1/5/07

Argentina: El presidente de la Nación


El presidente Néstor Kirchner en un acto en la provincia de Santa Fe.
Foto: Presidencia de la Nación

En la Argentina hay un presidente, pero no un presidente de la Nación. Kirchner gobierna como si el país estuviera despedazado en departamentos estancos, en la mayoría de los cuales él nada tiene que ver. Por largas razones y causas nuestra deteriorada república está 'nacionalmente' desintegrada. Desigualdades geográficas, económicas y culturales, grandes concentraciones urbanas heterogéneas y una extensión territorial desconectada entre sí nuestra estructura de transportes y comunicaciones está por décadas atrasada se suman a una identidad aún frágil. Pero el actual presidente, escudándose en un falso federalismo de conveniencias circunstanciales y espíritu fiscal, considera que la administración nacional no posee jurisdicción en ninguna parte, excepto para expoliar con impuestos o para ayudar excepcionalmente a sus caudillos a sostenerse en el poder. De hecho, el sistema de oligarquías locales, más bien corruptas, propias de la más deplorable tradición provincial argentina, no ha cambiado un ápice desde que se estructuró sólidamente en la década del '90, y en muchos casos aun antes.
Opinión
Osvaldo Alvarez Guerrero (RIO NEGRO ON LINE) *

Cada dificultad que se presenta en algún lugar del país por caso, la crisis educativa que cubre todo el territorio argentino parece ser un problema de exclusiva competencia local, respecto de la cual el gobierno de la Nación no tiene obligación ni compromiso, excepto que le convenga a los intereses de perpetración de poderes personales.

Recordemos sus actitudes huidizas o indiferentes, desde la tragedia de Cromañón, en la capital de todos los argentinos; o su escape e indolencia durante más de dos años del problema de las papeleras sobre el río Uruguay. Cuando se inmiscuyó en el asunto, tardíamente, lo hizo con una torpeza reprobable, que pronto quiso olvidar. Más recientemente, la odisea del rompehielos Almirante Irízar ha sido, según esa concepción mezquina de la representatividad y función simbólica de un presidente de la República, un mero percance que afecta solamente a los militares de la Armada y no merece su atención reconocida.

La excepción, claro está, es la provincia de Santa Cruz: pero ahí, su permanente intervención es de carácter personal, no de presidente, y propia de un jefe de clan que protege su feudo.

En fin: el presidente no tiene gestos nacionales. Por eso su estilo es mandar, que poco tiene que ver con gobernar una nación. El mandón es temido, el gobernante es apoyado. No siente a la Argentina en su conjunto. Los dramas de un pueblo que aún no tomó clara conciencia de tal, (de ahí la fácil caída en el clientelismo, el conformismo o la protesta iracunda e ineficaz) que son muchos y complejos, son asumidos por el presidente según le agreguen algún beneficio. Y éste se mide exclusivamente en términos electorales. Sólo experimenta escozores y seducciones ante el desafío de la pelea por el poder, que concibe despiadada e inescrupulosa. Se trata de una sensación de poder más que de una idea del poder. Uno que no es racionalmente conceptualizado: sólo acción según pedazos de poder. Porque no tiene idea de Nación, el gobierno carece de proyecto nacional a mediano plazo, ni le interesa tenerlo: es un régimen de desintegración, de corto plazo, una idea mercantil y de especulación usurera de la política.

La cosa es grave, porque esa carencia nacional implica una ruptura profunda, quizás la más peligrosa aunque no necesariamente visible, de la institucionalidad política del país. Esta se fundamenta, como ocurre con todos los países avanzados, en la idea compartida de pertenecer a un Estado identificado y representativo de una nacionalidad.

Porque aun con el avance de la internacionalización y de los fenómenos de globalización, debería admitirse que nada es más internacional, hoy, que la creación y el sostenimiento de las identidades nacionales.

A mi juicio, ese concepto moderno de Nación ha de ser una construcción política y jurídica, como lo es el concepto de extranjero, casi abstracta, que exige una elaboración cultural, colectiva y orgánica, más que puramente emocional.

Aun cuando desde hace más de veinte años han primado las teorías del fin de las naciones, de la globalización y del paulatino avance hacia un ciudadano cosmopolita, la realidad concreta es la multiplicación de leyes y normas que aseguran la protección de la nacionalidad y la demarcación precisa de territorios, cada vez más hostil ante las inmigraciones.

Ahora bien: una concepción moderna de Nación, y sobre todo de los estados nacionales, atiende preferentemente a su funcionalidad práctica. Se orienta a nacionalizar la sociedad, buscar cierta cohesión ordenadora, que evite la anarquía y propenda a un desarrollo igualitario y armonioso de sus gentes. En el caso de la Argentina, esta funcionalidad debe mirar al futuro, más que una historia que cuenta con tradiciones confusas, contradictorias e híbridas, un pasado respecto del cual no podemos establecer una línea clara, que demuestre su especificidad nacional. Así, pues, para nosotros la Nación ha de ser sobre todo futuro, un proyecto a construir, un objetivo común que sí entonces nos identifique como connacionales.

Desde este punto de vista, la Nación no está en un proceso de avances, más bien lo contrario: no existe una cultura social y política que, aun en la diversidad necesaria para el pluralismo democrático, establezca un mínimo de conocimiento, de información y de sentimientos solidarios en la ciudadanía argentina.

El estilo agresivo del presidente, que surge insólitamente en aspectos parciales de la realidad argentina, a veces seleccionados caprichosamente, le quita además representatividad a la máxima figura que es el primer mandatario. El presidente nunca habla ni actúa en representación de todos los argentinos.

De ahí la presumible endeblez de la figura presidencial. Los resultados electorales que le son ampliamente favorables no alcanzan para darle firmeza y credibilidad a un presidente que debe ser respetado y considerado representante por su pueblo. Por el carácter simbólico que inviste, no por las órdenes que da o que omite. Ha de serlo, no en razón de su carisma que no es el caso, sino por su investidura, que debe superar aun las diferencias y preferencias políticas.

La Argentina goza, en términos generales, de los beneficios de un ciclo económico internacional apto para los países en vías de desarrollo. Pero todos sabemos que en un sistema capitalista global, los ciclos económicos tienen su auge y su declinación. Esperemos que el fin inevitable de ese ciclo que no conducimos, no nos sorprenda, como otras veces en el pasado, con un país y un pueblo que siguen viviendo, sin percibirlo, bajo el signo colonial que marcó su nacimiento y buena parte de su historia, Y eso no es una nación, sino simplemente un lugar. El presidente y su gobierno tienen la mayor responsabilidad en moderar esa encrucijada, quizá más cercana de lo que el exitismo y el autoelogio parecieran indicar.

ARGENPRESS.info

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