TRIBUNA: CARLOS CASTRESANA FERNÁNDEZ
21/07/2007
Secretos de familia
CARLOS CASTRESANA FERNÁNDEZ*
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Según parece, la verdad es un lujo que sólo pueden permitirse las democracias maduras y prósperas. La España de la transición no era lo uno ni lo otro, así que tuvo que conformarse con lo que W. G. Sebald señaló respecto de la Alemania de posguerra: un acuerdo tácito, vinculante por igual para todos, de que el estado material y moral de ruina por el que el país había pasado no debía ser descrito como un secreto de familia.
CARLOS CASTRESANA FERNÁNDEZ*
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Según parece, la verdad es un lujo que sólo pueden permitirse las democracias maduras y prósperas. La España de la transición no era lo uno ni lo otro, así que tuvo que conformarse con lo que W. G. Sebald señaló respecto de la Alemania de posguerra: un acuerdo tácito, vinculante por igual para todos, de que el estado material y moral de ruina por el que el país había pasado no debía ser descrito como un secreto de familia.
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Los años de nuestra transición democrática transcurrieron en permanente estado de necesidad, eligiendo una y otra vez el menor de entre diversos males, hasta culminar el proceso inverosímil que nos devolvió la libertad. Hace mucho tiempo, sin embargo, que aquella situación de emergencia fue superada. La próspera democracia española es hoy lo bastante madura como para permitirse la verdad, pese a que algunos se empeñen en desmentirlo con sus actos y sus palabras.
La llamada ley de memoria histórica, más allá de sus manifiestas carencias, encierra un valor innegable: por primera vez, un gobierno democrático ha roto con el mandato de silencio que en sustancia proviene del testamento político del dictador que quiso dejarlo todo atado y bien atado. La ley no debe liquidar el espíritu de concordia de la transición, pero debe terminar la obra inacabada.
Como no hay razón para seguir guardando secretos que esconden tanto dolor, hagamos un poco de luz. En primer lugar, no es cierto que la situación de las víctimas de la República y las de la dictadura sea comparable. La ley pretende una equidistancia imposible, que difumina precisamente lo que más debería resaltar: la clamorosa desigualdad, hija de la impunidad, que persiste entre las víctimas.
Todos sufrieron una violencia injusta, pero después, unos recibieron mal que bien la reparación que les era debida, mientras que los otros, aparte de ciertas compensaciones administrativas menores, no han recibido nada. Unos fueron honrados y recompensados; los otros siguen confinados en la infamia oficial, cuando no enterrados en las cunetas.
Segunda verdad: todo el mundo sabe lo que hay que hacer, así que no tiene caso perder más tiempo con discusiones bizantinas sobre reparaciones morales, declaraciones legales sin efectos jurídicos y demás sinsentidos. La ley tiene que ofrecer verdad, justicia y reparación; exactamente lo mismo que le estamos reclamando a Uribe para Colombia, lo que patrocinamos para Suráfrica, lo que le hemos impuesto a Serbia.
Los derechos reconocidos a las víctimas han sido enumerados por la Resolución 60/147 de la Asamblea General de las Naciones Unidas de 16 de diciembre de 2005. Se trata de un catálogo exhaustivo que se resume en los dos derechos que deben constituir el núcleo esencial de nuestra ley: el derecho a interponer recursos y el derecho a obtener una reparación. Las víctimas deben tener acceso efectivo a la justicia, ése que viene negándoles tan reiterada como injustificadamente el Tribunal Supremo. Y deben recibir una reparación adecuada, efectiva y rápida del daño sufrido, lo que incluye restitución, indemnización, rehabilitación, satisfacción y garantía de no repetición del abuso.
El proyecto de ley no reconoce el derecho al recurso efectivo, y reduce el derecho a la reparación a un plano declarativo. Contempla la verdad, la justicia y la reparación más como concesiones graciables, y desde luego negociables, que como lo que son: derechos, sujetos al principio de legalidad y no al de oportunidad. No se puede -se nos dice- proceder a una revisión jurídica que supondría una ruptura del ordenamiento constitucional. Tal afirmación, que se ampara en cierta doctrina del Tribunal Constitucional que niega efectos retroactivos a la Constitución de 1978, es errónea.
De nuevo, la discusión es estéril: el reconocimiento de los derechos de las víctimas, tanto en el ordenamiento español como en el internacional, es anterior a la Constitución, y por ello, en nada depende de ésta ni de su aplicación en el tiempo. Los derechos humanos funda
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mentales, y los correlativos deberes de los Estados de respetar y garantizar esos derechos, de prevenir los abusos y, producidos éstos, de restaurar el orden jurídico castigando a los culpables y reparando a las víctimas, provienen directamente del artículo 2 del Pacto de Derechos Civiles y Políticos que la ONU aprobó en 1966, y que España -otro milagro de la transición- ratificó en 1977.
El Pacto entró en vigor para los españoles el 27 de julio de 1977. A partir de esa fecha, nuestro país contrajo con la comunidad internacional el deber de reparar a las víctimas de la dictadura. Ese compromiso no fue afectado por la ley de Amnistía, porque ésta no se aprobó hasta octubre de 1977, y porque ningún país puede invocar su derecho interno para justificar el incumplimiento de un Tratado. Otro secreto desvelado, pues: en lo que suponga denegación del derecho a la verdad, justicia y reparación de las víctimas, la ley de Amnistía es nula, tan nula como la Ley de Punto Final de Argentina.
Menos aún podría ampararse la denegación de derechos a las víctimas en los preceptos de la Constitución, que debe ser interpretada, según ella misma dispone, de conformidad con el Pacto Internacional, y nunca en su contra. Es discutible si procede aplicar retroactivamente o no la Constitución, pero es seguro que no cabe invocarla a posteriori para negar con ella derechos adquiridos antes de su aprobación.
Podemos dejar para el Juicio Final el castigo de los responsables de los crímenes de la guerra civil y de la dictadura, y también reservar la historia para los historiadores, pero no podemos postergar por más tiempo la justicia. Las víctimas son siempre inoportunas porque su mera presencia nos evoca realidades terribles que preferiríamos ignorar. Para hacerles justicia, ningún momento es bueno y cualquiera lo es. Durante la transición hubo razones poderosas que podían justificar la inacción, pero esas razones se han desvanecido.
La cuestión ya no es qué se debe hacer, sino cómo y cuándo hacerlo. El Congreso norteamericano aprobó con cuatro décadas de retraso las reparaciones para los estadounidenses de origen japonés que fueron ilegalmente recluidos en campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. A Francia le tomó más de medio siglo lograr que su presidente pidiera perdón a las víctimas del régimen de Vichy. Y Australia no aprobó hasta 1995 compensaciones para los niños aborígenes separados de sus familias a principios del siglo XX.
Nuestro silencio de hoy ya no es impuesto, como lo fue en la transición. Más bien obedece, como señaló H. M. Enzensberger, también para la Alemania de posguerra, a que hemos hecho de la necesidad virtud y la insensibilidad ha sido la condición de nuestro éxito.
No esperemos noventa años, como los australianos. Hagamos ahora ese esfuerzo que nos da vergüenza y pereza, que nos va a costar ansiedad y algún dinero. Afrontemos la realidad de que procedemos de una historia terrible de caínes, aprendamos, sobre todo los más jóvenes, cuánta sangre, sudor y lágrimas costó traer a España la libertad, y conseguiremos una democracia más fuerte y mucho más decente. Se lo debemos a las víctimas porque es de justicia, y porque es la compensación que merecen por haber hecho posible nuestro milagro de la transición con el sacrificio de su silencio.
Los años de nuestra transición democrática transcurrieron en permanente estado de necesidad, eligiendo una y otra vez el menor de entre diversos males, hasta culminar el proceso inverosímil que nos devolvió la libertad. Hace mucho tiempo, sin embargo, que aquella situación de emergencia fue superada. La próspera democracia española es hoy lo bastante madura como para permitirse la verdad, pese a que algunos se empeñen en desmentirlo con sus actos y sus palabras.
La llamada ley de memoria histórica, más allá de sus manifiestas carencias, encierra un valor innegable: por primera vez, un gobierno democrático ha roto con el mandato de silencio que en sustancia proviene del testamento político del dictador que quiso dejarlo todo atado y bien atado. La ley no debe liquidar el espíritu de concordia de la transición, pero debe terminar la obra inacabada.
Como no hay razón para seguir guardando secretos que esconden tanto dolor, hagamos un poco de luz. En primer lugar, no es cierto que la situación de las víctimas de la República y las de la dictadura sea comparable. La ley pretende una equidistancia imposible, que difumina precisamente lo que más debería resaltar: la clamorosa desigualdad, hija de la impunidad, que persiste entre las víctimas.
Todos sufrieron una violencia injusta, pero después, unos recibieron mal que bien la reparación que les era debida, mientras que los otros, aparte de ciertas compensaciones administrativas menores, no han recibido nada. Unos fueron honrados y recompensados; los otros siguen confinados en la infamia oficial, cuando no enterrados en las cunetas.
Segunda verdad: todo el mundo sabe lo que hay que hacer, así que no tiene caso perder más tiempo con discusiones bizantinas sobre reparaciones morales, declaraciones legales sin efectos jurídicos y demás sinsentidos. La ley tiene que ofrecer verdad, justicia y reparación; exactamente lo mismo que le estamos reclamando a Uribe para Colombia, lo que patrocinamos para Suráfrica, lo que le hemos impuesto a Serbia.
Los derechos reconocidos a las víctimas han sido enumerados por la Resolución 60/147 de la Asamblea General de las Naciones Unidas de 16 de diciembre de 2005. Se trata de un catálogo exhaustivo que se resume en los dos derechos que deben constituir el núcleo esencial de nuestra ley: el derecho a interponer recursos y el derecho a obtener una reparación. Las víctimas deben tener acceso efectivo a la justicia, ése que viene negándoles tan reiterada como injustificadamente el Tribunal Supremo. Y deben recibir una reparación adecuada, efectiva y rápida del daño sufrido, lo que incluye restitución, indemnización, rehabilitación, satisfacción y garantía de no repetición del abuso.
El proyecto de ley no reconoce el derecho al recurso efectivo, y reduce el derecho a la reparación a un plano declarativo. Contempla la verdad, la justicia y la reparación más como concesiones graciables, y desde luego negociables, que como lo que son: derechos, sujetos al principio de legalidad y no al de oportunidad. No se puede -se nos dice- proceder a una revisión jurídica que supondría una ruptura del ordenamiento constitucional. Tal afirmación, que se ampara en cierta doctrina del Tribunal Constitucional que niega efectos retroactivos a la Constitución de 1978, es errónea.
De nuevo, la discusión es estéril: el reconocimiento de los derechos de las víctimas, tanto en el ordenamiento español como en el internacional, es anterior a la Constitución, y por ello, en nada depende de ésta ni de su aplicación en el tiempo. Los derechos humanos funda
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mentales, y los correlativos deberes de los Estados de respetar y garantizar esos derechos, de prevenir los abusos y, producidos éstos, de restaurar el orden jurídico castigando a los culpables y reparando a las víctimas, provienen directamente del artículo 2 del Pacto de Derechos Civiles y Políticos que la ONU aprobó en 1966, y que España -otro milagro de la transición- ratificó en 1977.
El Pacto entró en vigor para los españoles el 27 de julio de 1977. A partir de esa fecha, nuestro país contrajo con la comunidad internacional el deber de reparar a las víctimas de la dictadura. Ese compromiso no fue afectado por la ley de Amnistía, porque ésta no se aprobó hasta octubre de 1977, y porque ningún país puede invocar su derecho interno para justificar el incumplimiento de un Tratado. Otro secreto desvelado, pues: en lo que suponga denegación del derecho a la verdad, justicia y reparación de las víctimas, la ley de Amnistía es nula, tan nula como la Ley de Punto Final de Argentina.
Menos aún podría ampararse la denegación de derechos a las víctimas en los preceptos de la Constitución, que debe ser interpretada, según ella misma dispone, de conformidad con el Pacto Internacional, y nunca en su contra. Es discutible si procede aplicar retroactivamente o no la Constitución, pero es seguro que no cabe invocarla a posteriori para negar con ella derechos adquiridos antes de su aprobación.
Podemos dejar para el Juicio Final el castigo de los responsables de los crímenes de la guerra civil y de la dictadura, y también reservar la historia para los historiadores, pero no podemos postergar por más tiempo la justicia. Las víctimas son siempre inoportunas porque su mera presencia nos evoca realidades terribles que preferiríamos ignorar. Para hacerles justicia, ningún momento es bueno y cualquiera lo es. Durante la transición hubo razones poderosas que podían justificar la inacción, pero esas razones se han desvanecido.
La cuestión ya no es qué se debe hacer, sino cómo y cuándo hacerlo. El Congreso norteamericano aprobó con cuatro décadas de retraso las reparaciones para los estadounidenses de origen japonés que fueron ilegalmente recluidos en campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. A Francia le tomó más de medio siglo lograr que su presidente pidiera perdón a las víctimas del régimen de Vichy. Y Australia no aprobó hasta 1995 compensaciones para los niños aborígenes separados de sus familias a principios del siglo XX.
Nuestro silencio de hoy ya no es impuesto, como lo fue en la transición. Más bien obedece, como señaló H. M. Enzensberger, también para la Alemania de posguerra, a que hemos hecho de la necesidad virtud y la insensibilidad ha sido la condición de nuestro éxito.
No esperemos noventa años, como los australianos. Hagamos ahora ese esfuerzo que nos da vergüenza y pereza, que nos va a costar ansiedad y algún dinero. Afrontemos la realidad de que procedemos de una historia terrible de caínes, aprendamos, sobre todo los más jóvenes, cuánta sangre, sudor y lágrimas costó traer a España la libertad, y conseguiremos una democracia más fuerte y mucho más decente. Se lo debemos a las víctimas porque es de justicia, y porque es la compensación que merecen por haber hecho posible nuestro milagro de la transición con el sacrificio de su silencio.
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*Carlos Castresana Fernández es fiscal de la Fiscalía del Tribunal Supremo.
*Carlos Castresana Fernández es fiscal de la Fiscalía del Tribunal Supremo.
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