16/8/07

¿Vendrá la crisis que viene?

17/08/2007
Opinión
Alberto A. Natale
LA NACION
En una partida de ajedrez, el principiante que comió dos piezas de su adversario avanza satisfecho, pero el jugador que lo enfrenta, dueño de mayor experiencia, sabe que ése es el pequeño precio que debe pagar para que, cinco o seis movimientos después, él anule a la reina de su contrincante y le dé jaque al rey. Lo dicho viene a cuento de la necesidad de manejar el presente midiendo las consecuencias futuras de lo que está ocurriendo, para evitar sofocones que después son inevitables. Vayamos a lo nuestro. Crecimiento económico sostenido desde 1991 hasta 1998, salvo 1995; recesión desde fines de 1998 hasta la explosión, al culminar 2001, agudizada por las medidas adoptadas durante 2002. A partir de allí, recuperación y crecimiento hasta hoy. Por supuesto que el balance no es para el cuadro de honor: desde el último cuatrimestre de 1998 hasta el segundo de 2007 (casi una década), el producto interno bruto sólo creció el 20%. El derrumbe anterior respondió a factores económicos y políticos. Después de la reforma previsional y la devaluación mexicana de 1994, empezó el déficit fiscal. Para afrontarlo, se acumuló deuda pública que se sumó a la que hubo que asumir para refinanciar la que venía de antes, ya no pagable con recursos ordinarios. De inmediato, la secuela de crisis mundiales (sudeste asiático, Rusia, Brasil), que hicieron estragos en los precios y transacciones internacionales, respecto de nuestros productos. Fue entonces, en la certeza de que la causa del problema era fiscal, después de prevenir desde 1995 sobre el riesgo de los déficit permanentes, que propuse con insistencia, a partir de 1998, sobre la impostergable necesidad de promover una refinanciación concertada de la deuda pública, hecha con el apoyo de los organismos financieros internacionales. La política hizo su notable aporte. Menem quería volver a ser reelegido. De la Rúa, ya presidente, no imponía firmeza en el rumbo. Chacho Alvarez, con su renuncia, dejó vacía de poder a la Alianza que estaba en el poder. Duhalde, que se había quedado con las ganas, hizo lo suyo después de las elecciones parlamentarias de 2001. Un cóctel de ambiciones, deserciones e incapacidades políticas, sumadas a una situación económica compleja que no se supo afrontar ni negociar a tiempo, provocó la corrida bancaria, alentada por la prevención de algunos y los caprichos políticos de otros. Después, el Diluvio, habría pensado Luis XV. Vivido aquello, pareciera que hoy brilla el sol. Pero no es todo oro lo que reluce. Vayamos por partes. Tenemos un contexto internacional espectacular. El mundo crece y demanda nuestros productos. La tonelada de soja, en los mercados internacionales, en dólares, hoy vale casi el doble de lo que se pagaba en el segundo lustro de los años 90. Del petróleo mejor no hablar; claro que antes éramos exportadores netos y ahora marchamos hacia la importación. Nadie sabe a ciencia cierta cuánto durará este crecimiento universal, y algunos aspectos de nuestra suerte -algunos- están atados a lo que suceda en el mundo. En casa, las cosas son más complejas. Otra vez la deuda pública. Desde 1824 y la Baring Brothers, y después de Avellaneda y su dignidad, la deuda nos persigue a sol y sombra. Del default dejamos un tendal de 60.000 millones de dólares impagos, dentro y fuera del país, a los que hay que agregar alrededor de 25.000 millones que no se presentaron al canje. Para la ética del Viejo Vizcacha, se trataría de una nueva viveza criolla. Desde luego que no todos piensan así en el mundo. Pero lo terrible es que la viveza telúrica ha terminado transformándose en torpeza vernácula. Hoy debemos más que antes. Llegamos al default con un pasivo de 140.000 millones de dólares. Hoy, nuestra deuda pública, después de la quita, pero por causa de la devaluación, la pesificación asimétrica, su compensación y otros factores, está de nuevo en 140.000 millones de dólares, a los que hay que agregar los 25.000 millones de holdouts , que siguen reclamando. Por eso, Kirchner depende de los préstamos de Chávez a cambio de buenos intereses, mucho más altos que los que se pagaba al FMI. Volvió la inflación. La real ronda el 20% anual. La lucha entre precios y salarios tiende a crecer en espiral. No sirven los precios regulados ni las estadísticas deformadas. La realidad se escurre como agua por las grietas. Detrás de ella, aumenta la conflictividad social. Nuestros dirigentes no son como Santiago Carrillo, el comunista español que en La Moncloa puso su firma -con otros- para que los ajustes salariales fueran menores que la inflación del año anterior. Al desborde posterior lo conocemos de memoria, no por lectura de libros sino por experiencia de vida. Los superávit gemelos (comercial y fiscal) se van achicando. Las importaciones aumentan más que las exportaciones. Las cuentas de muchas provincias sólo sobreviven con ayuda nacional. El gobierno central inventa nuevos subsidios, directos o indirectos, para que no aumenten precios, tarifas o costos de servicios. Reformas previsionales que allegarán recursos hoy, a cambio de comprometer gravemente los obligaciones fiscales de mañana. La crisis energética, tantas veces prevenida y tantas veces negada, llegó para quedarse por buen tiempo. Si algún día se tomaran decisiones correctas, después se necesitarán años para restablecer niveles razonables. El petróleo, el gas y la electricidad hoy son bienes insuficientes, cuando antes podíamos exportarlos. Si no se rectifican políticas, el contexto exterior puede acelerarla o postergarla, nunca evitarla. El Gobierno afronta una disyuntiva. Si cambia el rumbo, abandona el creciente intervencionismo, admite que los precios se acomoden con libertad, acaba con los subsidios generalizados, brinda certidumbre y estímulos para que haya inversión, posibilita que se recomponga el sector energético, contiene la carrera de precios y salarios, evita la emisión monetaria con la finalidad de fijar burocráticamente el tipo de cambio, en definitiva, si reconoce que las economías de mercado son hoy las exitosas en el mundo, seguramente soportará en el primer momento el sacudón del sinceramiento en el manejo de las cuestiones públicas, pero luego podrá ordenar el país y hacerlo crecer sostenidamente, aprovechando la enorme oportunidad que nos brinda la situación global. Por el contrario, si las creencias, las nostalgias setentistas y ciertos acuerdos políticos lo llevan a insistir en la actual dirección, la crisis se acercará. Porque la inflación seguirá con propensión a subir, aumentará la conflictividad social, el superávit se transformará en déficit, la deuda crecerá y será más difícil y oneroso asumirla, no habrá inversiones genuinas, salvo las que sean de rápida respuesta, la confrontación entre emisión monetaria y tipo de cambio no encontrará fácil equilibrio, las falencias energéticas frenarán la producción. Una historia conocida con un final conocido. ¿Habrán aprendido el Presidente y la candidata, ahora que el rango oficial los llevó a conocer el mundo, cómo funcionan los países a los que les va bien? ¿Se habrán dado cuenta de que tantas décadas de políticas equivocadas, igual que las hoy seguidas, son la causa del estancamiento argentino, comparativamente con el concierto de las naciones? ¿Habrá vocación estadista o electoralista? Esa es la pregunta, hubiera dicho Hamlet.

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El autor es diputado nacional en representación del Partido Demócrata Progresista.

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