2/7/07

MILITARES: EXTRANJEROS QUE DAN LA VIDA POR ESPAÑA

Soy inmigrante, vengo a alistarme
Con bamderas a media asta por los muertos en Líbano, un periodista peruano se ofrece como recluta en las unidades de captación movilizadas por Defensa. En la fila están el ecuatoriano Darwin, la venezolana Kassandra... Son multitud en un Ejército cada vez más americanizado.
Darwin y Pedro (26) son sobrino y tío.
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MARTÍN MUCHA
Duque de Lerma, 6. Toledo. Escalofrío. Es lo que he sentido siempre al cruzar el pórtico de una dependencia militar. A escasos metros de la muralla de Toledo, está una de las oficinas de reclutamiento del Ejército. Afuera, sentado en un banco, un soldado vestido de civil juega con una PSP. Desde la distancia en la que estoy, parece una versión de Call of Duty, un videojuego en primera persona que simula las batallas más importantes de la Segunda Guerra Mundial. En la videoconsola, los múltiples disparos suenan bajito. Las bajas en combate se cuentan por gritos.
En el mundo real es una semana aciaga, con seis bajas -tres eran de origen extranjero- por un atentado en el Líbano. Los sollozos en el funeral eran en voz alta. Bandera a media asta por ellos. Todos formaban parte del cuerpo de Paracaidistas. Tomo un respiro. Superando el temor inicial, ingreso a pedir información para convertirme en un nuevo soldado inmigrante del Ejército español. Un peón más en el proceso de americanización de las Fuerzas Armadas de este país (desde 2002, cuando se aprobó la ley de incorporación de extranjeros, se han incorporado 4.648).
Primer control. Presento un documento de identificación en el puesto de vigilancia.
-¿Qué viene a hacer aquí? -indaga el vigilante.
-Quiero alistarme -contesto seco, intentando darle un aire marcial a mi respuesta. Fracaso y me sale una voz aflautada. Quizás porque recuerdo cuando fui a sacar la libreta militar en Perú. Colas kilométricas. El sargento Quispe decidía si nos quedábamos a hacer el servicio o no. Un año enclaustrado en unas instalaciones poco salubres. Un ambiente aún más sórdido que el que retrata Vargas Llosa en La ciudad y los perros. En ese entonces, el sargento me miró, se compadeció por mis gafas o se equivocó. Puso un sello rojo: «No apto». Desde esa fecha tirito al entrar a una dependencia del Ejército. Cruzo el detector de metales. No pita.
A la hora que llego, 10 AM, temprano para un civil, casi mediodía para un militar, soy el primero en acudir a la convocatoria. En este mismo instante, hay hasta diez unidades de acción y captación repartidos entre Barcelona, Galicia, Madrid, Castilla-La Mancha y Andalucía. Sólo esta semana cubren 19 localidades diferentes. El despliegue total impresiona: 52 oficinas de reclutamiento y 28 unidades móviles. Es la respuesta militar a la falta de vocaciones. Un alférez y un capitán me reciben. El primero explica, el segundo vigila. Giran el monitor. El powerpoint muestra diapositivas sobre la vida militar. Visión idílica. Sin balas. Los soldados con fusiles en la mano apenas aparecen. A primera vista, estar en el Ejército es como estar en una ONG de solidaridad mundial. Esta estrategia es calculada. Puro marketing a la americana.
Este año, el Ministerio desenvolsará 11.960.000 euros en gasto publicitario. Uno de los mayores éxitos del Ejército estadounidense en materia de captación de vocaciones ha sido el lanzamiento de America's Army, un videojuego de guerra (gratuito, online y violento, obvio). Los españoles lo han emulado y han lanzado «Misión de Paz». Aquí no vende ser Rambo. Argumento: Diferentes bandas armadas se enfrentan por el poder en un país sin un gobierno efectivo tras no aceptar los resultados de unas elecciones supervisadas por la ONU. La población padece hambre y enfermedades. Mucho más light que el yanqui, aquí el jugador/soldado trabaja ayudando a la población local, repartiendo agua y comida... Está disponible en la web soldados.com y cuenta con más de 50.000 usuarios registrados.
-¿Si me presento qué posibilidades tengo?
-Para los latinoamericanos es un proceso complicado porque tienen acceso a sólo un 9% de las plazas disponibles. Pero son muchos ya, así que te sentirás en familia...
Analizamos mi expediente. Tengo los estudios necesarios. Por lo pronto, por tener un postgrado universitario realizado en España tengo un plus de 16 puntos más. Con sólo eso, estoy casi dentro. Para estar en la categoría física de nivel C (la más alta), tendría que superar pruebas físicas (salto de longitud sin carrera de 187 cm, 27 abdominales...). Suena fácil. Si llego a ser alumno, durante la formación, se reciben 345,41 euros al mes. Ya como soldado profesional el sueldo inicial bruto anual mínimo es de 13.797,16 euros. Relleno un documento autorizando que verifiquen mis datos. Parece una historia que he vivido antes. Siento un viento helado en la espalda. El aire acondicionado, recién encendido, hace temblar.
Plaza de España, Villacañas. Toledo. A 99 kilómetros de allí, los ecuatorianos Darwin Cerrufo y Pedro Emilio Lucas Palma se presentan delante de la furgoneta del cabo Juárez. En el vehículo está estampada la cara enorme de un militar con ojos verdes claros. Juárez es rubio, muy blanco y usa unas gafas de Armani. El cabo lleva unas cinco horas al sol esperando candidatos. Se han presentado cuatro en todo el día.
Dos de ellos son estos jóvenes de 26 años que, aunque suene extraño, son sobrino y tío. Darwin lleva pantalón de chándal, camiseta, cadenita dorada. Posee sonrisa fácil. A Pedro, una vena le sobresale en la frente. Parecen contentos. Ambos creen que es su oportunidad. Su nacionalidad es la mayoritaria entre los extranjeros en el Ejército español: 1.919. En su caso, entre ambos suman cinco familiares y amigos que ya están dentro del cuerpo.
Pedro trabaja de albañil en una obra. Se acaba de caer del andamio, de una altura de seis metros. Un poco rengueante, pero no tiene mayor lesión. No se quería perder esta oportunidad. «Es mi sueño, sabes. Quiero entrar. Sé que es difícil, pero creo que lo conseguiré», afirma. No lo es tanto como piensa. Si en 1996 había 6,6 aspirantes por cada plaza; en 1997 eran 4,2; en 1998, 3,1; en 1999, 1,6; en 2000, 0,7 y en 2001, 0,7 y más o menos esa es la situación actual.
«Cuando vi el entierro de los soldados en el Líbano, me emocioné», suelta Darwin. Fue recluta en el Ejército de su país. Sabe manejar el mortero y me asegura que no falla. Antes de entrar a la oficina que hay en el interior del vehículo, hace el saludo militar. Pies juntos, espalda recta y la mano rígida en la frente. Rellena todos los formularios. Quiere entrar al cuerpo de Montaña y abandonar su actual puesto en una fábrica de madera. «Me gusta lo que hago y me va bien pero esto es un orgullo», afirma. Lo acompaño a la casa adosada donde vive. Queda en las afueras del pueblo, en esas zonas tan nuevas donde el GPS registra como si estuviéramos circulando por un páramo. Repasamos sus fotos en Ecuador. Llaman la atención sus imágenes con un rifle automático de asalto. «Batallón V Guayas, ése era mi regimiento», explica Darwin.
-¿Por qué no continuaste tu carrera allí?-No hay futuro. Con lo que pagan no se puede seguir. -afirma y recoge sus cosas. Va a buscar a su novia rumana. El Megane rojo, que se compró después de que el antiguo volara por los aires en el atentado de Barajas, levanta el polvo estival.
Cementerio de Neiva, Departamento de Huila. Colombia. Hiel. En el cementerio una mujer se derrumba sobre el ataúd de su hijo, Jefferson Vargas. Es uno de los tres colombianos fallecidos en el atentado del Líbano. El único que ha vuelto a su tierra. Con Yhon Edison Posada y Yeison Alejandro Castaño pereció tras recibir un ataque con 50 kilos de explosivos dirigido a su carro de combate BMR. Era parte de los 1.872 personas de su misma nacionalidad que defienden la bandera de España, el segundo grupo en número. «No volverá a probar el sancocho (comida típica) ni las chocolatinas, sus alimentos favoritos», se oye. Es una conversación suelta, de esas que se escuchan como murmullos. Casi un centenar de familiares han llegado a despedirlo. Vinieron nueve en el avión militar que partió desde Madrid.
Fue un primo de Jefferson Vargas, Campo Elías Bocanegra, quien le convenció para ingresar al Ejército español. Campo es soldado desde hace cuatro años y obtuvo la nacionalidad desde hace uno. Llegó a España como tantos otros emigrantes, en busca de un futuro que no tenía en su lugar de nacimiento. Logró que Jefferson dejara los trabajos temporales y se alistara. «El Ejército de allá no es como el colombiano», apunta otro tío, Víctor Félix Vargas, profesor en Neiva. «Si no están en destino, pueden dormir en la casa, no se alejan de la familia, es como ir a la oficina. Sin embargo en Colombia le dicen a usted que como su hijo es de la patria, ya veremos cuándo se lo entregamos. Los soldados pueden pasar en un destino lejano varios meses sin un permiso, sin visitar a la familia».
Nadie de la extensa familia de Jefferson, compuesta por 15 tíos y el triple de primos, prestó nunca el servicio militar obligatorio. A todos los chicos sus padres les compraron la libreta militar, una práctica muy extendida y que, si bien no es legal, está admitida.
Con eso evitan tener que luchar en las selvas colombianas, donde muchos encuentran la muerte. Sólo este año murieron 190, casi la mitad por pisar una mina y el resto en combate contra las guerrillas que aún son fuertes en la nación sura mericana. A ello hay que añadir los cientos que quedan heridos y gravemente mutilados.
La caja de madera con el cuerpo de Jefferson se hunde en la tierra. Las viejas tumbas resaltan por el verde campo que los rodea. Las montañas al fondo le dan un ambiente bucólico. La neblina acompaña el sentimiento general. Hay una calma que se sostiene con el débil hilo de la resignación.
Pradillo, 42. Madrid. Es Ramón Luján quien cuenta la historia de su fallecido sobrino, Yeison. Acude a la redacción del diario de luto; camisa y pantalón negros. Lleva 24 horas sin dormir y sin comer. «No me entra nada», asegura. El carga con la culpa. Fue Ramón quién planteó a Yeison la posibilidad de ingresar en el Ejército. «Yeison tenía 19 años y había acabado el Bachillerato», cuenta su tío. Fue enterrado como él hubiera querido con la bandera de su país natal y del adoptivo. «Él se sentía un soldado español nacido en Colombia».
Calle Bueu, Vigo. Galicia. Kassandra Rodríguez Costa está en casa, según sus propias palabras, en stand-by. Acaba de terminar los primeros exámenes médicos para ingresar en la Armada. Los hizo en la subdelegación de Defensa de Pontevedra. Pide plaza en el área de Comunicaciones, Electrónica y Sistemas Tácticos.
Hace un mes llegó de Venezuela. En Caracas vivía en el barrio de Alta Florida, clase media alta, al este del centro, cerca al Country Club. «Sí, era medio pijo, vaya», dice ella. Su doble nacionalidad le ayuda. «Soy casi una refugiada política», afirma con su voz, algo aguda, que mezcla dos acentos, el gallego y el caribeño. «He huido de Chávez, de su represión».
Mide 1,62 centímetros. Pesa 43 kilos. Por la segunda razón es que su ingreso a la Marina depende de un examen de sangre. «Es para ver si no tengo anorexia». Todo lo demás va viento en popa. No tiene problemas en la vista. El test de orina para ver si consume drogas ha dado negativo.
Ella sabe lo que es la vida militar desde los 15 años. A esa edad hacía marchas interminables, desfilaba y aguantaba a pie firme bajo el sol. «En Venezuela la instrucción premilitar es una asignatura obligatoria en el bachillerato. Y si no la pasas, repites curso. Pensé en hacerlo allí, pero no podía hacer la carrera militar: es muy fuerte para las mujeres y está politizado». Su formación es una de las pruebas de que es sólo un tópico que los extranjeros en el Ejército están peor preparados. Un estudio de Beatriz Frieyras de Lara titulado Latinoamérica, Fuente de Recursos Humanos para las FFAA españolas dice, citando fuentes de Defensa, que la mitad de los españoles no había terminado la ESO frente a un 81,3% de extranjeros que sí lo habían hecho.
-¿No te han hecho dudar las muertes recientes?
-No. ¿Sabes porqué? En Caracas mueren 44 personas en la calle todos los días. He convivido con la muerte. Que más da allí que en una misión. -dice, endureciendo sus facciones de adolescente.
Calle Pilarica, Usera. Madrid. Zaida Vilma Jiménez Quispe es el perfecto retrato de la viuda de un militar. Hace casi un año, el siete de julio de 2006 exactamente, su marido el peruano Jorge Arnaldo Hernández Seminario murió en Afganistán. Él se convirtió en el primer héroe de la nueva España (Crónica, 559). Como los muertos en el Líbano también era del escuadrón paracaidista (allí el 30% son inmigrantes). Sobre el televisor tiene colgadas las condecoraciones. Es un pequeño altar personal con una mezcla de fotos y diplomas. Sólo faltan las velas. Está haciendo las maletas para partir a su/mi país. Doce meses no le han resultado suficientes para volver a tener ganas de vivir.
«Me despierto y no quiero seguir luchando», dice refugiando su mirada en un retrato. Las llamadas de la prensa se han sucedido en este periodo. «No he contestado porque no sé qué contarles o, mejor dicho, cómo comenzar». Por lo pronto lleva un año esperando la indemnización que por ley le corresponde. «140.000 euros que aún espero (en los casos de grave invalidez son 390.000). Llamo cada dos meses y me dicen que ya saldrá. A veces, quiero dejarlo. Pero pienso en la familia de él (viven en un pobre pueblo de la costa peruana) y cómo les ayudaría ese dinero...». Va a dejar flores en la tumba de su Jorge. A rezarle y prometerle que seguirá. Aunque ella apenas pueda.
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Con información de Ana María Ortiz, Salud Hernández Mora (Neiva, Colombia), Pablo Pardo (EEUU) y Manuel Darriba
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elmundo.es-España/Crónica/02/07/2007

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