Cita en Annápolis
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Hace ocho años, la segunda Administración Clinton realizaba esfuerzos titánicos para sacar adelante su proceso de paz entre israelíes y árabes. Madeleine Albright y Dennis Ross realizaron un trabajo encomiable que concluyó en un estruendoso fracaso, que no dudaron en endosar a Yasser Arafat. Ahora, como entonces, una Administración en su tramo final trata de resolver uno de sus problemas más complejos deprisa y corriendo, concentrando para ello recursos y tiempo como si la seguridad internacional dependiera de ello.
Antes de fin de año, quizás durante el mes de noviembre, se celebrará en la Academia Naval de Annapolis una conferencia de paz a la que se espera asistan los grandes actores de la región, en especial Egipto y Arabia Saudita, así como delegaciones de las grandes potencias. Las expectativas creadas por los anfitriones son grandes, por lo que el encuentro sólo se saldará con un gran triunfo diplomático o con la sensación de una enorme pérdida de tiempo.Si las coincidencias entre Camp David y Annápolis son muchas, las diferencias son notables. No puede ser de otra manera, dadas las lecciones aprendidas con el tiempo transcurrido. Quisiera detenerme en algunas de las más relevantes, para una mejor comprensión del escenario diplomático al que nos dirigimos. Clinton fue el gran protagonista y principal animador de Camp David, mientras que en esta ocasión lo es Rice. El segundo mandato de Bush nos ha mostrado un presidente que delega en sus secretarios, en especial en aquellos con los que tiene una larga relación y que le han demostrado lealtad personal. No sabemos en qué medida Bush cree en la iniciativa; de lo que no cabe duda es de que ésta procede de su secretaria de Estado, sobre la que además recae el peso de la negociación. Camp David se desarrolló con un presidente saliente: Clinton, pero con dos dirigentes en plenitud política: Arafat y Barak. Estos últimos se jugaban mucho, como el tiempo demostró, pero tenían un importante margen de actuación. Había optimismo porque si querían, podían. No es el caso hoy. Olmert dirige un Gobierno extremadamente impopular que, entre otros indiscutibles logros, tiene el haber gestionado la peor campaña militar de la historia de Israel, con el resultado de una derrota ante una guerrilla que ni siquiera cuenta con el respaldo de su propio Estado. Abbas, por su parte, preside un No Estado en situación de guerra civil latente y es incapaz de imponer su autoridad en partes significativas del territorio. Por edad, Abbas tiene más que ver con el pasado que con el futuro. En cualquier caso, su palabra tiene un escaso valor por la ya citada carencia de autoridad. La estrategia negociadora impuesta en Camp David por el anfitrión fue colocar todos los problemas sobre la mesa y plantearlos conjuntamente. Pronto se vio que, a pesar de las dificultades objetivas, los negociadores israelíes y palestinos avanzaban. Sin el obstruccionismo de Arafat, quizás el acuerdo hubiera sido posible. Pero el fracaso de Camp David llevó a revisar la estrategia. El Mapa de Rutas (Road Map) se fundamentó en las lecciones aprendidas de la experiencia Clinton. Si no era posible ir a una negociación total, lo más sensato sería ir poco a poco, logrando concesiones mutuas que generaran confianza entre las partes y crearan el ambiente necesario para afrontar la recta final, en la que esperaban los temas más delicados y complejos. Combatir el terrorismo y congelar los asentamientos eran los primeros pasos. Resulta evidente que la Hoja de Ruta nunca llegó a ponerse en práctica. Tras ese fracaso, Rice ha optado por una combinación de los dos modelos: una conferencia que fije los objetivos en una declaración con la mayor concreción posible y, tras ella, un proceso negociador que los convierta en realidad. El problema reside en que no es fácil fijar objetivos concretos sin antes desbrozar la solución de los cuatro grandes temas: derecho de retorno, fronteras definitivas, estatuto de Jerusalem y terrorismo. En Camp David había tres delegaciones, mientras que en Annapolis se esperan muchas más. Estados Unidos busca la complicidad y corresponsabilidad de grandes naciones árabes, pero para lograrlo tiene que ofrecer garantías de éxito, de que la comunidad palestina logrará sus objetivos básicos. Egipto ya ha dado su visto bueno. Sin embargo, su dependencia económica de Estados Unidos resta valor a su apoyo. La clave está en Arabia Saudita, el gran legitimador y financista del mundo árabe, el avalador del movimiento islamista y terrorista Hamas. La casa de Saúd no ve razones para creer en un proceso lleno de incógnitas y ambigüedades, y por ahora no ha dado su pleno apoyo. Comparaciones aparte, lo más característico del momento actual es la combinación entre el voluntarismo de la secretaria de Estado y el escepticismo de israelíes y palestinos. Las partes afectadas son plenamente conscientes de que no se dan las circunstancias para avanzar, y de que los cuatro problemas de fondo están muy lejos de poder ser afrontados con éxito. Abbas no controla a las organizaciones terroristas, y ni siquiera está en condiciones de combatirlas, siempre en el hipotético caso de que quisiera hacerlo. Así las cosas, ¿estarían los israelíes dispuestos a hacer concesiones? La realidad es que el Gobierno de Jerusalén tiene claro que los avances posibles serán unilaterales, como la retirada de Gaza, y que en Annápolis apenas se podrá ir más allá de vagas declaraciones. Para entender la iniciativa norteamericana hay que levantar la vista del conflicto israelí-palestino y tratar de entender la crisis de Oriente Medio en su conjunto. Irán emerge como una amenaza regional, tanto por su intervención en el Líbano e Irak como por su carrera para convertirse en una potencia nuclear. El mundo sunita ve con horror su actuación y reclama acciones para contener su nefasta influencia. En Irak los norteamericanos han logrado romper el bloque sunita enfrentando a los clanes locales con las unidades de Al Qaeda. Ante la influencia chiita, Estados Unidos ha conseguido convencer a los Estados árabes de que la guerra civil sólo acarrearía mayores desastres, y de que Washington puede convertirse en el avalista de los intereses de la comunidad árabe-sunita. Este reencuentro entre Estados Unidos y el mundo árabe, forjado en el yunque de la irresponsable política iraní, requiere de algunos grandes gestos, y uno de ellos es Annápolis. La diplomacia norteamericana se esfuerza por convencer a las elites y a la calle árabe de que trabaja sinceramente por lograr un Estado palestino independiente y soberano, 'conditio sine qua non' para establecer una nueva alianza frente a Irán y sus tentáculos dispersos por distintos países. El margen de maniobra de Rice es limitado, pero, puesta a convertir la necesidad en virtud, confía en que la debilidad de Olmert y Abbas le permita lograr de ellos importantes concesiones de última hora. La declaración final no resolverá nada, pero puede abrir el camino para un nuevo clima diplomático. Al fin y al cabo, tanto sunitas como judíos se sienten objetivo del fundamentalismo chiíta. En este nuevo escenario están en el mismo campo, y cabe esperar que sean capaces de llegar a algún entendimiento en beneficio mutuo. Irak es el tema principal de la política exterior norteamericana en este último año de Administración Bush. Todo esfuerzo será pequeño con tal de estabilizar la situación lo suficiente como para que el próximo presidente asuma que la victoria es posible y que la retirada sólo representaría una victoria de islamismos de uno u otro signo. Irán es el problema principal, y sobre este país debe girar la estrategia. Annápolis es un capítulo diplomático en una obra de larga y compleja trama.
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Nueva Sión - Argentina/24/10/2007
Hace ocho años, la segunda Administración Clinton realizaba esfuerzos titánicos para sacar adelante su proceso de paz entre israelíes y árabes. Madeleine Albright y Dennis Ross realizaron un trabajo encomiable que concluyó en un estruendoso fracaso, que no dudaron en endosar a Yasser Arafat. Ahora, como entonces, una Administración en su tramo final trata de resolver uno de sus problemas más complejos deprisa y corriendo, concentrando para ello recursos y tiempo como si la seguridad internacional dependiera de ello.
Antes de fin de año, quizás durante el mes de noviembre, se celebrará en la Academia Naval de Annapolis una conferencia de paz a la que se espera asistan los grandes actores de la región, en especial Egipto y Arabia Saudita, así como delegaciones de las grandes potencias. Las expectativas creadas por los anfitriones son grandes, por lo que el encuentro sólo se saldará con un gran triunfo diplomático o con la sensación de una enorme pérdida de tiempo.Si las coincidencias entre Camp David y Annápolis son muchas, las diferencias son notables. No puede ser de otra manera, dadas las lecciones aprendidas con el tiempo transcurrido. Quisiera detenerme en algunas de las más relevantes, para una mejor comprensión del escenario diplomático al que nos dirigimos. Clinton fue el gran protagonista y principal animador de Camp David, mientras que en esta ocasión lo es Rice. El segundo mandato de Bush nos ha mostrado un presidente que delega en sus secretarios, en especial en aquellos con los que tiene una larga relación y que le han demostrado lealtad personal. No sabemos en qué medida Bush cree en la iniciativa; de lo que no cabe duda es de que ésta procede de su secretaria de Estado, sobre la que además recae el peso de la negociación. Camp David se desarrolló con un presidente saliente: Clinton, pero con dos dirigentes en plenitud política: Arafat y Barak. Estos últimos se jugaban mucho, como el tiempo demostró, pero tenían un importante margen de actuación. Había optimismo porque si querían, podían. No es el caso hoy. Olmert dirige un Gobierno extremadamente impopular que, entre otros indiscutibles logros, tiene el haber gestionado la peor campaña militar de la historia de Israel, con el resultado de una derrota ante una guerrilla que ni siquiera cuenta con el respaldo de su propio Estado. Abbas, por su parte, preside un No Estado en situación de guerra civil latente y es incapaz de imponer su autoridad en partes significativas del territorio. Por edad, Abbas tiene más que ver con el pasado que con el futuro. En cualquier caso, su palabra tiene un escaso valor por la ya citada carencia de autoridad. La estrategia negociadora impuesta en Camp David por el anfitrión fue colocar todos los problemas sobre la mesa y plantearlos conjuntamente. Pronto se vio que, a pesar de las dificultades objetivas, los negociadores israelíes y palestinos avanzaban. Sin el obstruccionismo de Arafat, quizás el acuerdo hubiera sido posible. Pero el fracaso de Camp David llevó a revisar la estrategia. El Mapa de Rutas (Road Map) se fundamentó en las lecciones aprendidas de la experiencia Clinton. Si no era posible ir a una negociación total, lo más sensato sería ir poco a poco, logrando concesiones mutuas que generaran confianza entre las partes y crearan el ambiente necesario para afrontar la recta final, en la que esperaban los temas más delicados y complejos. Combatir el terrorismo y congelar los asentamientos eran los primeros pasos. Resulta evidente que la Hoja de Ruta nunca llegó a ponerse en práctica. Tras ese fracaso, Rice ha optado por una combinación de los dos modelos: una conferencia que fije los objetivos en una declaración con la mayor concreción posible y, tras ella, un proceso negociador que los convierta en realidad. El problema reside en que no es fácil fijar objetivos concretos sin antes desbrozar la solución de los cuatro grandes temas: derecho de retorno, fronteras definitivas, estatuto de Jerusalem y terrorismo. En Camp David había tres delegaciones, mientras que en Annapolis se esperan muchas más. Estados Unidos busca la complicidad y corresponsabilidad de grandes naciones árabes, pero para lograrlo tiene que ofrecer garantías de éxito, de que la comunidad palestina logrará sus objetivos básicos. Egipto ya ha dado su visto bueno. Sin embargo, su dependencia económica de Estados Unidos resta valor a su apoyo. La clave está en Arabia Saudita, el gran legitimador y financista del mundo árabe, el avalador del movimiento islamista y terrorista Hamas. La casa de Saúd no ve razones para creer en un proceso lleno de incógnitas y ambigüedades, y por ahora no ha dado su pleno apoyo. Comparaciones aparte, lo más característico del momento actual es la combinación entre el voluntarismo de la secretaria de Estado y el escepticismo de israelíes y palestinos. Las partes afectadas son plenamente conscientes de que no se dan las circunstancias para avanzar, y de que los cuatro problemas de fondo están muy lejos de poder ser afrontados con éxito. Abbas no controla a las organizaciones terroristas, y ni siquiera está en condiciones de combatirlas, siempre en el hipotético caso de que quisiera hacerlo. Así las cosas, ¿estarían los israelíes dispuestos a hacer concesiones? La realidad es que el Gobierno de Jerusalén tiene claro que los avances posibles serán unilaterales, como la retirada de Gaza, y que en Annápolis apenas se podrá ir más allá de vagas declaraciones. Para entender la iniciativa norteamericana hay que levantar la vista del conflicto israelí-palestino y tratar de entender la crisis de Oriente Medio en su conjunto. Irán emerge como una amenaza regional, tanto por su intervención en el Líbano e Irak como por su carrera para convertirse en una potencia nuclear. El mundo sunita ve con horror su actuación y reclama acciones para contener su nefasta influencia. En Irak los norteamericanos han logrado romper el bloque sunita enfrentando a los clanes locales con las unidades de Al Qaeda. Ante la influencia chiita, Estados Unidos ha conseguido convencer a los Estados árabes de que la guerra civil sólo acarrearía mayores desastres, y de que Washington puede convertirse en el avalista de los intereses de la comunidad árabe-sunita. Este reencuentro entre Estados Unidos y el mundo árabe, forjado en el yunque de la irresponsable política iraní, requiere de algunos grandes gestos, y uno de ellos es Annápolis. La diplomacia norteamericana se esfuerza por convencer a las elites y a la calle árabe de que trabaja sinceramente por lograr un Estado palestino independiente y soberano, 'conditio sine qua non' para establecer una nueva alianza frente a Irán y sus tentáculos dispersos por distintos países. El margen de maniobra de Rice es limitado, pero, puesta a convertir la necesidad en virtud, confía en que la debilidad de Olmert y Abbas le permita lograr de ellos importantes concesiones de última hora. La declaración final no resolverá nada, pero puede abrir el camino para un nuevo clima diplomático. Al fin y al cabo, tanto sunitas como judíos se sienten objetivo del fundamentalismo chiíta. En este nuevo escenario están en el mismo campo, y cabe esperar que sean capaces de llegar a algún entendimiento en beneficio mutuo. Irak es el tema principal de la política exterior norteamericana en este último año de Administración Bush. Todo esfuerzo será pequeño con tal de estabilizar la situación lo suficiente como para que el próximo presidente asuma que la victoria es posible y que la retirada sólo representaría una victoria de islamismos de uno u otro signo. Irán es el problema principal, y sobre este país debe girar la estrategia. Annápolis es un capítulo diplomático en una obra de larga y compleja trama.
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