La justicia en tres dimensiones
13/10/2007
Entrevista con Nancy Fraser, profesora de la New School University y pensadora feminista.
Sonia Arribas y Ramón del Castillo
Minerva
Entrevista con Nancy Fraser, profesora de la New School University y pensadora feminista.
Sonia Arribas y Ramón del Castillo
Minerva
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Los debates en el feminismo de los años ochenta –particularmente los que se dieron entre Judith Butler, Iris Marion Young, Seyla Benhabib y tú misma– significaron una transformación radical de muchas actitudes de la izquierda ante los nuevos cambios económicos y culturales que se estaban produciendo. ¿Cuáles fueron tus aportaciones en estos debates?
Convendría empezar recordando que en EE UU y Reino Unido, los primeros desarrollos del feminismo marxista de finales de los sesenta y principios de los setenta asumieron una versión ortodoxa del marxismo. El marxismo era la economía política del capitalismo, el feminismo se ocupaba de la familia, y la cuestión era cómo se combinan ambos. Pero Seyla Benhabib y yo proveníamos del marxismo no ortodoxo de la Escuela de Frankfurt: no manejábamos una teoría sistémica del capitalismo y criticábamos el reduccionismo del marxismo economicista. Nuestro marxismo era más hegeliano y, además, estábamos interesadas en la recepción del pensamiento postestructuralista, en mi caso, Foucault y la idea de la nueva izquierda de que la política no se podía restringir a cuestiones meramente económicas o de poder del Estado: la política de la vida cotidiana. Foucault nos mostraba los lugares de la vida cotidiana en los que había poder y, por tanto, también lucha. A partir de estos materiales intenté articular un feminismo distinto del marxismo feminista anterior.
A mediados de los noventa Butler y tú mantenéis un debate en el que marcáis distancia con respecto al viejo marxismo feminista, pero desde ángulos muy diferentes…
Así es. El debate tuvo dos etapas. En la primera, en Feminist Contentions, debatimos si el postestructuralismo foucaultiano, en tanto que teoría del discurso, es un marco adecuado para la filosofía feminista. Butler decía que sí, y yo que no –aunque aceptaba que algunos de sus conceptos eran relevantes para el feminismo–. Yo intenté integrar elementos de teoría crítica, del pensamiento foucaultiano y del pragmatismo norteamericano en el marco de la crítica feminista porque pensaba que la dimensión discursiva –en la que se elaboran las relaciones de género– es sólo una de las muchas dimensiones de la vida social; también había que investigar la vida económica, los aspectos institucionales de la sociedad, etc. En la segunda etapa del debate, Butler replicaba a mis tesis sobre la diferencia entre el reconocimiento y la redistribución. Yo siempre he creído que es un error contraponer antitéticamente la problemática socialdemócrata y socialista de la distribución a la problemática cultural y discursiva del reconocimiento (lo que Butler llamaría la exclusión). Ambas son dimensiones de la injusticia, la opresión y la desigualdad; dos aspectos de la teoría y de la práctica política feministas. La respuesta de Butler me sorprendió mucho puesto que se retrotrajo a la teoría del parentesco de Lévi-Strauss y a Althusser. Butler no es marxista, pero argumentaba que yo me equivocaba cuando distinguía analíticamente entre economía y cultura porque ambas están siempre tan imbricadas que es un error distinguirlas. Le contesté que su noción era adecuada para sociedades preestatales y precapitalistas en las que no hay diferenciaciones institucionales y en las que el parentesco lo organiza prácticamente todo. Pero en una sociedad moderna, tal y como muestran Weber, Parsons y Marx, hay esferas de la vida especializadas y diferenciadas como, por ejemplo, las instituciones económicas de mercado o las del aparato de autoridad del Estado. La distribución económica y la organización del trabajo, en una sociedad capitalista, están relativamente separadas de las funciones de gobierno y del Estado, y todo esto está, a su vez, diferenciado de la familia y de la función del parentesco.
Pero lo que Butler estaba tal vez tratando de mostrar es que, por ejemplo, los colectivos de gays y lesbianas en algunas partes de EE UU no han de ser vistos como una clase meramente cultural, sino como una clase social o económica: su exclusión es económica. Tú dirías, sin embargo, que la raíz última de su discriminación es la falta de reconocimiento, su humillación, etc.
Los gays y lesbianas tienen en EE UU y Europa desventajas económicas en tanto que no se les considera como miembros de pleno derecho en la vida social. En EE UU sufren discriminación laboral, pueden ser expulsados del ejército por su orientación sexual y no se les reconocen algunos derechos típicos de la vida en pareja, como la transmisión de herencias o la adopción de un niño. A pesar de todo, sus desventajas económicas han de ser entendidas como consecuencias derivadas de una subordinación relativa al estatus basada en la norma heterosexual que considera la homosexualidad como una opción pervertida que debe ser excluida radicalmente o tolerada como una forma de vida de segunda clase. Por tanto, la clave para superar esta exclusión económica la hemos de buscar en la militancia por la igualdad de estatus, en el cambio de nuestros valores. En cambio, las dificultades económicas de la clase trabajadora no tienen que ver con su estatus, ni tampoco con una jerarquía de valores (aunque en un momento dado se pueda valorar más el trabajo intelectual que el manual, etcétera). El orden del estatus es una cosa, y la desigualdad de clase otra, que tiene que ver con la economía política. Son esferas distintas aunque nunca haya casos puros: lo que le ocurre a la clase trabajadora tiene consecuencias de estatus, y el problema de los gays y lesbianas tiene repercusiones económicas. No obstante, el énfasis es distinto.
Es cierto que en el sistema de producción capitalista hay una diferenciación funcional de esferas. Pero el marxismo también subraya el conflicto, incluso las contradicciones, que se pueden dar entre ellas. Por ejemplo, la crisis de la familia tradicional hay que examinarla teniendo en cuenta cómo ha sido radicalmente afectada por la entrada de la mujer en el mercado de trabajo, etc. También se da un conflicto entre los derechos de los trabajadores nacionales y los imperativos expansivos de la empresa trasnacional en la que trabajan… ¿Cómo los articularías desde tu perspectiva?
En primer lugar, insistiría en que no es lo mismo una distinción analítica que una en el mundo real. La distinción entre el reconocimiento y la distribución es analítica, aunque vale para examinar cualquier tipo de sociedad. Ahora bien, luego hay que ver, en un contexto y período dados, si los movimientos sociales perciben estas dimensiones como separadas o no y dónde ponen el énfasis. Hubo un período de la socialdemocracia en que se acentuó la distribución (incorporación de clases, justicia distributiva) y el reconocimiento quedó un poco al margen. Posteriormente, cuando emergieron las políticas del reconocimiento, primero las progresistas (feminismo, liberación de gays y lesbianas, etc.) y después las regresivas (religión y nacionalismo), el tema de la distribución pasó a un segundo plano. Cambió el centro de gravedad del discurso así como su vocabulario, aunque un espectador bien podría decir que en ambos casos estaban en juego las dos dimensiones entremezcladas. Mi respuesta a este problema fue decir que es erróneo plantear una elección entre la política de la distribución y la del reconocimiento, que to-das las formas importantes de subordinación social y, por tanto, todas las formas de lucha contra esta subordinación deben tratar ambos aspectos. Aquí surge, pues, la pregunta de cómo articular todo esto conjuntamente y, en consecuencia, de cómo articular las tensiones. Mi primera formulación de este problema aparece en el artículo «¿De la redistribución al reconocimiento?»1, donde lo planteaba como un dilema. Las luchas por la distribución tienen una lógica dirigida a abolir, o por lo menos minimizar las diferencias de grupo en tanto que clase. Es decir, son transformadoras en el sentido de que no se trata de reconocer la diferencia del proletariado, sino de superar o por lo menos minimizar la importancia de la clase. En las luchas por el reconocimiento, en cambio, el objetivo es acentuar esas diferencias. Son dos lógicas en tensión y hay que cuidarse mucho de no confundirlas. Mi solución fue el famoso lema «deconstrucción en la cultura, redistribución en la economía», una frase que quería ser inteligente pero que no decía mucho y fue muy criticada. Después, al repensar el tema en el libro que escribí conjuntamente con Axel Honneth, ¿Redistribución o reconocimiento?, comprobé que la diferencia que hay entre prácticas afirmativas y transformadoras tiene que interpretarse contextualmente y que muchas reivindicaciones afirmativas de especificidad no se quedan ahí y, según el contexto, pueden ser un paso hacia una acción transformadora. Pensaba en la vieja idea del pensador de la nueva izquierda André Gorz: reformas no reformistas, acciones que intentan satisfacer necesidades en el sistema, pero que pueden inclinar la balanza de fuerzas sobre el terreno y desatar un cambio más radical con el paso del tiempo. Esto me llevó a abandonar el citado dilema.
Pero, en realidad, tú misma has llamado la atención sobre el problema de fondo: ¿qué reformas no acaban en manos neoliberales? Y, ¿no se suele concebir la identidad y la diferencia de forma poco transformadora? ¿No hay versiones reaccionarias tanto de la redistribución como del reconocimiento?
De nuevo, hay que ver las cosas en su contexto. Es verdad que durante algún tiempo me mostraba optimista con respecto a estas dos líneas de acción y su posible conjunción. Posteriormente, a medida que se oscurecían los tiempos, se fue ensombreciendo también mi opinión sobre la política del reconocimiento. Empecé a darme cuenta de que había dos grandes problemas en su desarrollo: la reificación y el desplazamiento. Con reificación me refiero a algo sobre lo que han escrito muchos críticos de la política de la identidad: el reciclaje de estereotipos, el autoritarismo de la corrección política, el conformismo, el feminismo de derechas y su idea de que hay una forma correcta de ser mujer, etc. Es una tendencia problemática de la política afirmativa del reconocimiento frente a la cual hay que estar alerta e ir deconstruyendo a medida que se afirma, operando como a dos bandas. El problema del desplazamiento surge cuando la política del reconocimiento no sirve para enriquecer la de la distribución, sino que la reemplaza y la retira de las prioridades. Después de la Guerra Fría, del colapso de la Unión Soviética y del surgimiento de políticas nacionalistas, la derecha se reapropió de la gramática reivindicativa que había surgido con la izquierda. Por ejemplo, en Oriente Medio, los movimientos radicales, modernizadores y antiimperialistas de los años sesenta y setenta han ido cediendo terreno ante el Islam político. Lo mismo ocurre en Latinoamérica con los movimientos indígenas –aunque tal vez las cosas estén cambiando ahora un poco– o con la forma en que, en EE UU, se ha ido minando la solidaridad de la clase trabajadora y ha ido apareciendo en su lugar un vocabulario religioso. Se defiende la familia y sus valores, se lucha contra el aborto, pero –en relación con vuestra pregunta anterior– nunca se habla de lo que ocurre en una economía familiar en la que no basta con el sueldo de una sola persona ni, a veces, con el de dos, de manera que la gente tiene que trabajar aquí y allá, perdiendo muchas horas al día en desplazamientos porque, debido a la economía política de los bienes inmuebles, no consigue una residencia cerca del lugar de trabajo, lo cual les impide comer juntos… La familia se ve sometida a una presión enorme. Son cuestiones que han de verse desde la perspectiva de la macroeconomía política y que tienen que ver con el cambio de una economía basada en empleos del sector de la manufactura relativamente bien pagados a una economía de servicios con trabajos pobremente remunerados. La manufactura se desplaza a China y a otros países de lo que antes se llamaba el Tercer Mundo y en EE UU aparece una economía escindida entre los profesionales bien remunerados tipo Silicon Valley y los trabajadores de servicios mal pagados, no sindicalizados y sin Seguridad Social. Si de verdad queremos proteger la familia, tendríamos que hablar de todo esto.
De ahí mi énfasis en el contexto: la nueva izquierda quiso expandir la política a través de la lucha por el reconocimiento, evitando la reducción de todo a una cuestión de clase –lo cual supuso, sin duda, un movimiento emancipatorio en aquel contexto–. Pero cuando, más tarde, se empieza a cuestionar el estado de bienestar y la socialdemocracia cede ante el neoliberalismo en la economía, lo que ocurre es que cambia el significado de estas demandas de reconocimiento y la derecha las manipula a su antojo con gran facilidad.
Pero, aun así, tú sigues insistiendo en que la esfera del reconocimiento no puede quedar reducida a la de la distribución.
Sí, por supuesto. Hay alguna tradición de izquierdas, como la del republicanismo francés que, por ejemplo, en el caso del velo de las mujeres musulmanas, querría integrarlas social y económicamente pero siempre y cuando se asimilen. Es injusto que el precio de la integración social sea el abandono de prácticas constitutivas de la propia identidad.
Tu objetivo, por consiguiente, es evitar tanto una reducción a lo económico como a lo cultural.
Exacto. Si reducimos todo a lo económico caemos en el viejo modelo de la base y la superestructura: la economía es la infraestructura real, y el estatus y la identidad son parte de la superestructura, por lo que nos centraremos sólo en la economía política. Pero también existe la tendencia inversa entre muchos teóricos y movimientos sociales contemporáneos que señalan el orden simbólico como la dimensión fundamental, al igual que algunos marxistas decían que lo fundamental eran las relaciones de propiedad. Lo que trato de mostrar es cómo en nuestras sociedades existen disyunciones y fracturas, ya que el orden simbólico y la economía no se corresponden entre sí. No hay una única llave maestra. Por eso necesitamos una política doble. Hay casos en los que el problema principal es de distribución y otros en los que el problema es de jerarquía de estatus, pero la mayoría requieren ambos enfoques. En los años setenta y ochenta, cuando era una activista, escribía frente al marxismo ortodoxo: «no puede haber distribución sin reconocimiento». Hoy mi mensaje es «no puede ha-ber reconocimiento sin redistribución». El contexto ha cambiado.
Pero si no queremos reproducir el modelo de base y superestructura, ¿no convendría concebir la economía no simplemente como una administración de bienes y recursos, sino también como una esfera en la que está inmersa la subjetividad?
Estoy completamente de acuerdo, me parece un punto muy importante. Debido al conflicto entre la izquierda social y la cultural, o entre marxistas y postestructuralistas, tendemos muy rápidamente a concebirlas como dos cosas separadas que hemos de relacionar, cuando la verdad es que siempre están ya de antemano mezcladas. Uno de mis primeros trabajos versó sobre el estado del bienestar y la política de la interpretación de necesidades2. Criticaba las corrientes liberales o socialdemócratas dominantes según las cuales los asuntos de bienestar social son sólo cuestiones distributivas y argumentaba que están siempre entrelazados con cuestiones de interpretación y de subjetividad. ¿De quién son estas necesidades? ¿Quién decide sobre ellas? No existe algo así como una necesidad meramente económica o social, las necesidades siempre son interpretadas, las interpretaciones reflejan poder y asimetrías, etc. Lo discursivo y lo cultural están funcionando en ámbitos que los científicos sociales y los filósofos consideran como meramente económicos o materiales. Para abordar este asunto se me ocurrió la expresión «dualismo de perspectiva»: en vez de pensar en la economía o en la cultura como esferas, hay que pensar desde la perspectiva de la economía política o desde la perspectiva del análisis cultural y analizar cualquier fenómeno desde esos dos puntos de vista: de un lado los patrones institucionalizados de significado y valor que están en juego, sus efectos sobre la subjetividad y la jerarquía de estatus; y, de otro, los mecanismos distributivos y el modo en que posicionan a la gente diferencialmente con respecto a los recursos. Son dos perspectivas, no dos lugares.
En tu último trabajo introduces, además, una tercera perspectiva, la de la representación. ¿En qué consiste?
La gente me solía decir: tienes las dimensiones de lo económico y lo cultural, pero, ¿dónde está lo político? Y yo les respondía: «Bueno, todo eso ya es político, ¿no?». Mi distinción se basaba en la que establece Weber entre el estatus y la clase, pero sabía muy bien que Weber tenía otro elemento, el partido, que no estaba en mi planteamiento. Los colegas de ciencias políticas me decían que las reglas de decisión de la comunidad política siempre cuentan, incluso cuando la distribución es bastante justa y las relaciones de estatus son relativamente igualitarias. Puede haber reglas de decisión que privan injustamente a algunas personas de la posibilidad de ser escuchadas. Por ejemplo, en sistemas electorales sin representación proporcional en los que el ganador se queda con todos los escaños. O en el caso de las minorías ideológicas, sin desventaja en distribución o reconocimiento, pero sin voz. Son cuestiones técnicas de ciencia política a las que no prestaba mucha atención hasta que un día me di cuenta de que todas las luchas por el reconocimiento o la redistribución presuponen un marco, la unidad en la que tienen lugar, y cuando no se le presta atención, se está dando una respuesta por omisión: el estado-nación y su territorio acotado. Yo no defendía ni mucho menos el nacionalismo, pero tampoco tenía en cuenta la pregunta de «¿quién?» o «¿quién cuenta?». La cuestión surgió a raíz de la emergencia de formas de política trasnacionales –la de los Zapatistas contra el NAFTA, Seattle y Génova, los movimientos sociales trasnacionales, las luchas internacionales por los derechos humanos, el feminismo internacional– todo esto me hizo ver en qué medida la lucha política y las injusticias políticas son cuestiones que atraviesan las fronteras.
Y empezaste a explicitar lo que hasta entonces estaba implícito en tu trabajo…
El problema lo tenía presente, pero no lo había teorizado. Tenía que analizar la intersección de la representación con la redistribución y el reconocimiento. La tercera dimensión de la justicia opera en más de un nivel; se pueden dar injusticias que tienen que ver con la falta de representación política ordinaria, en el nivel de la constitución. También puede operar en el nivel de los límites, que permiten participar a unos y no a otros. En inglés tenemos la palabra gerrymandering: construir el espacio político de tal manera que algún grupo se quede fuera. Por ejemplo, en el sur de EEUU dividían los distritos electorales para que los negros nunca pudieran llegar a ser mayoría. Esto también funciona en el plano internacional. Hace imposible que la gente que vive en el Sur global tenga la posibilidad de decidir sobre las fuerzas trasnacionales que afectan a sus condiciones de vida. También producimos injusticias cuando erramos en la elección del marco (misframing): cuando tratamos un asunto que es trasnacional o global como si fuera nacional. Por ejemplo, los subsidios a la agricultura en la UE, que pretenden lograr una mejor distribución económica entre los ciudadanos de la UE, pero tienen un impacto devastador en la agricultura africana, que se ve incapaz de vender sus productos.
En un artículo reciente sostenías que cuando se tiene en cuenta el «quién» la justicia nunca es normal. Atendiendo al modo actual de funcionamiento del capitalismo, ¿no operan siempre la redistribución y el reconocimiento en un marco no adecuado?
No exactamente. La imposición de marcos inadecuados es una injusticia endémica. Cuando trazas un marco, se produce inclusión y exclusión, y es muy posible que lo que dejes fuera se quede ahí injustamente. Pero eso no me lleva a decir –y aquí me diferencio de los foucaultianos y seguramente de Judith Butler (aunque no estoy segura de lo que ella diría sobre esta cuestión)– que el marco da igual ya que siempre habrá exclusiones. Es posible y necesario volver a enmarcar las cosas para que se superen las exclusiones de hoy. Si después surgen otras, los que las padezcan protestarán y habrá que enmarcar de nuevo. No toda exclusión es injusta. Por ejemplo, un pueblo indígena asentado en un territorio querrá excluir a los poderes coloniales o a la población mayoritaria. En un caso así, la justicia necesita la exclusión.
También has afirmado que los movimientos sociales internacionales, aunque contribuyen a evitar la confusión de marcos o escalas de justicia, no son suficientes y se requerirían poderes institucionales trasnacionales. ¿De qué tipo?
Mi labor no es la de David Held, diseñar nuevas instituciones. Pero lo que sí trato de desarrollar son principios institucionales que habría que establecer para una justicia global. Uno de ellos es el all subjected principle, que juega un poco con el all affected principle: todo el que es afectado por una práctica social determinada debe tener voz y decidir sobre ella. Defendí por un tiempo este principio y luego me empezó a parecer demasiado omnicomprensivo. Además, tampoco llegaba a hacerse cargo de que la justicia y la injusticia son relaciones políticas, no efectos causales. El nuevo principio, all subjected principle, quiere decir que todo el que está sujeto, en cualquier parte del mundo, a una estructura de gobernación (trasnacional, nacional o subnacional) que genera normas que se aplican coercitivamente, tiene que poder tomar parte en la toma de decisiones. Es el caso, por ejemplo, de la Organización Mundial del Comercio, o del TRIPS (Acuerdo sobre los aspectos de los derechos de propiedad intelectual relacionados con el comercio: ¡la gente que quiere que haya empresas propietarias de la información genética de las plantas, y todo eso!). Nuestro mundo está gobernado no sólo por estados sino también por estructuras de gobernación misteriosas que crean reglas que no entendemos o apenas conocemos, pero que tienen consecuencias enormes sobre la vida y la muerte de millones de personas. El principio del que hablo sostiene que toda persona cuya vida está sujeta o estructurada por estas reglas debe ser escuchada, y estas estructuras de gobernación deben ser democratizadas y rendir cuentas. La idea es sencilla, pero no sé cómo se podría llevar a cabo.
En relación con esta cuestión, te distancias de Toni Negri y de Michael Hardt, cuando en Imperio dicen que está emergiendo una nueva forma de soberanía más allá del estado-nación, que tiene que ver con organismos supranacionales y estructuras descentralizadas y desterritorializadas.
Imperio es un libro importante, pero no muy bueno. Fue muy leído y discutido, lo que constituye claramente un síntoma, y pretendía pensar desde una perspectiva radical la emergencia de una forma nueva de espacio político. Desafortunadamente para sus autores, en el momento en el que teorizaban un imperio sin centro, a George W. Bush se le ocurrió retroceder a una forma más antigua de hacer política, unilateral y hegemónica. Primer problema: si de verdad ya no hay un centro, ¿qué es entonces la política de Bush? Puede que éste no sea un problema tan profundo, es posible que, a largo plazo, comprobemos que Bush fue una aberración y triunfe una política más descentralizada. Aun así, el poder nunca estará tan descentralizado como ellos creen. Un segundo problema tiene que ver con la multitud. Es una noción romántica: un poder constituyente irreprimible, el espíritu de la revolución… Las enormes poblaciones de víctimas, oprimidos y explotados del imperio están enormemente divididas: por ejemplo, hoy por hoy Hamás y la OLP están en guerra y lo mismo sucede por todas partes. Hay que pensar políticamente la unidad de una forma mucho más meticulosa y estratégica. Más problemas: defienden un marxismo ortodoxo de economía política incluso cuando intentan teorizar una nueva economía, no abordan correctamente el género o la familia, ni tampoco la religión. Son demasiado «produccionistas» en el sentido marxista. También tienden a equiparar el régimen de los derechos humanos, que es en el fondo un desarrollo emancipatorio, con el imperio. Si bien es verdad que este régimen puede ser mal empleado por potencias como EE UU cuando lo usan para legitimar un humanismo militar que esconde otros intereses, no se puede reducir sólo a esto. Hay que distinguir entre las tendencias emancipatorias y las imperiales, desenredándolas.
En el marco de esa lucha por la emancipación has reivindicado la idea de una esfera pública trasnacional. ¿Podemos realmente seguir utilizando el concepto de esfera pública trasladándolo a un mundo globalizado?
Sí, la esfera pública trasnacional incorpora formas de comunicación y de argumentación en lo público que no estaban contenidas en el estado-nación. Cuando Kant y otros como él se referían a lo público, pensaban en una república internacional de letras, o en la ilustración como proceso trasnacional. Muchos movimientos han sido trasnacionales: el abolicionismo, el socialismo y las internacionales de trabajadores, y hoy tenemos el Foro Social Mundial –foro significa esfera pública– o los medios de comunicación trasnacionales, tipo Al Jazeera en Oriente Medio. Pero la teoría de Habermas, centrada en el estado-nación, no se ajusta a estas formaciones. Por ejemplo, la opinión pública no se dirige siempre a un estado y muchas veces no hay un poder político al que dirigirse.
Žižek ha sostenido recientemente que es preciso pensar el fenómeno trasnacional de las ciudades miseria o favelas porque en ellas habitan hoy día millones de personas que progresivamente se están quedando fuera de la soberanía del estado-nación, y porque albergan un potencial revolucionario. ¿Estarías de acuerdo con él o pensarías, como Laclau, que Žižek tiene una visión romántica de este fenómeno?
Desde luego, es un fenómeno que es preciso conceptualizar. Según Mike Davis, se está produciendo una ola histórica de destrucción de las comunidades rurales y de urbanización masiva que, sin embargo, no viene acompañada de creación de empleo, ya que está desconectada de la economía capitalista, aunque tenga su propia economía política (los terrenos se compran, dividen y venden en ausencia de derechos de propiedad, etc.). Los habitantes de estas villas miseria son gente que vive en la periferia absoluta de la economía mundial: ¿podrán cambiar su situación? El problema es que carecen de la base normal de poder social: no pueden conservar su trabajo, ni hacer huelga, pues el mundo no quiere ese trabajo. No son trabajadores industriales. Su única opción sería amenazar la paz y la seguridad del mundo rico, pero éste se protege con verjas, muros, fuerzas de seguridad privadas, etc. (Davis muestra cómo los marines dedican el tiempo que no están en Irak a pensar nuevas formas de guerra contra las favelas). ¿De dónde sacarán el poder para hacer demandas que transformen la estructura global? Lo angustioso es que, si nos tomamos en serio lo que describe Davis, las luchas que en nuestro mundo consideramos progresistas y emancipatorias también funcionan, de hecho, como una defensa de privilegios frente a ese otro mundo.
1 Publicado originalmente en 1995. Hay traducción castellana: «¿De la redistribución al reconocimiento? Dilemas de la justicia en la era ‘postsocialista’», en New Left Review, n.º 0, 2000.
2 Unruly Practices, III parte, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1989.
© Sonia Arribas y Ramón del Castillo, 2007.
Los debates en el feminismo de los años ochenta –particularmente los que se dieron entre Judith Butler, Iris Marion Young, Seyla Benhabib y tú misma– significaron una transformación radical de muchas actitudes de la izquierda ante los nuevos cambios económicos y culturales que se estaban produciendo. ¿Cuáles fueron tus aportaciones en estos debates?
Convendría empezar recordando que en EE UU y Reino Unido, los primeros desarrollos del feminismo marxista de finales de los sesenta y principios de los setenta asumieron una versión ortodoxa del marxismo. El marxismo era la economía política del capitalismo, el feminismo se ocupaba de la familia, y la cuestión era cómo se combinan ambos. Pero Seyla Benhabib y yo proveníamos del marxismo no ortodoxo de la Escuela de Frankfurt: no manejábamos una teoría sistémica del capitalismo y criticábamos el reduccionismo del marxismo economicista. Nuestro marxismo era más hegeliano y, además, estábamos interesadas en la recepción del pensamiento postestructuralista, en mi caso, Foucault y la idea de la nueva izquierda de que la política no se podía restringir a cuestiones meramente económicas o de poder del Estado: la política de la vida cotidiana. Foucault nos mostraba los lugares de la vida cotidiana en los que había poder y, por tanto, también lucha. A partir de estos materiales intenté articular un feminismo distinto del marxismo feminista anterior.
A mediados de los noventa Butler y tú mantenéis un debate en el que marcáis distancia con respecto al viejo marxismo feminista, pero desde ángulos muy diferentes…
Así es. El debate tuvo dos etapas. En la primera, en Feminist Contentions, debatimos si el postestructuralismo foucaultiano, en tanto que teoría del discurso, es un marco adecuado para la filosofía feminista. Butler decía que sí, y yo que no –aunque aceptaba que algunos de sus conceptos eran relevantes para el feminismo–. Yo intenté integrar elementos de teoría crítica, del pensamiento foucaultiano y del pragmatismo norteamericano en el marco de la crítica feminista porque pensaba que la dimensión discursiva –en la que se elaboran las relaciones de género– es sólo una de las muchas dimensiones de la vida social; también había que investigar la vida económica, los aspectos institucionales de la sociedad, etc. En la segunda etapa del debate, Butler replicaba a mis tesis sobre la diferencia entre el reconocimiento y la redistribución. Yo siempre he creído que es un error contraponer antitéticamente la problemática socialdemócrata y socialista de la distribución a la problemática cultural y discursiva del reconocimiento (lo que Butler llamaría la exclusión). Ambas son dimensiones de la injusticia, la opresión y la desigualdad; dos aspectos de la teoría y de la práctica política feministas. La respuesta de Butler me sorprendió mucho puesto que se retrotrajo a la teoría del parentesco de Lévi-Strauss y a Althusser. Butler no es marxista, pero argumentaba que yo me equivocaba cuando distinguía analíticamente entre economía y cultura porque ambas están siempre tan imbricadas que es un error distinguirlas. Le contesté que su noción era adecuada para sociedades preestatales y precapitalistas en las que no hay diferenciaciones institucionales y en las que el parentesco lo organiza prácticamente todo. Pero en una sociedad moderna, tal y como muestran Weber, Parsons y Marx, hay esferas de la vida especializadas y diferenciadas como, por ejemplo, las instituciones económicas de mercado o las del aparato de autoridad del Estado. La distribución económica y la organización del trabajo, en una sociedad capitalista, están relativamente separadas de las funciones de gobierno y del Estado, y todo esto está, a su vez, diferenciado de la familia y de la función del parentesco.
Pero lo que Butler estaba tal vez tratando de mostrar es que, por ejemplo, los colectivos de gays y lesbianas en algunas partes de EE UU no han de ser vistos como una clase meramente cultural, sino como una clase social o económica: su exclusión es económica. Tú dirías, sin embargo, que la raíz última de su discriminación es la falta de reconocimiento, su humillación, etc.
Los gays y lesbianas tienen en EE UU y Europa desventajas económicas en tanto que no se les considera como miembros de pleno derecho en la vida social. En EE UU sufren discriminación laboral, pueden ser expulsados del ejército por su orientación sexual y no se les reconocen algunos derechos típicos de la vida en pareja, como la transmisión de herencias o la adopción de un niño. A pesar de todo, sus desventajas económicas han de ser entendidas como consecuencias derivadas de una subordinación relativa al estatus basada en la norma heterosexual que considera la homosexualidad como una opción pervertida que debe ser excluida radicalmente o tolerada como una forma de vida de segunda clase. Por tanto, la clave para superar esta exclusión económica la hemos de buscar en la militancia por la igualdad de estatus, en el cambio de nuestros valores. En cambio, las dificultades económicas de la clase trabajadora no tienen que ver con su estatus, ni tampoco con una jerarquía de valores (aunque en un momento dado se pueda valorar más el trabajo intelectual que el manual, etcétera). El orden del estatus es una cosa, y la desigualdad de clase otra, que tiene que ver con la economía política. Son esferas distintas aunque nunca haya casos puros: lo que le ocurre a la clase trabajadora tiene consecuencias de estatus, y el problema de los gays y lesbianas tiene repercusiones económicas. No obstante, el énfasis es distinto.
Es cierto que en el sistema de producción capitalista hay una diferenciación funcional de esferas. Pero el marxismo también subraya el conflicto, incluso las contradicciones, que se pueden dar entre ellas. Por ejemplo, la crisis de la familia tradicional hay que examinarla teniendo en cuenta cómo ha sido radicalmente afectada por la entrada de la mujer en el mercado de trabajo, etc. También se da un conflicto entre los derechos de los trabajadores nacionales y los imperativos expansivos de la empresa trasnacional en la que trabajan… ¿Cómo los articularías desde tu perspectiva?
En primer lugar, insistiría en que no es lo mismo una distinción analítica que una en el mundo real. La distinción entre el reconocimiento y la distribución es analítica, aunque vale para examinar cualquier tipo de sociedad. Ahora bien, luego hay que ver, en un contexto y período dados, si los movimientos sociales perciben estas dimensiones como separadas o no y dónde ponen el énfasis. Hubo un período de la socialdemocracia en que se acentuó la distribución (incorporación de clases, justicia distributiva) y el reconocimiento quedó un poco al margen. Posteriormente, cuando emergieron las políticas del reconocimiento, primero las progresistas (feminismo, liberación de gays y lesbianas, etc.) y después las regresivas (religión y nacionalismo), el tema de la distribución pasó a un segundo plano. Cambió el centro de gravedad del discurso así como su vocabulario, aunque un espectador bien podría decir que en ambos casos estaban en juego las dos dimensiones entremezcladas. Mi respuesta a este problema fue decir que es erróneo plantear una elección entre la política de la distribución y la del reconocimiento, que to-das las formas importantes de subordinación social y, por tanto, todas las formas de lucha contra esta subordinación deben tratar ambos aspectos. Aquí surge, pues, la pregunta de cómo articular todo esto conjuntamente y, en consecuencia, de cómo articular las tensiones. Mi primera formulación de este problema aparece en el artículo «¿De la redistribución al reconocimiento?»1, donde lo planteaba como un dilema. Las luchas por la distribución tienen una lógica dirigida a abolir, o por lo menos minimizar las diferencias de grupo en tanto que clase. Es decir, son transformadoras en el sentido de que no se trata de reconocer la diferencia del proletariado, sino de superar o por lo menos minimizar la importancia de la clase. En las luchas por el reconocimiento, en cambio, el objetivo es acentuar esas diferencias. Son dos lógicas en tensión y hay que cuidarse mucho de no confundirlas. Mi solución fue el famoso lema «deconstrucción en la cultura, redistribución en la economía», una frase que quería ser inteligente pero que no decía mucho y fue muy criticada. Después, al repensar el tema en el libro que escribí conjuntamente con Axel Honneth, ¿Redistribución o reconocimiento?, comprobé que la diferencia que hay entre prácticas afirmativas y transformadoras tiene que interpretarse contextualmente y que muchas reivindicaciones afirmativas de especificidad no se quedan ahí y, según el contexto, pueden ser un paso hacia una acción transformadora. Pensaba en la vieja idea del pensador de la nueva izquierda André Gorz: reformas no reformistas, acciones que intentan satisfacer necesidades en el sistema, pero que pueden inclinar la balanza de fuerzas sobre el terreno y desatar un cambio más radical con el paso del tiempo. Esto me llevó a abandonar el citado dilema.
Pero, en realidad, tú misma has llamado la atención sobre el problema de fondo: ¿qué reformas no acaban en manos neoliberales? Y, ¿no se suele concebir la identidad y la diferencia de forma poco transformadora? ¿No hay versiones reaccionarias tanto de la redistribución como del reconocimiento?
De nuevo, hay que ver las cosas en su contexto. Es verdad que durante algún tiempo me mostraba optimista con respecto a estas dos líneas de acción y su posible conjunción. Posteriormente, a medida que se oscurecían los tiempos, se fue ensombreciendo también mi opinión sobre la política del reconocimiento. Empecé a darme cuenta de que había dos grandes problemas en su desarrollo: la reificación y el desplazamiento. Con reificación me refiero a algo sobre lo que han escrito muchos críticos de la política de la identidad: el reciclaje de estereotipos, el autoritarismo de la corrección política, el conformismo, el feminismo de derechas y su idea de que hay una forma correcta de ser mujer, etc. Es una tendencia problemática de la política afirmativa del reconocimiento frente a la cual hay que estar alerta e ir deconstruyendo a medida que se afirma, operando como a dos bandas. El problema del desplazamiento surge cuando la política del reconocimiento no sirve para enriquecer la de la distribución, sino que la reemplaza y la retira de las prioridades. Después de la Guerra Fría, del colapso de la Unión Soviética y del surgimiento de políticas nacionalistas, la derecha se reapropió de la gramática reivindicativa que había surgido con la izquierda. Por ejemplo, en Oriente Medio, los movimientos radicales, modernizadores y antiimperialistas de los años sesenta y setenta han ido cediendo terreno ante el Islam político. Lo mismo ocurre en Latinoamérica con los movimientos indígenas –aunque tal vez las cosas estén cambiando ahora un poco– o con la forma en que, en EE UU, se ha ido minando la solidaridad de la clase trabajadora y ha ido apareciendo en su lugar un vocabulario religioso. Se defiende la familia y sus valores, se lucha contra el aborto, pero –en relación con vuestra pregunta anterior– nunca se habla de lo que ocurre en una economía familiar en la que no basta con el sueldo de una sola persona ni, a veces, con el de dos, de manera que la gente tiene que trabajar aquí y allá, perdiendo muchas horas al día en desplazamientos porque, debido a la economía política de los bienes inmuebles, no consigue una residencia cerca del lugar de trabajo, lo cual les impide comer juntos… La familia se ve sometida a una presión enorme. Son cuestiones que han de verse desde la perspectiva de la macroeconomía política y que tienen que ver con el cambio de una economía basada en empleos del sector de la manufactura relativamente bien pagados a una economía de servicios con trabajos pobremente remunerados. La manufactura se desplaza a China y a otros países de lo que antes se llamaba el Tercer Mundo y en EE UU aparece una economía escindida entre los profesionales bien remunerados tipo Silicon Valley y los trabajadores de servicios mal pagados, no sindicalizados y sin Seguridad Social. Si de verdad queremos proteger la familia, tendríamos que hablar de todo esto.
De ahí mi énfasis en el contexto: la nueva izquierda quiso expandir la política a través de la lucha por el reconocimiento, evitando la reducción de todo a una cuestión de clase –lo cual supuso, sin duda, un movimiento emancipatorio en aquel contexto–. Pero cuando, más tarde, se empieza a cuestionar el estado de bienestar y la socialdemocracia cede ante el neoliberalismo en la economía, lo que ocurre es que cambia el significado de estas demandas de reconocimiento y la derecha las manipula a su antojo con gran facilidad.
Pero, aun así, tú sigues insistiendo en que la esfera del reconocimiento no puede quedar reducida a la de la distribución.
Sí, por supuesto. Hay alguna tradición de izquierdas, como la del republicanismo francés que, por ejemplo, en el caso del velo de las mujeres musulmanas, querría integrarlas social y económicamente pero siempre y cuando se asimilen. Es injusto que el precio de la integración social sea el abandono de prácticas constitutivas de la propia identidad.
Tu objetivo, por consiguiente, es evitar tanto una reducción a lo económico como a lo cultural.
Exacto. Si reducimos todo a lo económico caemos en el viejo modelo de la base y la superestructura: la economía es la infraestructura real, y el estatus y la identidad son parte de la superestructura, por lo que nos centraremos sólo en la economía política. Pero también existe la tendencia inversa entre muchos teóricos y movimientos sociales contemporáneos que señalan el orden simbólico como la dimensión fundamental, al igual que algunos marxistas decían que lo fundamental eran las relaciones de propiedad. Lo que trato de mostrar es cómo en nuestras sociedades existen disyunciones y fracturas, ya que el orden simbólico y la economía no se corresponden entre sí. No hay una única llave maestra. Por eso necesitamos una política doble. Hay casos en los que el problema principal es de distribución y otros en los que el problema es de jerarquía de estatus, pero la mayoría requieren ambos enfoques. En los años setenta y ochenta, cuando era una activista, escribía frente al marxismo ortodoxo: «no puede haber distribución sin reconocimiento». Hoy mi mensaje es «no puede ha-ber reconocimiento sin redistribución». El contexto ha cambiado.
Pero si no queremos reproducir el modelo de base y superestructura, ¿no convendría concebir la economía no simplemente como una administración de bienes y recursos, sino también como una esfera en la que está inmersa la subjetividad?
Estoy completamente de acuerdo, me parece un punto muy importante. Debido al conflicto entre la izquierda social y la cultural, o entre marxistas y postestructuralistas, tendemos muy rápidamente a concebirlas como dos cosas separadas que hemos de relacionar, cuando la verdad es que siempre están ya de antemano mezcladas. Uno de mis primeros trabajos versó sobre el estado del bienestar y la política de la interpretación de necesidades2. Criticaba las corrientes liberales o socialdemócratas dominantes según las cuales los asuntos de bienestar social son sólo cuestiones distributivas y argumentaba que están siempre entrelazados con cuestiones de interpretación y de subjetividad. ¿De quién son estas necesidades? ¿Quién decide sobre ellas? No existe algo así como una necesidad meramente económica o social, las necesidades siempre son interpretadas, las interpretaciones reflejan poder y asimetrías, etc. Lo discursivo y lo cultural están funcionando en ámbitos que los científicos sociales y los filósofos consideran como meramente económicos o materiales. Para abordar este asunto se me ocurrió la expresión «dualismo de perspectiva»: en vez de pensar en la economía o en la cultura como esferas, hay que pensar desde la perspectiva de la economía política o desde la perspectiva del análisis cultural y analizar cualquier fenómeno desde esos dos puntos de vista: de un lado los patrones institucionalizados de significado y valor que están en juego, sus efectos sobre la subjetividad y la jerarquía de estatus; y, de otro, los mecanismos distributivos y el modo en que posicionan a la gente diferencialmente con respecto a los recursos. Son dos perspectivas, no dos lugares.
En tu último trabajo introduces, además, una tercera perspectiva, la de la representación. ¿En qué consiste?
La gente me solía decir: tienes las dimensiones de lo económico y lo cultural, pero, ¿dónde está lo político? Y yo les respondía: «Bueno, todo eso ya es político, ¿no?». Mi distinción se basaba en la que establece Weber entre el estatus y la clase, pero sabía muy bien que Weber tenía otro elemento, el partido, que no estaba en mi planteamiento. Los colegas de ciencias políticas me decían que las reglas de decisión de la comunidad política siempre cuentan, incluso cuando la distribución es bastante justa y las relaciones de estatus son relativamente igualitarias. Puede haber reglas de decisión que privan injustamente a algunas personas de la posibilidad de ser escuchadas. Por ejemplo, en sistemas electorales sin representación proporcional en los que el ganador se queda con todos los escaños. O en el caso de las minorías ideológicas, sin desventaja en distribución o reconocimiento, pero sin voz. Son cuestiones técnicas de ciencia política a las que no prestaba mucha atención hasta que un día me di cuenta de que todas las luchas por el reconocimiento o la redistribución presuponen un marco, la unidad en la que tienen lugar, y cuando no se le presta atención, se está dando una respuesta por omisión: el estado-nación y su territorio acotado. Yo no defendía ni mucho menos el nacionalismo, pero tampoco tenía en cuenta la pregunta de «¿quién?» o «¿quién cuenta?». La cuestión surgió a raíz de la emergencia de formas de política trasnacionales –la de los Zapatistas contra el NAFTA, Seattle y Génova, los movimientos sociales trasnacionales, las luchas internacionales por los derechos humanos, el feminismo internacional– todo esto me hizo ver en qué medida la lucha política y las injusticias políticas son cuestiones que atraviesan las fronteras.
Y empezaste a explicitar lo que hasta entonces estaba implícito en tu trabajo…
El problema lo tenía presente, pero no lo había teorizado. Tenía que analizar la intersección de la representación con la redistribución y el reconocimiento. La tercera dimensión de la justicia opera en más de un nivel; se pueden dar injusticias que tienen que ver con la falta de representación política ordinaria, en el nivel de la constitución. También puede operar en el nivel de los límites, que permiten participar a unos y no a otros. En inglés tenemos la palabra gerrymandering: construir el espacio político de tal manera que algún grupo se quede fuera. Por ejemplo, en el sur de EEUU dividían los distritos electorales para que los negros nunca pudieran llegar a ser mayoría. Esto también funciona en el plano internacional. Hace imposible que la gente que vive en el Sur global tenga la posibilidad de decidir sobre las fuerzas trasnacionales que afectan a sus condiciones de vida. También producimos injusticias cuando erramos en la elección del marco (misframing): cuando tratamos un asunto que es trasnacional o global como si fuera nacional. Por ejemplo, los subsidios a la agricultura en la UE, que pretenden lograr una mejor distribución económica entre los ciudadanos de la UE, pero tienen un impacto devastador en la agricultura africana, que se ve incapaz de vender sus productos.
En un artículo reciente sostenías que cuando se tiene en cuenta el «quién» la justicia nunca es normal. Atendiendo al modo actual de funcionamiento del capitalismo, ¿no operan siempre la redistribución y el reconocimiento en un marco no adecuado?
No exactamente. La imposición de marcos inadecuados es una injusticia endémica. Cuando trazas un marco, se produce inclusión y exclusión, y es muy posible que lo que dejes fuera se quede ahí injustamente. Pero eso no me lleva a decir –y aquí me diferencio de los foucaultianos y seguramente de Judith Butler (aunque no estoy segura de lo que ella diría sobre esta cuestión)– que el marco da igual ya que siempre habrá exclusiones. Es posible y necesario volver a enmarcar las cosas para que se superen las exclusiones de hoy. Si después surgen otras, los que las padezcan protestarán y habrá que enmarcar de nuevo. No toda exclusión es injusta. Por ejemplo, un pueblo indígena asentado en un territorio querrá excluir a los poderes coloniales o a la población mayoritaria. En un caso así, la justicia necesita la exclusión.
También has afirmado que los movimientos sociales internacionales, aunque contribuyen a evitar la confusión de marcos o escalas de justicia, no son suficientes y se requerirían poderes institucionales trasnacionales. ¿De qué tipo?
Mi labor no es la de David Held, diseñar nuevas instituciones. Pero lo que sí trato de desarrollar son principios institucionales que habría que establecer para una justicia global. Uno de ellos es el all subjected principle, que juega un poco con el all affected principle: todo el que es afectado por una práctica social determinada debe tener voz y decidir sobre ella. Defendí por un tiempo este principio y luego me empezó a parecer demasiado omnicomprensivo. Además, tampoco llegaba a hacerse cargo de que la justicia y la injusticia son relaciones políticas, no efectos causales. El nuevo principio, all subjected principle, quiere decir que todo el que está sujeto, en cualquier parte del mundo, a una estructura de gobernación (trasnacional, nacional o subnacional) que genera normas que se aplican coercitivamente, tiene que poder tomar parte en la toma de decisiones. Es el caso, por ejemplo, de la Organización Mundial del Comercio, o del TRIPS (Acuerdo sobre los aspectos de los derechos de propiedad intelectual relacionados con el comercio: ¡la gente que quiere que haya empresas propietarias de la información genética de las plantas, y todo eso!). Nuestro mundo está gobernado no sólo por estados sino también por estructuras de gobernación misteriosas que crean reglas que no entendemos o apenas conocemos, pero que tienen consecuencias enormes sobre la vida y la muerte de millones de personas. El principio del que hablo sostiene que toda persona cuya vida está sujeta o estructurada por estas reglas debe ser escuchada, y estas estructuras de gobernación deben ser democratizadas y rendir cuentas. La idea es sencilla, pero no sé cómo se podría llevar a cabo.
En relación con esta cuestión, te distancias de Toni Negri y de Michael Hardt, cuando en Imperio dicen que está emergiendo una nueva forma de soberanía más allá del estado-nación, que tiene que ver con organismos supranacionales y estructuras descentralizadas y desterritorializadas.
Imperio es un libro importante, pero no muy bueno. Fue muy leído y discutido, lo que constituye claramente un síntoma, y pretendía pensar desde una perspectiva radical la emergencia de una forma nueva de espacio político. Desafortunadamente para sus autores, en el momento en el que teorizaban un imperio sin centro, a George W. Bush se le ocurrió retroceder a una forma más antigua de hacer política, unilateral y hegemónica. Primer problema: si de verdad ya no hay un centro, ¿qué es entonces la política de Bush? Puede que éste no sea un problema tan profundo, es posible que, a largo plazo, comprobemos que Bush fue una aberración y triunfe una política más descentralizada. Aun así, el poder nunca estará tan descentralizado como ellos creen. Un segundo problema tiene que ver con la multitud. Es una noción romántica: un poder constituyente irreprimible, el espíritu de la revolución… Las enormes poblaciones de víctimas, oprimidos y explotados del imperio están enormemente divididas: por ejemplo, hoy por hoy Hamás y la OLP están en guerra y lo mismo sucede por todas partes. Hay que pensar políticamente la unidad de una forma mucho más meticulosa y estratégica. Más problemas: defienden un marxismo ortodoxo de economía política incluso cuando intentan teorizar una nueva economía, no abordan correctamente el género o la familia, ni tampoco la religión. Son demasiado «produccionistas» en el sentido marxista. También tienden a equiparar el régimen de los derechos humanos, que es en el fondo un desarrollo emancipatorio, con el imperio. Si bien es verdad que este régimen puede ser mal empleado por potencias como EE UU cuando lo usan para legitimar un humanismo militar que esconde otros intereses, no se puede reducir sólo a esto. Hay que distinguir entre las tendencias emancipatorias y las imperiales, desenredándolas.
En el marco de esa lucha por la emancipación has reivindicado la idea de una esfera pública trasnacional. ¿Podemos realmente seguir utilizando el concepto de esfera pública trasladándolo a un mundo globalizado?
Sí, la esfera pública trasnacional incorpora formas de comunicación y de argumentación en lo público que no estaban contenidas en el estado-nación. Cuando Kant y otros como él se referían a lo público, pensaban en una república internacional de letras, o en la ilustración como proceso trasnacional. Muchos movimientos han sido trasnacionales: el abolicionismo, el socialismo y las internacionales de trabajadores, y hoy tenemos el Foro Social Mundial –foro significa esfera pública– o los medios de comunicación trasnacionales, tipo Al Jazeera en Oriente Medio. Pero la teoría de Habermas, centrada en el estado-nación, no se ajusta a estas formaciones. Por ejemplo, la opinión pública no se dirige siempre a un estado y muchas veces no hay un poder político al que dirigirse.
Žižek ha sostenido recientemente que es preciso pensar el fenómeno trasnacional de las ciudades miseria o favelas porque en ellas habitan hoy día millones de personas que progresivamente se están quedando fuera de la soberanía del estado-nación, y porque albergan un potencial revolucionario. ¿Estarías de acuerdo con él o pensarías, como Laclau, que Žižek tiene una visión romántica de este fenómeno?
Desde luego, es un fenómeno que es preciso conceptualizar. Según Mike Davis, se está produciendo una ola histórica de destrucción de las comunidades rurales y de urbanización masiva que, sin embargo, no viene acompañada de creación de empleo, ya que está desconectada de la economía capitalista, aunque tenga su propia economía política (los terrenos se compran, dividen y venden en ausencia de derechos de propiedad, etc.). Los habitantes de estas villas miseria son gente que vive en la periferia absoluta de la economía mundial: ¿podrán cambiar su situación? El problema es que carecen de la base normal de poder social: no pueden conservar su trabajo, ni hacer huelga, pues el mundo no quiere ese trabajo. No son trabajadores industriales. Su única opción sería amenazar la paz y la seguridad del mundo rico, pero éste se protege con verjas, muros, fuerzas de seguridad privadas, etc. (Davis muestra cómo los marines dedican el tiempo que no están en Irak a pensar nuevas formas de guerra contra las favelas). ¿De dónde sacarán el poder para hacer demandas que transformen la estructura global? Lo angustioso es que, si nos tomamos en serio lo que describe Davis, las luchas que en nuestro mundo consideramos progresistas y emancipatorias también funcionan, de hecho, como una defensa de privilegios frente a ese otro mundo.
1 Publicado originalmente en 1995. Hay traducción castellana: «¿De la redistribución al reconocimiento? Dilemas de la justicia en la era ‘postsocialista’», en New Left Review, n.º 0, 2000.
2 Unruly Practices, III parte, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1989.
© Sonia Arribas y Ramón del Castillo, 2007.
Entrevista publicada bajo una licencia Creative Commons. Reconocimiento – No comercial – Sin obra derivada 2.5.
Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.
LIBROS ¿Redistribución o reconocimiento?, Madrid, Morata, 2006 [en colaboración con Axel Honneth] Iustitia interrupta: reflexiones críticas desde la posición «postsocialista», Bogotá, Siglo del Hombre Editores, 1997
ARTÍCULOS «Reinventar la justicia en un mundo globalizado», New Left Review, 36, 2006 «Nuevas reflexiones sobre el reconocimiento», New Left Review, 4, 2000 «Heterosexismo, falta de reconocimiento y capitalismo: una respuesta a Judith Butler», New Left Review, 2, 2000 «¿De la redistribución al reconocimiento? Dilemas de la justicia en la era ‘postsocialista’», New Left Review, 0, 2000 «Redistribución y reconocimiento: hacia una visión integrada de justicia del género», Revista Internacional de Filosofía Política, 8, 1996 «Multiculturalidad y equidad entre los géneros: Un nuevo examende los debates en torno a la ‘diferencia’ en EE UU», Revista de Occidente, 173, 1995
http://www.circulobellasartes.com/ag_ediciones-minerva-LeerMinerva.php?art=181
LIBROS ¿Redistribución o reconocimiento?, Madrid, Morata, 2006 [en colaboración con Axel Honneth] Iustitia interrupta: reflexiones críticas desde la posición «postsocialista», Bogotá, Siglo del Hombre Editores, 1997
ARTÍCULOS «Reinventar la justicia en un mundo globalizado», New Left Review, 36, 2006 «Nuevas reflexiones sobre el reconocimiento», New Left Review, 4, 2000 «Heterosexismo, falta de reconocimiento y capitalismo: una respuesta a Judith Butler», New Left Review, 2, 2000 «¿De la redistribución al reconocimiento? Dilemas de la justicia en la era ‘postsocialista’», New Left Review, 0, 2000 «Redistribución y reconocimiento: hacia una visión integrada de justicia del género», Revista Internacional de Filosofía Política, 8, 1996 «Multiculturalidad y equidad entre los géneros: Un nuevo examende los debates en torno a la ‘diferencia’ en EE UU», Revista de Occidente, 173, 1995
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