30 años de reforma electoral: ¿persistencia o ineptitud?
12/09/2007
Opinión
Marco Rascón
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Si se hablara de “transición política”, México ha vivido ya la más larga y aún no se avizora un destino, lo que convierte al reformismo mexicano en una postura crónica que, por una parte, nos haría presentarnos como la nación más dinámica, pero, por otra, como la más incapaz para consolidar los cambios en leyes e instituciones.
En nuestro país cada reforma tiene una vida de tres años: la llegada de nuevos diputados y gobernantes que hacen de sus violaciones para llegar al poder una nueva reforma para legitimarse. Las violaciones son las que preceden cada reforma.
Iniciada con la llamada “reforma política” de 1977, impulsada por Jesús Reyes Heroles, cada legislatura ha tenido la tentación de hacer “la gran reforma política y electoral”, misma que ha terminado siendo un parche adecuado para ajustar la ley a la realidad inmediata.
En esa primera etapa se legalizó el registro del Partido Comunista Mexicano (PCM) y se aumentó el número de diputados: de 300 a 500, con 200 electos por la vía de los partidos, bajo las listas plurinominales. En aquellos tiempos el debate en la izquierda era el impulso de la democratización ganando espacios en el Congreso; otro sector de la izquierda planteaba que había que cambiar la correlación de fuerzas desde la sociedad, destruyendo el viejo sistema corporativo y clientelar, base de la hegemonía del partido de Estado, es decir, el PRI.
Ya desde ese entonces –principios de los años 80–, se trataba de acompañar la reforma electoral con una reforma a los medios de comunicación. Aquella etapa concluyó que no se “había encontrado la cuadratura del círculo”, pues la “libertad de expresión” como derecho de la sociedad no era el mismo derecho de libertad de expresión que reclamaban los propietarios de radio y televisión.
1988 amplió no sólo el radio de las reformas que el país necesitaba, sino que hizo crecer también a los sectores que reclamaban la democratización por la vía de las reformas a las leyes. Del sismo de 1985 nació la Asamblea de Representantes del Distrito Federal, hoy Asamblea Legislativa, y bajo la presión popular y ciudadana en la década de los 90, que demandó el estado 32, nació la reforma para la creación del Gobierno del Distrito Federal y la primera elección en 1997.
En cada etapa, los propietarios de medios de comunicación no sólo no perdieron poder, sino que lo consolidaron aumentando el número de concesiones de radio y televisión en su favor.
Por otro lado, en cada reforma el PRI fue perdiendo poder y terreno en su control monolítico; cada vez que aumentó la fuerza electoral de la oposición posibilitó el recurso para las reformas que surgieron como parte de un proceso lento y gradual, que han tenido como virtud cambiar, pero como defecto la construcción de una nueva realidad político-jurídica hecha a base de parches, no de un concepto general de reforma.
En nuestros días la realidad política se fragmentó, la correlación de fuerzas se polarizó, los perdedores no perdieron y los ganadores sucumbieron a la visión decadente del viejo régimen, que desde la tercera posición sube sobre las torpezas e inconsecuencias de los que tienen mayoría y no la ejercen.
En este proceso la política perdió la capacidad no sólo de gobernar, sino de reformar, y terminó subordinada al poder de los medios de comunicación, que de peleles del poder se convirtieron en el factor que dicta la agenda del debate nacional y el contenido de la información que deben seguir tanto ciudadanos como gobiernos.
El otrora llamado “cuarto poder” se convirtió así en el poder que domina las decisiones y resoluciones de los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial, convirtiendo a los candidatos presidenciales y a los partidos en sus abyectos para aprobarles por unanimidad la ley Televisa y pagarles en espots casi dos terceras partes de sus ingresos por prerrogativas.
Hoy, a 30 años de la reforma reyesheroliana, ésta acabó en deforma, pues la vieja oligarquía dejó de respaldarse en el partido de Estado para conservar sus intereses, y hoy se apoya en los medios de comunicación electrónica, particularmente en Televisa y Tv Azteca. En ese mismo camino, la izquierda, impulsora del cambio democrático, cambió sus objetivos por ganar el poder y ahora es la principal fuerza política que defiende las prácticas corporativas y clientelares. El PRI y el PAN, como sedimentos de los intereses económicos locales y trasnacionales, cogobiernan en la nada con una mezcla de restauración del viejo régimen tras el naufragio, pues a final de cuentas representan la postura irreformable, corrupta, subsidiada, filantrópica, evasora, tonta e inepta de la oligarquía mexicana y sus socios externos.
Esta situación revela en lo profundo que el voto de los ciudadanos no cuenta y que su disposición a favor de tal o cual partido o candidato carece de beneficios en reformas y cambios para mejorar sus condiciones de vida. El voto es por una mala obra de teatro, donde la historia y los actores son predecibles, testarudos e incapaces.
En nuestro país cada reforma tiene una vida de tres años: la llegada de nuevos diputados y gobernantes que hacen de sus violaciones para llegar al poder una nueva reforma para legitimarse. Las violaciones son las que preceden cada reforma.
Iniciada con la llamada “reforma política” de 1977, impulsada por Jesús Reyes Heroles, cada legislatura ha tenido la tentación de hacer “la gran reforma política y electoral”, misma que ha terminado siendo un parche adecuado para ajustar la ley a la realidad inmediata.
En esa primera etapa se legalizó el registro del Partido Comunista Mexicano (PCM) y se aumentó el número de diputados: de 300 a 500, con 200 electos por la vía de los partidos, bajo las listas plurinominales. En aquellos tiempos el debate en la izquierda era el impulso de la democratización ganando espacios en el Congreso; otro sector de la izquierda planteaba que había que cambiar la correlación de fuerzas desde la sociedad, destruyendo el viejo sistema corporativo y clientelar, base de la hegemonía del partido de Estado, es decir, el PRI.
Ya desde ese entonces –principios de los años 80–, se trataba de acompañar la reforma electoral con una reforma a los medios de comunicación. Aquella etapa concluyó que no se “había encontrado la cuadratura del círculo”, pues la “libertad de expresión” como derecho de la sociedad no era el mismo derecho de libertad de expresión que reclamaban los propietarios de radio y televisión.
1988 amplió no sólo el radio de las reformas que el país necesitaba, sino que hizo crecer también a los sectores que reclamaban la democratización por la vía de las reformas a las leyes. Del sismo de 1985 nació la Asamblea de Representantes del Distrito Federal, hoy Asamblea Legislativa, y bajo la presión popular y ciudadana en la década de los 90, que demandó el estado 32, nació la reforma para la creación del Gobierno del Distrito Federal y la primera elección en 1997.
En cada etapa, los propietarios de medios de comunicación no sólo no perdieron poder, sino que lo consolidaron aumentando el número de concesiones de radio y televisión en su favor.
Por otro lado, en cada reforma el PRI fue perdiendo poder y terreno en su control monolítico; cada vez que aumentó la fuerza electoral de la oposición posibilitó el recurso para las reformas que surgieron como parte de un proceso lento y gradual, que han tenido como virtud cambiar, pero como defecto la construcción de una nueva realidad político-jurídica hecha a base de parches, no de un concepto general de reforma.
En nuestros días la realidad política se fragmentó, la correlación de fuerzas se polarizó, los perdedores no perdieron y los ganadores sucumbieron a la visión decadente del viejo régimen, que desde la tercera posición sube sobre las torpezas e inconsecuencias de los que tienen mayoría y no la ejercen.
En este proceso la política perdió la capacidad no sólo de gobernar, sino de reformar, y terminó subordinada al poder de los medios de comunicación, que de peleles del poder se convirtieron en el factor que dicta la agenda del debate nacional y el contenido de la información que deben seguir tanto ciudadanos como gobiernos.
El otrora llamado “cuarto poder” se convirtió así en el poder que domina las decisiones y resoluciones de los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial, convirtiendo a los candidatos presidenciales y a los partidos en sus abyectos para aprobarles por unanimidad la ley Televisa y pagarles en espots casi dos terceras partes de sus ingresos por prerrogativas.
Hoy, a 30 años de la reforma reyesheroliana, ésta acabó en deforma, pues la vieja oligarquía dejó de respaldarse en el partido de Estado para conservar sus intereses, y hoy se apoya en los medios de comunicación electrónica, particularmente en Televisa y Tv Azteca. En ese mismo camino, la izquierda, impulsora del cambio democrático, cambió sus objetivos por ganar el poder y ahora es la principal fuerza política que defiende las prácticas corporativas y clientelares. El PRI y el PAN, como sedimentos de los intereses económicos locales y trasnacionales, cogobiernan en la nada con una mezcla de restauración del viejo régimen tras el naufragio, pues a final de cuentas representan la postura irreformable, corrupta, subsidiada, filantrópica, evasora, tonta e inepta de la oligarquía mexicana y sus socios externos.
Esta situación revela en lo profundo que el voto de los ciudadanos no cuenta y que su disposición a favor de tal o cual partido o candidato carece de beneficios en reformas y cambios para mejorar sus condiciones de vida. El voto es por una mala obra de teatro, donde la historia y los actores son predecibles, testarudos e incapaces.
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