Monarquía y democracia en España
13/10/2007
Opinión
Marcos Roitman Rosenmann
La Jornada
La Jornada
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La casa real de los Borbones es la única cuyos imperios ganados sobre la base de la usura, el expolio, el sometimiento y la violación de los derechos de los pueblos de la vieja Hispania y sus colonias fue restaurada en el siglo XX. En tanto institución política, es parte de un pasado antidemocrático cuyas formas de ejercicio del poder no están acordes con el despliegue de una ciudadanía plena. Pensar en un jefe de Estado vitalicio de renovación hereditaria fuera de la ley, como es el caso español ya que sigue sin jurar la Constitución que se firma en las cortes constituyentes el 6 de diciembre de 1978, es un contrasentido. Si además agregamos la discriminación de genero por la ley sálica, estamos ante un oscuro régimen político impuesto tras el franquismo. A pesar de ser las monarquías un anacronismo histórico, su presencia se debe a una lucha contra la revolución democrática, comenzando en Inglaterra y siguiendo en los Países Bajos, salvo excepciones como la francesa, que acabó con ella; su mantenimiento en el siglo XIX y XX es puro continuismo. En la Europa del este, su par, el zarismo, tuvo su debacle con la revolución rusa. Y más allá del tipo de Estado, la monarquía no encaja en la construcción de una sociedad abierta al pleno ejercicio del desarrollo de las libertades y la igualdad jurídica de los derechos fundamentales. Disfrutar de una nobleza y de cortesanos vinculados con una Cámara de Lores formalmente constituida o implícitamente articulada, con títulos nobiliarios que le otorgan favores, supone romper el criterio de la movilidad social ascendente y una falta de coherencia en la legitimidad del estado social de derecho solventado en la idea de la democracia como práctica plural de control y de ejercicio del poder. Si no se puede elegir al máximo dirigente de un país, ni siquiera el concepto de democracia representativa cabe aplicar. Por ello ninguna, repito, ninguna monarquía ha sido restaurada en el siglo XX, quizás por vergüenza. Lo cierto es que el movimiento ha sido en sentido inverso: se han sustituido por su carácter reaccionario. Hoy no se trata de guillotinar a sus miembros, ni hablar mal de sus linajes. Hablamos de construcción política y proyectos sociales. No discutimos acerca de la benevolencia y la corrupción de carácter, sino de formas de gobierno y sus implicancia para la vida cotidiana, un ejemplo de transparencia, de ética y de convivencia. En España ni las cuentas se pueden tener. No se sabe lo que se gasta, ni lo que se tiene.
Las monarquías dieciochescas no cansadas ni de mandar, para subsistir han sido conceptualizadas como parlamentarias salvando el escollo de ser un régimen periclitado. Con ello se quiere hacer notar que la figura de la reina o el rey cumple una función protocolaria. Nada más falso. El caso de Bélgica, donde el monarca abdicó por 24 horas cuando su ciudadanía aprobó el aborto en referendo, mostrando su desagrado y asumiendo un consejo de regencia para más tarde volver a sentarse en él, es prueba de su poder.
En España, la restauración es parte del proceso de transición comprendido entre 1969, fecha del nombramiento del príncipe en las cortes del tirano como sucesor en la jefatura de Estado a su muerte, hasta la elección del PSOE (1982). En este periodo se fragua el acuerdo entre el franquismo modernizador, encabezado por Manuel Fraga –creador más tarde de Alianza Popular–, los tecnócratas, ideólogos articulados con las reformas políticas de UCD, Adolfo Suárez, Martín Villa, Juan José Rosón y una oposición liderada por el PSOE adscrita a la monarquía, junto a un Partido Comunista que renuncia a la ruptura democrática renegando de la forma republicana de gobierno. Así, con la muerte del tirano, el 20 de noviembre de 1975 no se produce un vacío de poder. Las instituciones están en pleno rendimiento. La destrucción de una oposición al establecimiento de la monarquía se produce entre 1972 (reunión de Munich) y 1976, reprimiéndolo, cuyo clímax estuvo en la creación de la plataforma de organismos democráticos, labor que dejó en manos del PSOE y del PCE. Así, la reforma política que disuelve las cortes en referendo el 15 de junio de 1976 se alza como continuidad posfranquista sin Franco. Fraga es contundente al señalar el éxito del proyecto. Sólo se reforma aquello que se quiere mantener. Con estas palabras tranquilizaba a los militares, a la Iglesia católica y a la banca.
¿Pero en que consiste el mito de la democracia monárquica española? En dos relatos. El primero plantea que los españoles votaron la monarquía con la Constitución en 1978 y que su instauración es, por tanto, democrática, ya que la Constitución es democrática, una tautología. Aquí no se separa el origen bastardo acordado en las cortes franquistas y se olvida que por la cadena de sucesión quien debía, en caso de acceder, era don Juan de Borbón, el padre del rey. La carta de Juan Carlos I pidiéndole a su padre dicho acto es significativa. Encubrir esta realidad ha supuesto recrear otra. Se construye un falso demócrata. Emerge un rey forjador del consenso político, lleno de virtudes. Se trata de fortalecer la corona. Conclusión: sin el rey no hay transición democrática. El relato es claro: el entonces príncipe engañó a Franco. Le hizo creer que mantendría los principios del movimiento, los cuales juró, razón por la cual no jura la Constitución si no cometería perjuro. Es decir, no le engaña. Pero sus acólitos presentan otra versión: aniquiló al franquismo, legalizó a los enemigos de su mentor, comunistas y socialistas. Es un demócrata. Si éste es el primer mito, el segundo está dentro de la contingencia y se refiere a la intentona golpista del 23 de febrero de 1981. En ese instante, se dirá, se mantuvo leal al orden constitucional, impidió que las fuerzas armadas derrocasen a la frágil democracia. Salva a España. Gracias a su persona gozamos de libertades, paz y democracia. ¿Pero es verdad? Lo cierto es que se mantuvo en silencio durante siete horas. Además, mantenerse fiel a la Constitución era su deber; no es tan cierto que su talante fuese democrático. Las pruebas presentadas por los generales y cuerpos de seguridad indican que la casa real dio luz verde. Pero la maniobra se torció. Aun así, en España, una sociedad cortesana, bobalicona y miédica asume que sus monarcas son intocables, por ello censura revistas, lleva a la cárcel a quienes queman retratos y se retrotrae al siglo XVIII, quizás porque nunca ha salido de él, aunque lo crea, sigue siendo provinciana y caciquil, por ello monárquica.
Ni la monarquía ni sus mitos se sostienen. Es tiempo de la república, así sólo sea por memoria histórica y por dignidad democrática. Su pueblo se lo merece.
Las monarquías dieciochescas no cansadas ni de mandar, para subsistir han sido conceptualizadas como parlamentarias salvando el escollo de ser un régimen periclitado. Con ello se quiere hacer notar que la figura de la reina o el rey cumple una función protocolaria. Nada más falso. El caso de Bélgica, donde el monarca abdicó por 24 horas cuando su ciudadanía aprobó el aborto en referendo, mostrando su desagrado y asumiendo un consejo de regencia para más tarde volver a sentarse en él, es prueba de su poder.
En España, la restauración es parte del proceso de transición comprendido entre 1969, fecha del nombramiento del príncipe en las cortes del tirano como sucesor en la jefatura de Estado a su muerte, hasta la elección del PSOE (1982). En este periodo se fragua el acuerdo entre el franquismo modernizador, encabezado por Manuel Fraga –creador más tarde de Alianza Popular–, los tecnócratas, ideólogos articulados con las reformas políticas de UCD, Adolfo Suárez, Martín Villa, Juan José Rosón y una oposición liderada por el PSOE adscrita a la monarquía, junto a un Partido Comunista que renuncia a la ruptura democrática renegando de la forma republicana de gobierno. Así, con la muerte del tirano, el 20 de noviembre de 1975 no se produce un vacío de poder. Las instituciones están en pleno rendimiento. La destrucción de una oposición al establecimiento de la monarquía se produce entre 1972 (reunión de Munich) y 1976, reprimiéndolo, cuyo clímax estuvo en la creación de la plataforma de organismos democráticos, labor que dejó en manos del PSOE y del PCE. Así, la reforma política que disuelve las cortes en referendo el 15 de junio de 1976 se alza como continuidad posfranquista sin Franco. Fraga es contundente al señalar el éxito del proyecto. Sólo se reforma aquello que se quiere mantener. Con estas palabras tranquilizaba a los militares, a la Iglesia católica y a la banca.
¿Pero en que consiste el mito de la democracia monárquica española? En dos relatos. El primero plantea que los españoles votaron la monarquía con la Constitución en 1978 y que su instauración es, por tanto, democrática, ya que la Constitución es democrática, una tautología. Aquí no se separa el origen bastardo acordado en las cortes franquistas y se olvida que por la cadena de sucesión quien debía, en caso de acceder, era don Juan de Borbón, el padre del rey. La carta de Juan Carlos I pidiéndole a su padre dicho acto es significativa. Encubrir esta realidad ha supuesto recrear otra. Se construye un falso demócrata. Emerge un rey forjador del consenso político, lleno de virtudes. Se trata de fortalecer la corona. Conclusión: sin el rey no hay transición democrática. El relato es claro: el entonces príncipe engañó a Franco. Le hizo creer que mantendría los principios del movimiento, los cuales juró, razón por la cual no jura la Constitución si no cometería perjuro. Es decir, no le engaña. Pero sus acólitos presentan otra versión: aniquiló al franquismo, legalizó a los enemigos de su mentor, comunistas y socialistas. Es un demócrata. Si éste es el primer mito, el segundo está dentro de la contingencia y se refiere a la intentona golpista del 23 de febrero de 1981. En ese instante, se dirá, se mantuvo leal al orden constitucional, impidió que las fuerzas armadas derrocasen a la frágil democracia. Salva a España. Gracias a su persona gozamos de libertades, paz y democracia. ¿Pero es verdad? Lo cierto es que se mantuvo en silencio durante siete horas. Además, mantenerse fiel a la Constitución era su deber; no es tan cierto que su talante fuese democrático. Las pruebas presentadas por los generales y cuerpos de seguridad indican que la casa real dio luz verde. Pero la maniobra se torció. Aun así, en España, una sociedad cortesana, bobalicona y miédica asume que sus monarcas son intocables, por ello censura revistas, lleva a la cárcel a quienes queman retratos y se retrotrae al siglo XVIII, quizás porque nunca ha salido de él, aunque lo crea, sigue siendo provinciana y caciquil, por ello monárquica.
Ni la monarquía ni sus mitos se sostienen. Es tiempo de la república, así sólo sea por memoria histórica y por dignidad democrática. Su pueblo se lo merece.
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