¿se escuchaba todavía el eco de los cañonazos o era que se estremecía la pampa?— empezaba a estabilizarse con la paridad engañosa del dólar y las privatizaciones; medidas que, a principios del nuevo milenio, harán colapsar (2001-02) a la república, para entonces, un cuerpo herido, exangüe, ultrajado por los manilargos de dentro y de fuera, como planteó Solanas en Memorias del saqueo (2003). La ficción neoliberal que empezaron los militares a finales de los setenta y que Menem enardeció durante los noventa —¿a quién no le apetecía, aunque fuera fantasiosa, la convertibilidad?— terminará a finales de 2001 —defalcado el fisco— en una pesadilla nacional. Pero para llegar a la hecatombe del nuevo milenio hay que vivir los noventa, década en la que me tocó conocer, en cinco viajes, la Argentina, un país que, para mí, quedó entrecomillado entre dos explosiones: la de finales de los ochenta y la del comienzo del dos mil. ¿Se está gestando el próximo estallido para el 2011? La Argentina en la que puse el pie en 1991 —un país que venía de vuelta de Guatepeor— recuperaba el aliento. Sin duda, Buenos Aires tenía los pulmones llenos de aire; por todas partes, hormigueo de gente, las casas de cambio compraban y vendían dólares. Nuevo peronismo en acción, me dirá después —¿o me lo imagino?— alguien como José Pablo Feinmann. Flujo y reflujo asimétricos de bolsillos globalizados. Resignificación (casi respiración) artificial — tete a tete— de la economía: en el universo menemista, cada peso será igual a un dólar. Jineteado por el presidente —un neoliberal que empezó con patillas decimonónicas y terminó con bolsillos postmodernos— se le entregaba el país al Mercado, deseosos como estaban los argentinos de afianzar la estabilidad económica en el marco de la democracia. ¿Por qué, cuando endosaba todas aquellas privatizaciones, no llevaba el señor presidente más de un paracaídas?
En aquel, mi primer encuentro con la Avenida 9 de Julio —una calle propia de un país grande y rico, con una erección obelisca al centro del poder: ¿penélope?— el proceso de americanización que iba acompañado de la entrega al Mercado —una alianza entre los Chicago Boys y Harvard— no se sentía mucho todavía; eso sí, Miami —vista como emporio del consumo tardomoderno, una pulsión nerviosa— empezaba a delinearse como objeto del nuevo deseo: ¿ilusión de una economía globalizada desde el FMI, a la que se le incitaba a consumir en grande a la vez que se le cerraban las fábricas? Importación, privatización, la dolarización de los noventa —el efecto primermundista— estableció una paridad que nunca significó, vox populi, igualdad. Un desface que los neoperonistas manejaban con conciencia, a sabiendas de que, en el fondo, se trataba de una luna de miel sin garantías a largo plazo. Por eso, se acercaron cuanto antes a la olla: la fiesta no iba a durar para siempre. Había que vender rápido y barato. El que se quedara atrás, prometían los optimistas del Mercado Libre, que arreara por su cuenta. Al término de este nuevo peronismo veloz, habrá pobreza para muchos. Miami, fuga de dólares del sur al norte. Término de una ecuación bien planeada.
En 1991, Buenos Aires, joven todavía ante la intensidad dolarizada, tampoco estaba acostumbrada al spanglish, una modalidad lingüística que se naturalizará a lo largo de la década. ¿Quién le teme hoy —¡con tanto latino pobre en los Estados Unidos!— al de Washington? Por eso mismo, porque la americanización de Argentina no se sentía mucho a principio de los noventa, la identidad cinéfila de la ciudad era más eurocéntrica; por las calles transitaban automóviles en su mayoría viejos; los libros eran caros; la propiedad, desde el dólar, resultaba barata; la cerveza en latas de aluminio no había llegado; el tango no se había vuelto a poner de moda; la comida no se entregaba en delivery; en la Avenida Santa Fe, el teatro Gran Splendid no se había transformado en la librería El Ateneo; por su parte, Huemul, una tradición de libreros, saldrá ilesa de la globalización.
En 1991, Buenos Aires tenía los pulmones llenos de aire, sí, pero se le veían las costuras, sobre todo, las cicatrices de los ochenta, una década brutal. Todavía, al caminar por las calles en que paseó, hace tanto tiempo, Rubén Darío, quedaba algo del olor a espanto económico de la década anterior, una peste —caca en las aceras— que generó su diáspora a lo largo de los noventa. A pesar de la penuria hiperinflacionaria, la ciudad mantenía su vocación artística —la cultura seguía viviéndose con C— y su determinación política: en las paredes —me impactó— se leía graffiti solidario con Cuba, y su política de entonces contra la deuda externa. ¿Dónde más ve un puertorriqueño —que vive en Ohio— un endoso público de Cuba?
De aquel Buenos Aires que se levantaba del holocausto de la deuda odiosa —¡qué brutos sus torpes dedos de plomo!— dos ausencias resultaron indelebles. Por un lado, la invisibilidad de cuerpos negros —las caras lindas de Maelo— y por el otro, la asombrosa ausencia de violencia en el espacio citadino. En cuanto a la primera, una suerte de transubstanciación pasajera mitigó, magicorrealista, anacrónicamente, la ausencia de lo afroargentino: traslación, caminar por Buenos Aires parecía el sueño que Sur África acababa de perder con la liberación de Mandela en 1990. En cuanto a la ausencia de violencia, el recuerdo sigue siendo firmemente éste: el placer de caminar por la polis —flotando durante la madrugada— libre de paranoia ante el crimen. La noche no se traducía —como pasó después— en respeto a la oscuridad: se podía andar por la calle sin mirar para atrás. Los taxistas no se habían tenido que hacer cómplices de los atracos coordinados. De ese Buenos Aires —¿impúdico?— de mi primera vez, conservo, entre otros tesoros materiales e inmateriales, esta imagen artesanal. Por un lado, como celebración de la vida, la ingravidez placentera de desplazarse por una megalópolis en la que no se había establecido la testosterona —al garete— de las grandes ciudades capitalistas (ello vendrá después); por el otro, como inmanencia de la rigurosidad material, está la imagen del regreso al país, enfermo, de Piazzolla (1921-1992). Entropía: todavía recuerdo, del clip noticioso, cuando lo sacaban del avión en camilla.
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Segunda tabla: en el flow del neoliberalismo. Alrededor de la segunda mitad de los noventa, subió la temperatura social; la ciudad, como una culebra, cambiaba de piel. El flow en las calles se había hecho más pesado; la globalización olía a americanización, aunque tenía mucho de reconquista europea, sobre todo española. La pauperización de la clase media iba en aumento; el peronismo neoliberal atacaba a los trabajadores. ¿Estaba el país a punto de reventar? La asimetría entre el dinero que entraba, amontonándose en pocas manos, y la mayoría que experimentaba la globalización como pérdida, había transformado la noche porteña en una oscuridad llena de fantasmas: ahora había que andar por las calles —no digo que con el rabo entre las patas, pero sí— con los ojos abiertos, mirando para el lado y para atrás. Época de remises. Los turistas —y no sólo ellos— debían tener cuidado con los taxistas. ¿Emboscada en la Calle Florida? ¿Nueve reinas (2000)? Las casas de cambio fueron reemplazadas por los cajeros automáticos. El universo automotor, con el acceso al crédito caro, se renovó. El efecto de la dolarización exacerbaba , expandiéndolas, las desigualdades que existían desde antes; la urbe se sentía más desbalanceada que nunca, inclinada como estaba la república hacia la derecha. ¿Dónde había quedado el pellejo de la otra ciudad que conocí en 1991? ¿A cuántos argentinos les estaban robando el mes de abril? Sobre los estallidos callejeros, leí en periódicos y revistas; pero nunca me topé —¿me habría cagado encima?— con un bloqueo de piqueteros.
Buenos Aires, en pleno apogeo neoliberal, resonaba desde el oído: ahora el spanglish —¿quién le teme a Pedro Pietri?— no era visto como una cacofonía centroamericana. Fragmentos del de Shakespeare se escuchaban dondequiera; en las tiendas, gramática del Mercado, los productos venían escritos en inglés. Definitivamente, Miami se sentía más cerca. El cine se había hollywoodizado. Subió el precio de la vivienda. En la calle, los nuevos pedigüeños —en vez de migrantes andinos, provincianos desempleados— tenían la piel blanca. Entre el empleo y el desempleo, el subempleo llenaba las calles de músicos. Como en un sueño, los fantasmas de La ciénaga (2001) se encontraban en plena ebullición. Al estruendo le faltaba poco para estallar. En una noche de algún fin de semana, se abrió, muy en la línea de la convertibilidad finisecular, un megabar en Buenos Aires; estéticamente globalizado, para entrar, había que pagar 20 pesos. Además de grande, tenía los techos altos; siguiendo la onda de la desnudez estructural, se inscribía en el look comercial de la época: al mirar para arriba, las tuberías y los conductos del aire acondicionado, pintados de azul mate oscuro, se mostraban como parte de la decoración. Era un local —¿igual que el neoliberalismo?— que no mentía, que nos enseñaba su soporte embellecido sin avergonzarse de su funcionalidad; por eso, las paredes realzaban el protagonismo barroso del ladrillo, como si se tratara de un cuadro con las venas abiertas. ¿Galeano patas arriba? Para esa época, un nuevo producto invadía las calles de la ciudad: por primera vez la cerveza se podía comprar en lata. ¿Cuántos artículos leí pronosticando el golpe ambiental que traería el derroche de aluminio por las calles de Buenos Aires? En el megabar, por supuesto, se vendían las latas de cerveza, pero había que pagar 6 pesos por cada una, lo cual, desde la paridad, implicaba un montón de dólares. ¿Erotismo de sobrepagar por el fetiche? ¿Éxtasis del gasto a borbotones? Olor a clase media con deseos jóvenes, demasiado jóvenes, de gozar del cuerpo —aunque haya que gastarse un culo— desde un espacio miamizado ¿pero con más prisa —a 6 dólares por latita— por recuperar la inversión? Apuesta al goce de una realidad endeble: olía a una ilusión entusiasmada con la ética y la estética de la postmodernidad neoliberal. ¡Bienaventurados mis seguidores, porque de ellos serán mis errores!
Otra imagen comercial —¿también rebote de la proximidad con Miami?— contenía el recuerdo de aquel Buenos Aires inscrito en el flow neoliberal. Localizado en el centro del flujo de dólares y pesos, un buen día apareció —¿como una flor de peyote?— un restaurante mexicano, ausencia notable en 1991, cuando el paladar porteño —en el contexto de clase en que se daba aquella aparición— desconocía el fuego picante —picoso— de la comida mesoamericana, desde hace mucho, una parte fundamental de la dieta estadounidense. Ahora el neoliberalismo porteño podía consumir lo mexicano desde el exotismo deportivo que facilitaba la globalización. La pregunta era clave: ¿llevaba consigo la dolarización un nivel de mexicanización culinaria? Ésa era la propuesta que los sociólogos de la comida habían puesto sobre la mesa; ¿dónde quedó la receta del guacamole? ¿Será por eso que los cachacos colombianos comen tacos mexicanos? Predeciblemente, el restaurante mexicano en Buenos Aires se llamaba Coyote, nombre de animal y también de contrabandista de indocumentados de México a Estados Unidos, un negocio que se había convertido en una industria. Coyote: la presencia más ostensible de lo mexicano en el Buenos Aires de Menem, un neoperonista con el que Frida, la mestiza ardiente, nunca se habría acostado. Desde el empuje de la dolarización rabiosa, se ponía al alcance de los porteños victoriosos —¡los ganadores del Mercado!— la cultura culinaria de los hombres de maíz. Pero nadie reparaba en lo obvio: mientras que los argentinos pobres comen carne, los mexicanos se las vienen arreglando desde hace miles de años con maíz, frijoles, calabazas y chiles. ¿Nos cagamos todos, junto con los mexicanos, en los burritos tex-mex?
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Tercera tabla: la caída de Altazor. El 19 de diciembre de 2001, según aterrizaba en Ezeiza, pensaba en Cortázar. Esa noche, en Buenos Aires, nos sorprendió una manifestación política que transcurría por la Avenida Santa Fe: la clase media —para nada violenta, pero sí muy molesta— se había tirado a la calle. Fue una protesta pacífica, pero en serio, firme, respaldada por toda la familia; un ruido de cacerolas que exigía, desde esa domesticidad, una justicia básica. Un encuentro realmente impresionante: al salir del restaurante donde nos habíamos comido una paella —el arroz estaba un poco crudo; de repente, mientras terminábamos el postre, se empezaron a escuchar los ruidos y las voces que venían de la calle— nos topamos con el argentinazo en pleno proceso de ebullición callejera. ¿Cuántas veces entra uno a un restaurante y al salir se da de frente con una rebelión en marcha? Aparición fortuita: ¿el otro lado de la realidad que perseguía Cortázar? Al son de los cacerolazos, siempre domésticos, una multitud de familias —el toque femenino era clave— caminaba en dirección a la Plaza de Mayo, localizada frente a la casa de gobierno. Iban a demandar que el presidente de la república —un tipo con un apellido trágico: de la Rúa— y todos sus secuaces, se fueran. ¡Qué se vayan todos! Esa hilera de gente —¡muchos niños y abuelos!— se congregó para exigir que el gobierno no le quitara la comida ni le siguiera robando los ahorros, una respuesta espontánea ante el atropello del llamado corralito: fin de la convertibilidad como tramoya de un defalque nacional. Nos unimos a la protesta y marchamos hasta que llegamos a nuestro destino, entre Azcuénaga y Uriburu. Durante una hora, el flujo de gente que desfiló por la Santa Fe fue constante. Una vez la manifestación llegó a la Playa de Mayo, la gente presionó para que el presidente —disfrazado de autista— dimitiera. Lo que, después de algunos pataleos presidenciales, finalmente aconteció. El pueblo echó a de la Rúa a la calle, pero el presidente prefirió salir por los aires, en un helicóptero, como un pequeño dios que se burlaba de la caída de Altazor. Por la televisión, la manifestación que vimos en la pantalla durante gran parte de la noche —las mismas escenas que aparecen después en Memorias del saqueo— no se parecía a la marcha a la que nos habíamos unido en la Avenida Santa Fe: ¿cuánta gasolina le habían echado al fuego? ¿Adónde fueron a parar las cacerolas?
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Epílogo. A lo largo de una década, me había tocado ver —siempre desde la precariedad cómoda del turista que regresa periódicamente— cómo el capitalismo neoliberal había desinflado, a fuerza de ideología y de complicidades entre dólares y euros, el patrimonio público de una nación como la Argentina. Un atropello que, ante la opinión pública, había quedado bastante claro: la magia del Mercado —una ecuación que no se la cree nadie— había dejado a la república del sur en pelotas, rompiéndole el culo al país con la vara del menemismo, un pito hecho de muchos prepucios. Otra vez, ganaba la impunidad de los más sanguinarios. Viví en la carne prestada de los argentinos las tres semanas de agonía que siguieron al colapso de la república el 19 de diciembre de 2001, tiempo durante el cual el FMI, con el tacto y la delicadeza de un terrorista, dilataba las negociaciones con el nuevo gobierno argentino, mientras el pueblo sufría. Al cabo de la tercera semana, fin de mi estadía, dejé el sur de Borges —Georgie— sangrando de una herida que, como la de Dahlmann, podía ser mortal.
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LQSomos. Francisco Cabanillas. Marzo de 2008
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LQSomos/04/03/2008

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