7/8/07

El pérfido aliado británico

EL DUQUE de Wellington dirigió a las tropas inglesas que apoyaron a los militares españoles en la Guerra de la Independencia. Sus éxitos en el campo de batalla contrastaban con el desprecio que sentía por los soldados locales
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ANTONIO BERNABÉU
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Pongamos que Arthur Wellesley nació en la mansión familiar de Dublín, el 1 de mayo de 1769, porque no existe acuerdo sobre el hecho. Y si este acceso al mundo vino a ocurrir de una forma discreta, en no menos penumbra transcurrió su niñez; sin presagios felices, ni talento especial, ni afición literaria, ni gusto por lo artístico (rascaba el violín). Se centró en lo más inmediato y adoró lo evidente. Esta carencia de virtudes, digamos biográficas, fue llevada hasta el límite, y allí constituyó una forma de genio; la epifanía del sentido común, del trabajo incesante, de la fe inquebrantable. Pudo, de este modo, llegar a los campos de Waterloo para derrotar, finalmente, al genio teatral del emperador Bonaparte.
Asistió a clase en Eton, donde no aprendió nada, ni siquiera latín, cosa que le impidió ingresar, como segundón de una familia ilustre, en el mundo eclesiástico. La alternativa fue acudir, en 1785, a la academia militar de Angers. En 1796 obtiene su primer destino de importancia, en la India, donde llegó a ser comandante militar de Seringapatán y peleó contra los rebeldes de la Confederación Mahratta. Cuajó su sobriedad y su disciplina castrense, al tiempo que se familiarizaba con el nombre emergente de Napoleón Bonaparte, porque este joven general había encabezado una expedición contra Egipto, con un claro propósito: «El dueño de Egipto acabará siendo dueño de la India».
Sir Arthur. Wellesley volvió a Inglaterra, en 1805, convertido en un héroe, ciertamente menor aunque depositario de la consideración y el respeto que le manifestaba Pitt: «Sir Arthur Wellesley es distinto de todos los demás militares con los que yo he hablado. Nunca pone una dificultad, ni esconde su ignorancia detrás de vagas generalidades».
El conde de Toreno llegó a Londres, como delegado de la Junta de Asturias, el 4 de junio de 1808 en demanda de ayuda. La respuesta fue pronta, porque el día 14, del mismo mes y año, tuvo lugar el nombramiento del general Sir Arthur Wellesley como jefe de las fuerzas expedicionarias en Portugal y España, un conjunto de, aproximadamente, 10.000 hombres.
Los soldados británicos, o señores soldados como se les denominaba, no diferían de los que militaban en otros ejércitos de la Europa de entonces; procedentes de las levas forzosas componían una escoria social ávida de ginebra. Pero la disciplina que les impusieron la habilidad de sir John Moore y el carácter de Wellesley transformaron aquella masa informe en un arma eficiente. Y hay que añadir que, junto a este rigor, convergían el orden minucioso, la calculada previsión y el sentido estratégico que adornaban a Wellesley. Lo esencial de este último fue la disposición en línea de la fusilería, la delgada línea roja, con una poderosa capacidad de fuego, mientras que los franceses, formados en columna, dejaban inactivos dos tercios de fusiles.
Sin suministros. La presencia británica en España resultó decisiva para el final de la guerra. Sobre todo en cuanto que supuso una aportación material imprescindible para su desarrollo; equipos, uniformes, armamento y subsidios. Desde el punto de vista militar fue un apoyo importante para un Ejército español muy desorganizado, con una caballería apenas existente y, sobre todo, falto de suministros. Pero su acción directa no llegó a convertirse en algo sustancial hasta pasado 1811. En esa fecha, con las batallas de Ciudad Rodrigo, Salamanca y Vitoria se abre una perspectiva de encumbramiento inglés y de triunfo final, ayudada por la reducción de recursos que hace Napoleón para abordar la campaña de Rusia.
Decía Disraeli que Wellesley no entendió nunca a sus paisanos, a diferencia de Napoleón que sí entendió a su pueblo, pero los ingleses reconocieron sin reserva su trabajo en España; fue nombrado vizconde, conde y hasta marqués de Wellington. Más tarde se constituyó como El Duque, sin confusión ni dudas. Y, habrá que deducir que si no comprendía a los suyos, ¿cómo podía comprender a los nuestros?
No es que el duque de Wellington fuera un ser engreído, es que tendía a vernos por encima del hombro, y esta visión la compartía con otros compatriotas. «Si nuestro Ejército estuviera en país enemigo -se queja sir John Moore- no lo dejarían tan solo, a la buena de Dios». Wellington decía de nosotros: «Los españoles gritan ¡viva! y juran que mi madre es una santa y que nos quieren mucho y que odian a los franceses, pero son en general los individuos más incapaces del mundo para hacer un esfuerzo; los más presumidos e ignorantes... Parece, a veces, que están todos borrachos y piensan y hablan de una España que no existe». Esa España existía, pero, curiosamente, no le gustaba a Wellington; era un país que aspiraba a vivir, en determinados sectores, dentro del constitucionalismo liberal. Tema fuerte, el de Cádiz, para los criterios del Duque, el político más retrógrado de su tiempo, después de Disraeli.
Los casacas. Wellington despreciaba, por encima de todo, al Ejército regular español. Según él, «los oficiales no hicieron nunca lo que debían, excepto huir». Y esta opinión se ha visto prolongada por un sector de la historiografía inglesa, cuyo último eslabón, Charles J. Esdaile, piensa que bien poco faltó para que los casacas, solos, ganaran esta guerra. La verdad es que Esdaile delira cuando emite juicios.
Por otra parte, la actitud española frente al aliado británico también fue reticente. No nos gustaban las interferencias, como dijo Wellington. Observación que, más tarde, citará Anthony Eden para, en 1936, justificar el no intervencionismo.
A la vejez, política. El Duque regresó a Inglaterra en 1819, cumplidos los 50. Se coronaba con los oropeles de Waterloo y la restauración del viejo orden en el alegre Congreso de Viena.
Arrastraba también para su residencia de Apsley House trofeos de la guerra. Bastantes de ellos provenían de las colecciones reales españolas, concretamente del equipaje que había capturado a José, tras vencerle en Vitoria. Fueron 165 cuadros, entre ellos obras de Tiziano, Correggio, Wateau, Murillo, Velázquez, Caravaggio, Poussin, Rafael, Bruegel, Rubens, Durero, Van Dyke y Leonardo. Lo grave no es que se lo llevara, sino que el rey Fernando le estuvo agradecido: «Su Majestad, movido por su delicadeza, no desea privarle de lo que ha llegado a su poder por medios tan justos como honorables».
En fin, que desde este confort se puso a hacer política. Y, aunque fuera mejor no recordarlo, como ministro compartió la responsabilidad de unas leyes que dejaban inane el Habeas Corpus, encarecían los periódicos y prohibían las reuniones. Y como jefe del Gobierno, 1828-1830, tampoco llegó al lucimiento. Nunca abordó las políticas reformistas que todos deseaban y se aferró a una actitud casi dictatorial. «Creo -resumía su actividad al frente de Inglaterra- que el país está en su sitio otra vez».
El 14 de septiembre de 1852 murió en su residencia de Walmer. Llevaron su cadáver a Londres y expusieron el féretro en el salón de Chelsea. La reina Victoria y unas 200.000 personas desfilaron ante él rindiéndole homenaje.
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elmundo.es-España/07/08/2007

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