18/9/07

La UE y la aversión al poder constituyente

Gerardo Pisarello
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Tras el rechazo popular al Tratado constitucional en Francia y Holanda, los gobiernos europeos y las instituciones comunitarias anunciaron con gravedad la necesidad de abrir un “período de reflexión” que pudiera alumbrar un “Plan B” para la Unión. Los comunicados oficiales se prodigaron en llamados al debate y a la profundización democrática. Sin embargo, la ausencia de una iniciativa unitaria por parte de la oposición de izquierdas al Tratado constitucional permitió a las élites europeas digerir el golpe y asumir una estrategia dilatoria, de bajo perfil, mientras se aclaraba el horizonte político de la Unión.
La Declaración de Berlín, emitida en ocasión del 50 aniversario del Tratado de Roma, resultó un episodio anodino, de escaso interés mediático y nulo interés social. Su contenido, vaporoso, dejó traslucir una serie de compromisos retóricos pensados para ganar tiempo pero sin directrices claras de actuación.
La pasividad, en todo caso, duró poco. Despejadas algunas incógnitas políticas con el ascenso de la derecha alemana y francesa, y resuelta la cuestión sucesoria en el Reino Unido, la apuesta por una integración tecnocrática y neoliberal volvió a mostrar las garras. Aunque pasadas, esta vez, por una delicada tarea de manicura.
La coalición entre democristianos y socialistas encabezada por la canciller Angela Merkel fue la primera en indicar el camino. Si se quería salvar el proyecto de integración, había que renunciar al ropaje constitucional. Abandonar el término “Constitución” suponía una pérdida de legitimidad simbólica. Pero era el precio que había que pagar si se quería prescindir de un lastre aún más incómodo: la necesidad de consultar al “poder constituyente”, a los imprevisibles pueblos de Europa.
Tras la experiencia francesa y holandesa, lo mejor era negociar un Tratado breve que permitiera cumplir varios objetivos a la vez. El primero, facilitar la capacidad de maniobra institucional de una Unión ampliada, manteniendo, eso sí, la filosofía de fondo de los Tratados existentes. El segundo, no excitar el humor de los gobiernos más reticentes. El tercero, salvar, si se podía, los elementos más simpáticos del Tratado constitucional.
El instrumento para dar cuenta de este cometido fue pergeñado en el Consejo europeo de Bruselas de junio de 2007. Se propuso que un nuevo Tratado, denominado Tratado de reforma, enmendara los ya existentes para dar a la Unión la eficacia que la coyuntura reclamaba. El Tratado de reforma incorporaría, con modificaciones, algunas innovaciones recogidas en el Tratado constitucional. Asimismo, se impulsarían algunos cambios nominales: el Tratado de la Unión Europea –esto es, el Tratado de Maastricht con sus posteriores modificaciones– mantendría su denominación tradicional. El Tratado de la Comunidad Europea, en cambio, pasaría a llamarse Tratado sobre el funcionamiento de la Unión.
Uno de los objetivos centrales del Tratado de reforma fue hacer explícito el abandono de toda pretensión constitucional. Para ello se propuso despojar públicamente a los Tratados de todos los galones que pudieran sugerir la existencia de algo más que un conjunto de tratados. Se descartaron la bandera, el himno, la divisa de la Unión y, por supuesto, la propia expresión “Constitución” o “constitucional”. Las pretenciosas “leyes” y “leyes marco” europeas, que podrían evocar la existencia de un auténtico Parlamento democrático, con competencias suficientes, recuperaban sus modestos atuendos de “directivas”, “reglamentos” y “decisiones”. El Ministro de Relaciones Exteriores de la Unión, aparecía reducido a simple “Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y de Política de Seguridad”. La consagración solemne de la “primacía de la Constitución europea”, era reconducida a simple “primacía de los Tratados”, de acuerdo a lo establecido por la jurisprudencia del Tribunal de Justicia.
Nicolás Sarkozy captó muy bien la operación cosmética y decidió imprimirle su sello particular. En un ejercicio populista tan sagaz como desacomplejado, propuso camuflar en el Tratado de reforma las cuestiones más contestadas por la opinión pública francesa, sobre todo desde el punto de vista socio-económico. No se trataba de abandonarlas, sino de hacerlas menos visibles, conservándolas en los Tratados vigentes o disimulándolas en la letra pequeña de nuevas Declaraciones y Protocolos. El propio principio de primacía del Derecho de la Unión era un buen ejemplo de lo que había que hacer: no constaría en el texto del Tratado, pero permanecería entre bastidores, en una Declaración anexa pero, en definitiva, igualmente vinculante.
Así, la representación francesa puso especial énfasis en que la consecución de una “economía libre y no falseada” dejara de ser un objetivo específico de la Unión. En su lugar, se proponía dejar sentado, sencillamente, que “la Unión establecerá un mercado interno”. La expresión, un tanto sibilina, recuperaba sentido en un Protocolo específico sobre mercado interno y competencia, agregado al Tratado de Reforma. Allí se aclaraba que dicho mercado interno incluía... “un sistema que asegure una competencia no falseada”!!. Es más, la Unión podría valerse de competencias implícitas –esto es, de competencias no conferidas de modo explícito por los Estados miembros–, para desarrollar este principio, algo que resultaría de todo punto inaceptable tratándose, por ejemplo, de políticas sociales.
Un segundo punto en el que Sarkozy se empeñó a fondo fue el de los llamados Servicios de Interés Económico General (SIEG). La decisión no carece de sentido. La creciente privatización de servicios públicos, realizada en nombre de la libertad de circulación, y la erosión de los derechos laborales en los nuevos espacios privatizados, ha sido una de las cuestiones en las que con mayor claridad ha podido constatarse el impacto del proceso de integración en la vida cotidiana de los habitantes de Europa. No es casual, de hecho, que la crítica social y sindical a la Directiva Bolkenstein haya ocupado un papel central en la impugnación más global del Tratado constitucional y de la propia Unión Europea.
Pues bien, a instancias, sobre todo, de los ejecutivos francés y holandés, en la Cumbre de Bruselas se propuso que el Tratado de reforma incorporara un Protocolo con cuatro finalidades básicas. Por un lado, que se reconociera “el papel central y la amplia discrecionalidad de las autoridades nacionales, regionales y locales en la provisión, encomienda y organización de SIEG, tan próximos como fuera posible a las necesidades de los usuarios”. En segundo término, que se admitiera “la diversidad entre los diferentes tipos de SIEG, así como las diferencias entre necesidades y preferencias de los usuarios que pudieran resultar de las diferentes situaciones geográficas, sociales y culturales”. En tercer lugar, que se impulsara un “elevado nivel de calidad, seguridad, accesibilidad, igual trato”, además de la promoción de acceso universal y de derechos para los usuarios. Finalmente, el Protocolo estipularía que las disposiciones del Tratado no afectan de ningún modo las competencias de los Estados miembros para proporcionar, encomendar y organizar servicios no económicos de interés general.
Una vez hecho público el contenido del Tratado de reforma, esta nueva proposición fue ignorada tanto por los defensores como por los críticos del Tratado constitucional. Por los primeros, para reforzar su argumento de que el Tratado de reforma no introducía ningún progreso respecto de un casi inmejorable Tratado constitucional. Por los segundos, para reafirmarse en un “más de lo mismo” que, aunque posiblemente cierto en términos generales, impedía matizar algunos puntos nada desdeñables.
El Protocolo sobre SIEG, en efecto, podría ser perfectamente asumido por la mayoría de partidos socialdemócratas europeos. Y algunos estándares que consagra, como el elevado nivel de calidad, la seguridad, la accesibilidad, la no discriminación entre usuarios y la promoción de acceso universal formarían parte, seguramente, de cualquier proyecto alternativo al modelo neoliberal que, en materia de servicios públicos, propugna la Unión Europea. El problema con el Tratado de Reforma, al igual que ocurría con algunos preceptos del Tratado constitucional, es que estas supuestas innovaciones garantistas se disuelven en un sistema normativo que continúa apostando de manera ostensible por la libre circulación de servicios y que restringe de manera notable la posibilidad de ayudas estatales a las empresas.
La propuesta de Protocolo sobre SIEG, en todo caso, refleja al menos dos cuestiones que merecen atención. La primera es el moderado impacto del no francés y holandés en el proceso de integración. Así, se vuelve necesario introducir, al menos en el plano simbólico, restricciones al discurso crecientemente privatizador mantenido hasta ahora. El paso, en los últimos dos años, de una Directiva Bolkenstein radicalmente liberalizadora a una Directiva light y todavía sin aprobar definitivamente, sería una operación ligada a un proceso similar. La segunda cuestión es la seriedad con la que habría que tomarse algunos proyectos populistas de derechas como el de Sarkozy. Con más reflejos que las propias dirigencias socialdemócratas, cómodamente instaladas en los dogmas del social-liberalismo, Sarkozy se ha mostrado capaz de dirigir dardos retóricos audaces contra el rígido Pacto de Estabilidad, la falta de controles del Banco Central Europeo o la erosión frontal de los servicios públicos, todas ellas cuestiones sobre las que la izquierda institucional guarda una posición meliflua cuando no abiertamente pasiva. Al mismo tiempo, sin embargo, ha emprendido un inequívoco ataque contra los derechos sindicales de los trabajadores, exhibiendo sin reservas sus vínculos de afinidad con el jefe de la patronal francesa.
El mandato dirigido a la presidencia portuguesa, en definitiva, ha sido claro. Antes de que tengan lugar las elecciones al Parlamento europeo de 2009, deberá redactarse un mini-Tratado de reforma que, sumado a la intrincada maraña de Tratados ya existentes, permita a las élites europeas maniobrar institucionalmente en una Unión ampliada. Todo ello sin veleidades constitucionales. Es decir, retomando el moderado secretismo de las Conferencias Intergubernamentales y abandonado, sobre todo, cualquier tentación refrendaria que pueda arrojar resultados imprevistos o sencillamente indeseables.
Algunos partidarios –críticos y no tan críticos– del Tratado constitucional de 2004 han intentado presentar la nueva operación como una “contrarreforma” pergeñada por los sectores más conservadores de la Unión. De lo que se trataría, por consiguiente, es de salvar en ella las “mejores conquistas” del Tratado constitucional, amenazadas por el chauvinismo anti-europeísta del Este y del Norte, sin otorgar a la cuestión de los refrenda una importancia que no merecerían.
En el caso español, esta ha sido la posición sostenida en su habitual bombardeo de artículos de prensa y cartas al Director por el inefable trío integrado por Diego López Garrido, Carlos Carnero y Enrique Barón. Convertidos en referencia “progresista respetable” del euro-entusiasmo, estos defensores críticos del Tratado de reforma pueden considerarse a la vez ex-defensores críticos del Tratado constitucional y, a no dudarlo, futuros defensores, siempre "críticos", de cualquier Tratado que permita a la Unión Europea seguir en pie, de la manera y al precio que sea.
Ocurre, sin embargo, que esta lectura concede demasiado al Tratado constitucional. Hablar de contrarreforma supone otorgar al Tratado de Roma de 2004 unas credenciales reformistas que es difícil conceder. Ciertamente, muchos de los puntos incluidos en el nuevo acuerdo podrían considerarse retrocesos objetivos en relación con el Tratado constitucional. La incorporación al Preámbulo de las “raíces religiosas” de Europa, o la introducción de salvaguardas “morales” a la Carta de derechos de la Unión Europea, ha sido una exigencia en la que los gemelos Kaczynsy pusieron a prueba su poder negociador. Las "líneas rojas" planteadas por el Reino Unido a cualquier avance en materia de armonización social profundizan aún más la decepción generada por los tímidos avances previstos en el Tratado Constitucional. Es más, si éste último resultaba innecesariamente extenso y alambicado, el nuevo Tratado de reforma no hará sino aumentar el caos. Y es que, dejando de lado sus propios puntos oscuros, se integrará en una selva de Tratados, Directivas, Reglamentos y Decisiones a duras penas discernibles para aquellos expertos que cuentan con habitación pagada, con vistas a la Comisión, durante varios meses del año.
Ninguno de estos retrocesos objetivos, en cualquier caso, supone la automática conversión retrospectiva del Tratado Constitucional de 2004 en una “reforma avanzada”. Más que un intento de dar un salto social y democrático cualitativo en la historia del proceso de integración, el Tratado constitucional fue un intento de “blindar” en términos constitucionales las grandes líneas políticas y económicas del mismo, al menos desde el Acta Única. Con el nuevo escenario, la apelación formal a una Constitución desaparecerá, al menos por un tiempo, sobre todo para desactivar las exigencias de consultas y elecciones “constituyentes”, por parte de las opiniones públicas involucradas. Pero la Constitución material, las relaciones de poder económico, político y jurídico trabadas entre las élites comunitarias y estatales, y entre éstas y los grandes poderes privados que giran a su alrededor, permanecerán prácticamente intactas.
Para evitar una operación demasiado brusca, se proclamarán por enésima vez las bondades de la lánguida Carta de derechos fundamentales. Sin embargo, la Carta, aun sin estar incorporada a los Tratados, ya ha venido siendo aplicada e invocada por diferentes tribunales estatales, con resultados más bien pobres. La razón es bien sencilla: la Carta de Niza, como sus propios impulsores no se cansan de repetir, nunca fue pensada como un instrumento dirigido a innovar en materia de controles y límites a los poderes burocráticos y privados que actúan en la Unión. Su objetivo era simplemente “hacer visibles” los derechos ya reconocidos en la jurisprudencia del Tribunal de Justicia, así como en el Derecho originario y derivado. Dicho reconocimiento, por su parte, quedaba supeditado a dos límites claros: que no sirviera para ampliar las competencias de la Unión, por ejemplo, en materia de política social, y que no erosionara el carácter fundamental de los derechos patrimoniales y de la libre circulación de capitales, mercancías y servicios. Es verdad que algunos países como el Reino Unido han visto en los tímidos derechos sociales recogidos en la Carta una amenaza al ejercicio de sus propias competencias en la materia. Pero esta actitud no hace que la Carta deje de ser una suerte de incrustación en el conjunto de los Tratados, sometida en todos sus extremos a las opciones políticas y económicas de fondo que dominan el proceso de integración.
Junto al argumento de la Carta, los defensores –críticos o no– del nuevo Tratado sostendrán que todo podría haber sido peor. Que pese a los retrocesos, el actual mundo de la Unión Europea es el mejor de los posibles. Sus argumentos son conocidos por mediático-insistentes: la introducción de tal o cual competencia del Parlamento europeo (que sin embargo no perderá su posición subalterna en el conjunto del diseño institucional); la incorporación del derecho de iniciativa popular (que en realidad es un simple derecho de petición, en buena medida disponible en las condiciones actuales); la necesidad de mantener la unidad democrática frente a la amenaza de los gemelos Kaczynsky (que debe verse, también, como la reacción nacional-populista a una ampliación realizada de manera lamentable y sin reparar en la destrucción del tejido social y productivo de sociedades enteras).
La idea de que, a pesar de todo, el Tratado de reforma comporta un avance, supone desconocer que, aunque no sea bajo la forma de Constitución, sino mediante una simple recomposición de Tratados, el techo ideológico del proceso de integración se mantiene inalterado. Se deja prácticamente intacta la opacidad tecnocrática y el poder casi incontrolado de los ejecutivos estatales; se refuerza un modelo privatizador que ha contribuido a debilitar el papel de los servicios públicos y a precarizar el mundo laboral; se asume una política de defensa ligada a la centralidad de la OTAN y al constante “mejoramiento de las capacidades militares” por parte de los Estados miembros; se impulsa un proyecto productivista caracterizado por una proyección neocolonial en la escena internacional y por una creciente dependencia energética de países como la Rusia de Putin; se refuerza una política migratoria basada en la explotación de los trabajadores migrantes pobres y en el blindaje selectivo de las fronteras. Todo ello, sin que la capacidad fiscal y presupuestaria de la Unión haya mejorado un ápice y sin que se hayan adoptado medidas efectivas para lograr una armonización social y ecológica al alza.
Muchos de los elementos que se incorporarán al Tratado de reforma están, en realidad, en el origen del déficit de legitimidad democrática y social de la Unión. Ese déficit, precisamente, fue el que obligó a las élites europeas a sacarse de la manga un proyecto con vocación constitucional que sirviera para recuperar el carisma perdido. Tras el cimbronazo de los refrenda en Francia y Holanda, se tomó conciencia de que el nuevo juguete podía volverse contra sus inventores. Y entonces se desenfundó la idea de un Tratado a secas.
Pero el nuevo mini-Tratado, que se incorporará al maxi-engorro de los Tratados ya vigentes, es una salida en falso, por arriba, insostenible en el mediano y no tan largo plazo. Quedará por ver cuál es la respuesta desde abajo. Los defensores del nuevo acuerdo, muchos de ellos partidarios también del Tratado constitucional, han dejado clara su oposición a la celebración de cualquier referéndum. En Alemania, el gobierno ha recordado que la Ley Fundamental de Bonn no contempla esta figura. No ha dicho, sin embargo, que de haber voluntad política, bien podría procederse a una reforma constitucional, un mecanismo utilizado en numerosas ocasiones a lo largo del siglo pasado. En Francia, por su parte, Sarkozy ha sostenido que los retoques introducidos en el acuerdo, así como las diferentes Declaraciones y Protocolos anexados al mismo, constituyen una interpretación fiel del sentimiento expresado por el pueblo francés en el referéndum de 2005, lo que justificaría ahorrarse una nueva consulta. En el caso español, finalmente, la mayoría de partidarios del Tratado constitucional ha derramado sentidas lágrimas de cocodrilo por el antiguo proyecto, para acto seguido reconocer en el nuevo una continuidad fundamental con el ya enterrado. Lo que fuera, en todo caso, para evitar un recurso a las urnas en el que el gobierno debería emplearse a fondo para superar el magro 40% de participación experimentado en la consulta de 2005 sobre el Tratado constitucional.
En el campo de la izquierda no socialista, la mayoría de los verdes –incluido el diputado europeo de Iniciativa per Catalunya– se manifestó a favor de un referéndum único, celebrado de manera simultánea en todos los países de la Unión. La izquierda unitaria europea, en cambio, se ha mostrado partidaria de diferentes referenda en los distintos Estados miembros. La cuestión es discutible, y revela diferentes estrategias “deconstituyentes” de la Unión realmente existente y “constituyentes” de una opción alternativa. Por ahora, sin embargo, ambas tienen en común la defensa irrenunciable por la consulta popular, tanto en caso de nuevo Tratado, como si lo que se propone es una nueva Constitución.
Esta bandera democrática, como la que reivindica el derecho de voto para todos los residentes europeos, y no sólo para sus ciudadanos, puede convertirse en símbolo de resistencia frente a una idea de Europa construida al margen de sus propios habitantes. Esa resistencia, más que como simplemente alter-europeísta, debe verse, quizás, como una resistencia internacionalista, enemiga tanto del repliegue nacional-chauvinista como de la deriva burocrática, militarista y mercantilista de la Unión.
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*Gerardo Pisarello es profesor de Derecho Constitucional en la Facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona.
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sinpermiso/18/09/2007

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