15/4/07

España: Las sangres de Miguel



MIGUEL HERNANDEZ


ARGENPRESS.info/13/04/2007
Reinaldo Spitaletta (especial para ARGENPRESS.info)

Qué importancia tendrá recordar a un poeta muerto. Tal vez ninguna. O tal vez toda. Qué tiempos estos en que hablar, por ejemplo, de un poeta puede ser considerado una evasión. O un peligro. Para qué hablar, por ejemplo, de las heridas, de la sangre que llueve siempre boca arriba, hacia el cielo…

Se han cumplido recientemente 65 años de la muerte de un poeta militante de la libertad, de la condición humana, de esa misma, como por estos lares, tantas veces ultrajada. Era un perito en lunas, un autodidacta, formado a punta de lecturas de autores del Siglo de Oro español, de San Juan de la Cruz, de Verlaine y Virgilio.

Era un pastor y ordeñador de cabras en su Orihuela natal, donde murió su amigo Ramón Sijé, con quien tanto quería y al cual dedicó su Elegía, esa misma que despertó el “difícil entusiasmo” de Juan Ramón Jiménez. Ese poeta de corta vida (murió a los 31 años) y verso eterno es el preciso para leer en tiempos de guerra, como los que vivimos.

Miguel Hernández, arraigado en el pueblo, con su olor a leche, apenas con estudios primarios, se fue convirtiendo en un emblema español y va a ser durante la Guerra Civil un poeta comprometido. ¿Con qué? Con la poesía, que era su razón de vida, pero también con la causa republicana. Iluminado al principio por Neruda y Vicente Alexaindre, toma un nuevo hálito. Son los vientos del pueblo que lo arrastran.

Su obra se erige en testimonio de días difíciles, en denuncia, en sonoro instrumento de combate. No se queda en ninguna torre de marfil. Va al frente, como voluntario. Siente que además de la palabra es útil otro tipo de participación en la defensa de la causa popular, de la democracia. Escribe sobre toros, pero también sobre otras sangres: “De sangre en sangre vengo/ como el mar de ola en ola…”.

El poeta da cuenta de su tragedia personal y de la del pueblo español. Su hijo muerto, que solo comía pan y cebolla, le inspira una desgarradora nana: “La cebolla es escarcha/cerrada y pobre:/ escarcha de tus días/ y de mis noches./ Hambre y cebolla,/ hielo negro y escarcha/ grande y redonda”. Después, en medio de dolores y enfermedad, llegaría su peregrinación por las cárceles, de las que sale para volver a ellas, sometido a la inquisición franquista. “Un hombre aguarda dentro de un pozo sin remedio,/ tenso, conmocionado, con la oreja aplicada./ Porque un pueblo ha gritado ¡libertad!, vuela el cielo./ Y las cárceles vuelan”.

Todavía sangra Miguel. Y su poesía. Se podría decir, como lo recomendaba un maestro alemán, que él escribió con sangre, con la suya, con la de sus parientes, con la de su pueblo, objeto de vejámenes. Ese cantor del vientre, cantando esperó la muerte porque sabía que hay ruiseñores que cantan encima de los fusiles y en medio de las batallas.

Ningún barrote impidió su canción. Ni siquiera la tuberculosis desafinó su palabra. Murió en prisión, mas su poesía vuela hoy por los diversos cielos del mundo, algunos de ellos ensangrentados. Su obra, más que un consuelo ante la pena, es una exhortación a la vida. Arbol talado que retoña. Ese es Miguel, que también se llamaba barro. Y el barro también se subleva.

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