El juego de la corrupción
17/08/2007
Opinión
Natalio R. Botana
Lanacion.com
¿Habrá que resignarse y aceptar que la corrupción es un componente estructural de nuestra democracia? La pregunta despierta inquietud y desasosiego. Parece, en efecto, que esa decadencia de la virtud, como postulaba el pensamiento clásico, nos hostiga y confunde en todo momento. En realidad, estas actitudes melancólicas ante la debilidad de nuestros vínculos cívicos no responden a la fatalidad ni tampoco a una suerte de genética social que nos impele a transformar el Estado en un coto cerrado dominado por oligarquías, en el que circulan coimas, prebendas, bolsas y valijas cargadas de dinero pretendidamente sustraídas del control oficial. En suma, la estela y el mal olor de la corrupción, porque eso es, en definitiva, la corrupción: un cuerpo que se descompone. El cuadro es impactante, pero la experiencia histórica y la política comparada nos enseñan que, en rigor, no existen estas propensiones inevitables. Lo que por ahora prevalece entre nosotros son los desajustes y efectos perversos de una definición hegemónica de la democracia. La hegemonía, lo hemos dicho en repetidas oportunidades, está ubicada en las antípodas del control republicano del poder. Cuando hay intencionalidad hegemónica en los gobernantes, la centralización se impone sobre la división de poderes y el gobierno se confunde con el Estado. Hay, pues, una doble defección de los controles institucionales: el Poder Ejecutivo tiende a independizarse de la vigilancia del Legislativo y del Judicial y, a su vez, la supremacía ocasional de un gobierno se libera de los controles internos de la administración del Estado. Para ello se crean instituciones ad hoc (por ejemplo, los tan mentados fideicomisos) o se intenta pasar por encima de los órganos propios de la administración del Estado (los entes recaudadores, entre ellos, como ocurrió recientemente con el escándalo de la valija venezolana en la Aduana). Quiere decir, entonces, que la corrupción puede ser disipada si hay voluntad para salir del pantano. La expresión de esta voluntad es tributaria de muchos agentes: la libertad de prensa, las denuncias que hace suyas el Poder Judicial y las reservas de autonomía que, pese a las malformaciones institucionales, aún persisten en determinados órganos del Estado. No obstante ello, estos contrapoderes representan el papel de una frágil barrera en ausencia de una oposición política capaz de volcar esas denuncias a la arena pública de las decisiones electorales. Este es el mejor camino para luchar contra la corrupción. Debemos reconocer, sin embargo, que esos combates no cesarán jamás del todo, porque la corrupción es parte indisoluble del argumento histórico del poder. En una sentencia que casi es un lugar común de tan repetida, lord Acton declaró: "El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente". Sobre todo -añadió- "cuando la autoridad se superpone sobre la tendencia o la certeza de la corrupción". Esta superposición de una autoridad que tapa o destapa las corruptelas según su conveniencia, o por el dictado de la oportunidad, ha hecho estragos en nuestra democracia. Al sustraer el ejercicio del poder de los controles republicanos, la corrupción crece hasta llegar al punto de supuración en que los escándalos estallan. Se cree ingenuamente que una democracia hegemónica es más eficaz para sortear las dificultades y encarar el desarrollo económico. Error evidente: el precio que paga esta clase de democracia mal conformada es la corrupción que atrasa más los procesos de inversión, inyecta constantemente altas dosis de desconfianza y pone a descubierto los errores de pactar alianzas con regímenes aún más hegemónicos (por ejemplo, el de Chávez, en Venezuela). Frente a este relato inconcluso de engaños y ocultamientos, ciertos expertos en estudios de opinión suelen aducir que la corrupción no afecta al respaldo electoral del gobierno, siempre y cuando éste ofrezca un buen rendimiento económico con disminución del desempleo. Como -según se dice- el elector sufraga más con el estómago y los instintos que con sus sentimientos morales, la calidad ética de la política no resulta un asunto relevante. Lo es, en cambio, cuando el crecimiento económico declina y el desempleo y la inflación aumentan. Entonces sí, los escándalos de corrupción sirven de ariete para atacar con encono a un gobierno de por sí desgastado (los ejemplos de Menem y De la Rúa vienen a la memoria al respecto). Una visión de las cosas de semejante calibre tiene poco que ver con el ideal republicano de una ciudadanía autónoma y consciente. En reemplazo de esos atributos, se machaca sobre la realidad aparente de un habitante privado de su intrínseca dignidad, que depende de los favores del príncipe y sólo reacciona ante los incentivos materiales. Cuando cunden la pobreza y la indigencia, razones no faltan para respaldar estas hipótesis. En consecuencia, se esbozan proyecciones electorales hacia el mes de octubre que presentan la victoria oficialista como un acontecimiento natural e inevitable. Va de suyo que los hechos vinculados con la corrupción no podrían torcer esa tendencia. Es un escenario prefijado que los gobiernos extranjeros ratifican otorgando un puesto preeminente a la candidatura oficial si, al menos, nos atenemos al estilo con que fue y es recibida Cristina Kirchner por los jefes de Estado de naciones amigas. Reconocimiento de realidades y cálculo de probabilidades. En todo caso, para este punto de vista los asuntos de moral pública parecen ser un privilegio de las sociedades prósperas y satisfechas. Las sociedades heridas por la pobreza y las desigualdades están para otra cosa, tal vez situadas en un estadio inferior de exigencias. Esta imagen de un habitante con escasos atributos ciudadanos avala la estrategia oficialista del éxito electoral e incita a los que se sitúan en el bando contrario a pergeñar una contraestrategia no menos dañina. El argumento suele exponerse de este modo: si el triunfo es irrevocable porque el pueblo no entiende ni puede prever la tormenta económica que se avecina, dejemos a los gobernantes actuales en uso del poder para que luego, a uno o dos años vista, paguen el precio de sus errores. Cuando la sociedad sufra el rigor de otra crisis o soporte una economía con menor crecimiento y reducción del superávit fiscal y comercial, entonces sí será el momento de cobrar las cuentas pendientes. Nadie podrá negar la sagacidad implícita en esta apuesta digna de zorros más que de leones; nadie, por otra parte, podrá negar la poca atención que estos juegos de poder prestan a las personas de carne y hueso, en especial a las más débiles, que una vez más podrían quedar a la intemperie del descalabro económico. Pero lo que es aún más grave es que, tras estas maniobras, subyace la concepción pesimista de un ciudadano reducido a su elemental condición instintiva, que sólo aprende y reacciona al compás de los golpes del infortunio. ¿Es acaso posible seguir especulando de este modo? ¿O es que no hay otra forma de recambio democrático que aquella que funciona a golpes de indignación azuzados por el poder de la calle? Es una perspectiva oscura que no abre curso a un diálogo político capaz de prever dificultades y superar obstáculos. De aquí la importancia de que las oposiciones tengan la inteligencia de convencer con la razón y el ejemplo en lugar de permanecer al acecho, a la espera de que el miedo y la crisis vuelvan a inclinar la balanza.
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